El arrepentimiento

El arrepentimiento es una obra de Dios en el alma. Es, según el sentido de la palabra griega «metanoia», un cambio de pensamiento tanto respecto a uno mismo como en cuanto a Dios. El hombre se entera, por un lado, de que es un pecador y de que no es mejor que otro, tal como lo enseñó el Señor Jesús cuando dijo a sus oyentes que, si no se arrepentían, perecerían todos, como los galileos ejecutados por Pilato o como aquellos sobre los cuales cayó la torre en Siloé: “Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lucas 13:3 y 5).

Se entera, por otro lado, de que Dios no quiere la muerte del pecador, sino su conversión y su vida: “Habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente” (Lucas 15:7 y 10).

Éste iba a ser, precisamente, uno de los grandes temas de la predicación de los apóstoles, según está escrito: “Fue necesario que el Cristo padeciese... y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones” (Lucas 24:46-47).

El arrepentimiento no es la conversión. «La conversión sigue al arrepentimiento. Es una vuelta completa y decidida del corazón hacia Dios» (J.N.D.). El apóstol Pedro dirige este llamamiento: “Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (Hechos 3:19).

De hecho, se plantean tres preguntas:
1. ¿Quién debe arrepentirse? — Todos los hombres, pues Dios “manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hechos 17:30).
2. ¿Qué induce al hombre a arrepentirse? — Dios mismo, pues dice la Palabra: “¿Menosprecias las riquezas de su benignidad... ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?” (Romanos 2:4).
3. ¿Cuál es el fruto que conviene al arrepentimiento? — Juan el Bautista predicaba en el desierto de Judea: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado...

Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento” (Mateo 3:2 y 8). «Llevar tal fruto es reconocer con rectitud el propio estado de pecado, confesarlo y tomar en adelante una actitud conforme a las palabras expresadas» (S.P.).

Después de Juan el Bautista y del Señor Jesús mismo, los apóstoles no dejaron de predicar el arrepentimiento. El apóstol Pedro dirigió este llamamiento en muchos de sus discursos. En el quinto, por ejemplo, declara que “Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados” (Hechos 5:31). Luego, cuando Cornelio hubo recibido la verdad cristiana, los apóstoles y los hermanos que estaban en Judea glorificaron a Dios, diciendo: “¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!” (Hechos 11:18). Por último, al finalizar su segunda epístola (2 Pedro 3:9), el apóstol Pedro dice aun: “Es paciente... no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento”.

El apóstol Pablo también habló con insistencia de la necesidad del arrepentimiento. Es lo que recuerda a los ancianos de la asamblea de Éfeso, cuando se despide de ellos. Les dice que ha dado testimonio del evangelio de la gracia de Dios, que ha predicado el reino de Dios, que les ha anunciado todo el consejo de Dios, pero que, ante todo, ha insistido “acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo” (Hechos 20:21). Más tarde, en presencia del rey Agripa, declara que el objeto de su predicación ha sido siempre: “Que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento” (Hechos 26:20).

Llegará el día en que ya ningún hombre se arrepentirá. Está escrito que, cuando los ángeles derramen sobre la tierra las siete copas de la ira de Dios, los hombres blasfemarán el nombre de Dios y no se arrepentirán para darle la gloria. Más aun: Blasfemarán contra el Dios del cielo... y no se arrepentirán de sus obras (Apocalipsis 16:9 y 11). Serán definitivamente endurecidos.

Estos pocos pasajes de la Escritura bastan para demostrar la importancia del arrepentimiento. Es una verdad básica del Evangelio, ya que, sin ella, no hay acceso posible a las bendiciones de la gracia. Al contrario: “Por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios” (Romanos 2:5).