Dios está en todo

Un ojo simple y un corazón de niño son un precioso don de Dios. Todos los creyentes podrían y deberían poseerlos, pero desgraciadamente se los encuentra con mucha rareza entre los hijos de Dios. La fuerza, el entendimiento y la propia voluntad desempeñan habitualmente tan gran papel que el ojo de la fe está enturbiado, la mirada obscurecida, el corazón incapacitado para comprender los designios de Dios y captar su acción misteriosa y escondida en todo. Es una gran pérdida para nosotros, y un deshonor para nuestro Dios.

Nada ayuda más al cristiano a continuar su camino en paz y consolación, a soportar las dificultades y las tentaciones del peregrinaje y a glorificar a Dios, que la costumbre de verlo a Él en todas las cosas. No hay ninguna situación, ninguna circunstancia, ningún acontecimiento en la vida de un creyente, aunque parezcan sin importancia o insignificantes al ojo natural, que no puedan ser considerados como callados mensajes de Dios. Si solamente nuestro ojo es simple, nuestro oído atento, nuestro corazón como el de un niño y nuestra razón inteligente, haremos la bendita y preciosa experiencia de la acción divina; experimentaremos que pone su mano en las cosas más comunes de esta vida y que encuentra su satisfacción en conducirnos con una simple mirada. ¡Ah, si solamente nos dejásemos dirigir con más frecuencia de esta manera, para que Él no tuviese necesidad de ponernos el freno y las riendas! (véase Salmo 32:9).

¡Cuán grande y digno de adoración es nuestro Dios, Creador del cielo y de la tierra, que se allana hasta ocuparse de las cosas más pequeñas y menos importantes! ¡Aquel que dijo antaño: “Sea...; y fue...” (Génesis 1:3), que sostiene y mantiene todas las cosas con la palabra de su poder (Hebreos 1:3), que se ocupa también del gorrión en el tejado y que cuenta los cabellos de nuestra cabeza! (Mateo 10:29-30). Las cosas nos parecen grandes o pequeñas porque las medimos según nuestra fuerza y capacidad. Pero para Él, el Todopoderoso, no hay nada grande ni pequeño. Le es tan fácil llamar a la existencia a millones de estrellas (Isaías 40:26) como alimentar a las crías del cuervo (Salmo 147:9). Su maravillosa grandeza se manifiesta tanto en la tempestad furiosa como en el dulce murmullo de la brisa, en el cedro majestuoso del Líbano como en la violeta que florece a lo largo del sendero.

¡Si solamente tuviésemos ojos más simples para ver, corazones más inocentes para comprender! Si, en las circunstancias diarias, no viéramos otra cosa que lo que el hombre natural ve —acontecimientos naturales, como la vida humana produce cada día— la vida no sería más que uniformidad fastidiosa y casi no valdría la pena vivirla, o bien se convertiría en una carga pesada que haría desear verla terminarse lo antes posible. Pero si distinguimos a Dios en cada cosa, adquiere ella un precio inestimable, una significación profunda para un sentido renovado y un aliciente maravilloso para el ojo de la fe; entonces vemos en todo la mano de un Padre sabio, omnipotente y amante; reconocemos a cada paso las señales benditas de su presencia y de su acción. Apenas tenemos necesidad de decir a qué punto la vida de oración y las relaciones secretas con el Padre son estimuladas por eso mismo. ¡Cuán agradable y refrescante es escuchar la sencilla oración de un creyente que ha experimentado durante su marcha la fidelidad y la bondad de su Dios y que, al mismo tiempo, ha aprendido a conocer la entera nulidad de su propia fuerza y sabiduría! Para todo expone ante el Padre sus peticiones — grandes o pequeñas— mediante oraciones, súplicas y acciones de gracias; echa todas sus inquietudes —grandes o pequeñas— sobre Él, quien siempre está dispuesto a encargarse de ellas; y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento guarda su corazón y sus pensamientos en Cristo Jesús (Filipenses 4:6-7). ¡Bienaventurado aquel que, en todas las cosas, hace del Señor su confianza y su fuerza! Para él cada día tiene su importancia, y no desprecia el “día de las pequeñeces” (Zacarías 4:10). Los acontecimientos de cada día estimulan su simpatía, y ¿cómo podría ser de otra manera, puesto que ellos tienen su importancia para su Dios y Padre?

Sabemos por toda la Escritura que no hay, para el creyente, ningún azar, nada fortuito. Y entre todos, el libro del profeta Jonás nos da pruebas notables de esta verdad. A lo largo de la historia del profeta, la intervención de Dios se muestra en todas partes, incluso en las cosas más comunes. ¿Y no ocurrirá lo mismo con nosotros el día que veamos toda nuestra historia a la luz de la presencia divina? Estaremos entonces asombrados de nuestra corta vista, de la debilidad de nuestro entendimiento, de nuestra pequeña fe, de nuestra imprudencia. Admiraremos la bondad, la fidelidad, la maravillosa paciencia de nuestro Dios, cuya mano ha dirigido todos nuestros caminos aquí abajo y nos ha conducido hasta el final con una infinita misericordia.

No queremos entrar en una explicación detallada del libro de Jonás, sino solamente llamar la atención sobre una expresión que se encuentra en él varias veces: “Jehová tenía preparado” (Jonás 1:17), y “preparó Jehová Dios” (4:6, 7, 8). El Espíritu Santo nos deja echar una mirada detrás de la escena y nos muestra la acción escondida de Dios. Es Él quien tiene todo en su mano: el viento y las olas, el calor y el frío, el hombre y la bestia; y todo lo conduce según el consejo de Su voluntad.

En el primer capítulo, el Señor envió una gran tempestad para hablar al corazón y a la conciencia de su siervo desobediente. Jonás quería eludir el mandato divino embarcándose en una nave que iba a Tarsis. Nínive estaba al este de Palestina, Tarsis al oeste. Dios le dijo: «Ve a la derecha», pero Jonás se fue a la izquierda. Así es el hombre. “Pero Jehová hizo levantar un gran viento en el mar, y hubo en el mar una tempestad tan grande que se pensó que se partiría la nave” (v. 4). Esta tempestad habría hablado al profeta de una manera acuciante y seria si solamente su oído hubiese estado abierto para escuchar la voz de Dios. Era un mensaje solemne que Dios le dirigía. Jonás era quien tenía necesidad de ser enseñado y restablecido en el buen camino, y no los pobres marineros paganos. Para ellos, una tempestad no era nada nuevo o extraordinario, no era más que uno de los acontecimientos corrientes en la vida del marinero. Pero, en el barco había un hombre para quien ella era algo especial. Y, cosa maravillosa, los marineros paganos se dieron cuenta en seguida de que Dios estaba contra ellos, mientras Jonás, el profeta de Dios, estaba acostado en el fondo de la nave y dormía tan profundamente que el patrón de la nave tuvo que despertarlo llamándolo rudamente. ¡Qué seria lección para nosotros! ¿Cómo puede ser —podemos preguntárnoslo— que un creyente sea tan insensible? Nuestra propia historia demuestra que eso es posible.

Luego, los marineros echaron suertes para saber a causa de quién les llegaba el infortunio. Sólo después que la suerte hubo caído sobre el profeta y que los hombres le hubieron preguntado de dónde venía y cuál era su oficio, sólo entonces Jonás volvió en sí, oyó la voz del mensajero de Dios (la tempestad) y reconoció que a causa de él el Señor hablaba tan solemnemente. Por propia decisión del profeta, los marineros angustiados lo echaron al mar. Para ellos, el asunto estaba terminado; pero no lo estaba para Jonás ni para Dios. Los marineros no vieron más a Jonás, pero Dios lo veía y pensaba en él.

¡Dios está en todo! Jonás se encontró en una nueva posición, en circunstancias nuevas, pero incluso allí el mensaje de Dios pudo llegarle. El creyente jamás podrá encontrarse en una posición en la que el brazo de su Padre sea demasiado corto y su voz no pueda alcanzar su oído. Cuando Jonás fue echado al mar, “Jehová tenía preparado un gran pez que tragase a Jonás” (1:17). Jehová preparó la tempestad, fue él quien preparó el pez. Un gran pez no es nada de extraordinario, pues hay muchos en el mar. Pero el Señor preparó uno especialmente para Jonás, con el fin de que fuese un mensajero para su alma. Y allí, en el vientre del pez, Jonás reflexionó y, por sus circunstancias e incluso por sus palabras, se convirtió en una figura de Cristo.

Pasemos ahora al último capítulo, en el cual encontramos a nuestro profeta en Nínive. Había anunciado el mensaje de Dios a los habitantes de la ciudad y, a raíz de su predicación, éstos se convirtieron de su mal camino, de manera que Dios se arrepintió del mal que había dicho que les haría a causa de sus pecados. Jonás no estaba contento y replicó a Dios. Habría preferido asistir a la destrucción de esta gran ciudad, llena de habitantes, antes que ver la gracia y la misericordia de Dios. No podemos decir más que: «Pobre Jonás». Pero no pensemos que nuestros corazones hubiesen sido diferentes del corazón del profeta. Somos hechos de la misma carne y capaces de la misma locura.

Jonás parecía haber olvidado completamente las verdades que había aprendido durante los tres días pasados en el vientre del pez y tenía necesidad de recibir una nueva advertencia de parte de Dios. ¡Oh, cuán misericordioso y lleno de gracia es nuestro Dios! Se preocupa por nosotros sin cansarse y nos enseña pacientemente las mismas lecciones. “Y preparó Jehová Dios una calabacera, la cual creció sobre Jonás para que hiciese sombra sobre su cabeza, y le librase de su malestar” (4:6). ¡Qué favor! La calabacera, como el gran pez, formaba un eslabón en la cadena de circunstancias a través de las cuales debía pasar el profeta según la intención de Dios. Aunque muy diferentes, los dos eran mensajeros de Dios para su alma. “Y Jonás se alegró grandemente por la calabacera”. Anteriormente había pedido morir (4:3); éste no era el resultado del santo deseo de dejar esta pobre tierra y estar para siempre en el reposo, sino el resultado de su descontento y de su decepción. No era la felicidad del futuro, no; ni incluso los sufrimientos del presente los que despertaban en él el deseo de morir; era el orgullo herido, la vana preocupación de su fama de profeta.

Frecuentemente los sufrimientos presentes estimulan en nosotros el deseo de partir y estar con Cristo. Deseamos ser liberados de la dificultad presente; por eso, cuando el mal momento ha pasado, el deseo cesa igualmente. Si, por el contrario, es la persona del Señor el objeto de nuestro deseo, suspiramos por su venida, para verlo cara a cara, “como él es” (1 Juan 3:2), y las circunstancias exteriores tienen poca influencia sobre nosotros. Este deseo es entonces tan grande durante los días de sol y tranquilidad como durante aquellos de tempestad y opresión.

Cuando Jonás se encontró sentado a la sombra de la calabacera, ya no tuvo ningún deseo de morir. Su gozo, a causa de la planta y de su sombra fresca, le hizo olvidar su enfado; y precisamente ese hecho mostraba la gran necesidad que tenía de un mensaje especial del Señor. El estado de su alma debía ser manifestado y lo fue para su gran vergüenza. El Señor todo lo puede emplear para revelar los secretos y las profundidades del corazón humano, incluso una planta nacida en una noche (4:10), y lo hace para nuestra eterna felicidad y para la gloria de su nombre. Verdaderamente el cristiano puede decir: «Dios está en todo». Se puede percibir su voz en el estruendo de la tempestad como en la marchitez de una planta.

Sin embargo, no hemos llegado todavía al final de los designios de Dios acerca de Jonás. La calabacera no fue, como lo hemos dicho, más que un eslabón en la cadena de las circunstancias; el eslabón siguiente ¡fue un gusano! “Pero al venir el alba del día siguiente, Dios preparó un gusano, el cual hirió la calabacera, y se secó” (4:7). El gusano, pese a su insignificancia, no dejaba de ser el mensajero de Dios, como la tempestad y el gran pez. Un gusano puede hacer maravillas cuando es Dios quien lo emplea: se secó la calabacera.

“Y aconteció que al salir el sol, preparó Dios un recio viento solano, y el sol hirió a Jonás en la cabeza” (4:8). Todo debía concurrir para llevar a Jonás a reconocer su error. Un gusano y un recio viento solano eran medios, maravillosos en la mano de Dios. Pero justamente ¡en su debilidad aparente se revelaba la grandeza de nuestro Padre celestial! La tempestad, el gran pez, la calabacera, el gusano, el recio viento solano — todos son en su manoinstrumentos para realizar sus designios de amor. El mensajero más insignificante como el más potente deben secundar sus designios. ¿Quién habría podido pensar que una tempestad y un gusano juntos pudieran ser los medios para llevar a efecto una obra de Dios? Así era, sin embargo. Como lo hemos hecho notar al comienzo, «grandey pequeño» no son más que expresiones en uso entre los hombres. Para Dios no hay nada de grande ni de pequeño. Cuenta la multitud de las estrellas y no olvida al gorrión sobre el tejado. Hace de las nubes su séquito y de un corazón humilde su morada.

Por eso, una vez más decimos: «Dios está en todo». Para el creyente no hay ningún azar, ni nada que deje de tener importancia en todo lo que encuentra. Puede pasar por las mismas circunstancias que los otros hombres y deber hacer frente a las mismas tentaciones; pero no debe interpretarlas siguiendo los mismos principios. Ellas hablan a su oído atento un lenguaje diferente del que hablan al oído del hombre natural. Debería distinguir la voz de Dios y reconocer a sus mensajeros en las cosas más comunes como en las más importantes de cada día. Así haría experiencias preciosas.

El sol que sigue su órbita majestuosamente y el gusano que se arrastra sobre una planta, ambos han sido creados por Dios, y ambos pueden concurrir para la ejecución de sus designios insondables. Es el mismo Dios que estableció los términos de la tierra (Salmo 74:17), que encerró los vientos en sus puños y ató las aguas en un paño (Proverbios 30:4), el que también alimenta a los hijos de los cuervos que claman (Salmo 147:9) y refresca la hierba con su rocío (Proverbios 19:12). Y ese Dios ¡es nuestro Dios eterno! “Alabad a Jehová... los jóvenes y también las doncellas, los ancianos y los niños” (Salmo 148:7, 12).