Desviarse es un peligro particular en las cosas espirituales. En las Escrituras encontramos advertencias y exhortaciones relacionadas con este peligro que amenaza la marcha del cristiano, pues nada es más fácil que desviarse del camino o ir a la deriva. Hacer avanzar un barco con la ayuda de remos demanda un esfuerzo; dirigirlo por medio de un timón requiere un juicio reflexivo; pero ninguna de estas dos cosas se necesita para dejarlo ir a la deriva. Reduzca su esfuerzo, sea menos atento, y en seguida usted se desliza. Pero lo más trágico que hay en una vida relajada es que aquel que se desvía es el último en darse cuenta.
“Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos. Porque si la palabra dicha por medio de los ángeles fue firme… ¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?” (Hebreos 2:1-3). Debemos recordar que el apóstol no se dirige aquí a incrédulos, sino a personas que, habiendo hecho profesión de ser cristianos, estaban en peligro de desviarse de la verdad que habían escuchado y que conocían. Nótese que no se trata de cosas que podrían alejarse de nosotros, sino que el peligro consiste en que nosotros nos podemos alejar de ellas. Existe una posibilidad aquí que no es exagerada ni improbable; y por ello se nos previene y se nos exhorta.
La enseñanza del apóstol es, pues, que estamos en peligro de deslizarnos, de ir a la deriva arrastrados por la corriente; y si nuestro espíritu no permanece firmemente atado a la Palabra de Dios, se alejará inevitablemente de ella y de la salvación. La verdad nunca se aleja, pero debemos tener cuidado de no alejarnos nosotros de ella: las cosas escritas permanecen inquebrantablemente, pero nosotros podemos desviarnos del rumbo divinamente trazado. Seremos prudentes si no lo olvidamos, y si tenemos presente la advertencia referente a tres cosas que constituyen la causa de esta tendencia al relajamiento en la marcha del creyente sobre la tierra, a saber: la distracción, la falta de firmeza y el amor al bienestar. Casi cada ejemplo de relajamiento en la marcha por la senda de fe puede ser atribuido a una de estas tres causas o a una combinación de dos o de las tres a la vez.
La distracción se debe a la multitud de cosas que atraen nuestra atención en este mundo; cosas que pueden ser buenas, malas o indiferentes, y que se presentan a nosotros continuamente como un panorama movedizo.
La falta de firmeza es el resultado de nuestra negligencia en no haber guardado intacta la seguridad de la fe, o en dejarnos llevar a razonar y a discutir. También puede provenir del hecho de que nuestra mente y nuestras energías están tan ocupadas por los eventos que pasan, que nos dejamos arrastrar insensiblemente por la corriente de cosas que nos rodea, considerándolas con liviandad. Nos apartamos de las cosas que hemos escuchado y que, no obstante, una vez las habíamos estimado por encima de las que ahora nos atraen más.
El amor al bienestar es la consecuencia de una prosperidad general en el mundo, ligada a la decadencia de la vida espiritual; o también de ciertas inclinaciones propias de nuestra edad o de la posición honorable que ocupamos.
Sin embargo, ni la edad, ni el rango social, ni la profesión están exentos del peligro y del riesgo de alejarnos. Las corrientes del mundo y del bienestar, en el río del presente siglo malo, son demasiado fuertes para que puedan resistir aquellos cuyos espíritus están distraídos por el mundo, en quienes la meta no es segura y para los cuales el amor al bienestar es una trampa. “¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?” (Hebreos 2:3).
Esta pregunta llama profundamente nuestra atención: ella demanda un examen urgente y personal. Muchos cristianos tienen una idea muy vaga de lo que es la salvación. Piensan que la conversión es el fin de la salvación, y se olvidan de que es tan sólo el acto de tomar la dirección correcta: “Os convertisteis... a Dios” (1 Tesalonicenses 1:9). Pero hasta aquí ningún progreso se hizo todavía en el camino. Es cierto que somos salvos cuando creemos en el Señor Jesucristo. Pero el mismo apóstol que afirma esto, exhorta a los creyentes en estos términos: “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor” (Filipenses 2:12). Y les asegura aún: “Ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos” (Romanos 13:11).
Los verdaderos creyentes en el Señor Jesús no perecerán jamás. Él mismo nos da la seguridad de ello (Juan 10:27-30); pero justamente porque son verdaderos creyentes, ocuparse en su salvación con temor y temblor es la gran ocupación de sus vidas hasta que Él vuelva como Salvador a cambiar nuestros cuerpos y hacerlos “semejantes al cuerpo de la gloria suya” (Filipenses 3:21). Entonces, nuestra salvación será completa, el cuerpo, el alma y el espíritu serán salvos en el día de Cristo.
Sin embargo, hay dos maneras de llegar al puerto. Hace más de mil cien años, un escritor cristiano que fue tomado por piratas y vendido como esclavo, escribió un cántico que, por su singular asociación de ideas, es considerado como que describe la llegada del creyente al cielo; llegada de la cual el apóstol Pedro habla de una manera muy diferente en su segunda epístola. Pongámosla en paralelo:
«¡Seguridad en el puerto! ¡Las jarcias están cortadas, los aparejos caídos, las velas rasgadas, las provisiones llegan a su fin! ¡Apenas hemos evitado el naufragio! ¡Pero qué gozo, en la orilla, al recordar que los peligros del viaje pasaron!» “Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 1:10-11).
El Señor no perderá a ninguno de los suyos, pero ¿qué camino elegirán ustedes para llegar? ¿El de la nave que le entra agua por todas partes y que apenas logra escapar del naufragio, o, en cambio, el de la amplia y generosa entrada que está reservada al siervo bueno y fiel?
¡Que podamos trabajar así en nuestra salvación, de manera que lleguemos a la meta, no como arruinados, sino como aquellos que han sido fieles a Dios y a su Palabra, renunciando a sí mismos, tomando su cruz cada día, continuando con perseverancia, con esfuerzo y con cuidado hasta el fin!
Pues estemos seguros de que aunque podamos desviarnos hacia el pecado o hacia el diablo por la negligencia de nuestra vida, jamás podremos desviarnos de la gracia y del cielo. Son realidades que exigen toda nuestra atención.