Se puede ser un hijo de Dios, poseer la vida eterna, el perdón de los pecados, sin ser, lamentablemente, un discípulo de Jesucristo. Discípulo de Cristo es aquel que, habiendo escuchado sus enseñanzas, las pone en práctica, sigue sus pisadas y se asemeja a él. Por cierto que todo verdadero hijo de Dios debería reunir estas condiciones. Pero, muchos cristianos se contentan con ser salvos. Se preocupan muy poco de los derechos que el Señor tiene sobre ellos, ignorando deliberadamente que no se pertenecen más a sí mismos, sino a Aquel que los compró al precio de su sangre (1 Corintios 6:19-20). Aceptaron a Cristo como su Salvador pero no como el Señor de sus vidas. Son redimidos, pero no discípulos de Jesús. Quieren seguirle, pero de lejos, como Pedro (Lucas 22:54). Sabemos a dónde conduce tal camino: a negar a Cristo. Aunque esos creyentes guarden una apariencia de piedad, niegan su eficacia (2 Timoteo 3:5); y si el Señor no actúa en disciplina, naufragarán en cuanto a la fe (1 Timoteo 1:19), sin que necesariamente la ruina se manifieste públicamente. Es la conformidad al presente siglo malo, la tibieza de Laodicea, unida casi siempre al orgullo espiritual: “Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad” (Apocalipsis 3:17). La sal perdió su valor; no sirve ni para la tierra ni para el muladar; se la tira afuera (Lucas 14:35). Tal cristiano no es de ninguna utilidad para el Señor aquí abajo.
No es eso lo que el Señor espera de los suyos. Él quiere que todos no sólo sean sus redimidos sino también sus discípulos, sus siervos, sus testigos. “Por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:15). Quiere que su vida se manifieste en ellos a través de los frutos que él produzca para gloria de su nombre.
A la conversión debe agregarse entonces una decisión del corazón, de la inteligencia, de la voluntad de la mente renovada por medio de la cual el redimido se rinde a su Salvador para entregarle todo su ser. Esta decisión acompaña a veces a la conversión; pero lo que nos lleva a decirle al Señor: «¡Heme aquí! ¡dispón de mí como quieras!», a menudo es el fruto de un largo trabajo del Espíritu Santo en el corazón. Desde ese momento, el creyente pasa a ser un discípulo de Jesús; en rigor, lo será cuando camine en pos de su Maestro por el sendero estrecho, difícil pero bendito. El Señor está con él; lo hará progresar y crecer espiritualmente, enseñándole cada día, animándolo y afirmándolo en su servicio y en su testimonio, y produciendo en él “fruto... más fruto... mucho fruto” (Juan 15:2, 5).
La enseñanza de la Palabra en cuanto al discípulo de Cristo encierra tres lecciones fundamentales:
- Lo que cuesta ser discípulo.
- La posición del discípulo con respecto a su Maestro.
- Los frutos que se manifiestan en la marcha de un discípulo fiel.
Lo que cuesta ser discípulo
Varias declaraciones del Señor Jesús muestran el alto precio que debe pagar cualquiera que desee ser su discípulo. “Si alguno viene a mí —dice él— y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo... Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:26-27, 33).
El Señor menciona tres clases de obstáculos a la condición de discípulo: los lazos que nos unen a los miembros de nuestra familia, a nosotros mismos o a las cosas de la tierra. Si nos dejamos desviar del camino de la obediencia y de la fidelidad al Señor en consideración a un miembro de nuestra familia, por querer satisfacer nuestro bienestar o para salvaguardar intereses personales, no somos aptos para ser discípulos de Cristo.
Es evidente que con esta enseñanza el Señor no obliga a sus discípulos a tener sentimientos de odio hacia los miembros de su familia. Al contrario, muchos pasajes de la Palabra nos exhortan, en el Espíritu de Cristo, a cumplir todos nuestros deberes para con ellos. Pero el cumplimiento de estos deberes debe quedar supeditado, en toda circunstancia, a la fidelidad al Señor y, en caso de conflicto entre la obediencia que debemos al Señor y los sentimientos naturales por aquellos que amamos, el discípulo de Cristo no duda: da el primer lugar al Señor (Colosenses 1:18).
En cuanto al renunciamiento de sí mismo, el discípulo lo realiza, por un lado, llevando su cruz y, por otro, siguiendo al Señor. El primer aspecto implica la muerte de sí mismo, la cual se logra mediante la continua identificación con un Cristo muerto, aun en todos los detalles de la vida: “Llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Corintios 4:10). El segundo aspecto es consecuencia del primero: Sólo si la voluntad propia se mantiene subyugada por completo seremos capaces de seguir al Señor a despecho de todos los obstáculos y de todo lo que pudiera hacer morir nuestro «yo». A partir de ese momento seremos instrumentos para honra, santificados, útiles al Señor, y dispuestos para toda buena obra (2 Timoteo 2:21).
El Señor hace alusión a esta doble condición —el renunciamiento de uno mismo y la marcha en pos de él— en dos ocasiones más: “Si alguno quiere venir en pos de mí (lo que caracteriza a todo discípulo), niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 16:24-25; Lucas 9:23-24). “El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará. Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará” (Juan 12:25-26).
Todo discípulo de Cristo debe “negarse a sí mismo” y “tomar su cruz”, es decir, dejar de vivir para sí, reemplazar el «yo» y sus exigencias por Cristo y Sus derechos, y “no amar más su vida” sino “aborrecerla”. Aquel que ama su vida adámica —la que provee para los deseos de la carne (Romanos 13:14)— no puede ser discípulo del Señor. “Si alguno me sirve, sígame”. Es imposible servir al Señor si no se sigue el mismo camino que él. Ahora bien, este camino se halla enteramente fuera del mundo, el que —no lo olvidemos— rechazó a Cristo. ¿Cómo podríamos entonces servirle y seguir apegados al mundo? Cuando Jesús llamó a Pedro, a Jacobo y a Juan, ellos dejaron todo y le siguieron (Lucas 5:11). Lo mismo ocurrió con Leví cuando estaba sentado al banco de los tributos públicos. Tan pronto como Jesús le dice “sígueme”, él lo deja todo, se levanta y le sigue (v. 27-28). ¡Decisión inmediata! ¡Ninguna duda ni objeción! ¡Tan sólo corazones obedientes!
Pero esta negación de sí mismo y del mundo no podría ser el resultado de nuestra propia voluntad. Es necesario que nuestros corazones se vean constreñidos por el amor de Cristo (2 Corintios 5:14): sólo el amor del Señor por nosotros puede y debe incitarnos a seguirle en el camino del renunciamiento. Si somos conscientes del infinito amor con que nos amó, no vamos a desear otro lugar para nosotros que el que ocupó él aquí abajo, ni a pretender otro honor que el de ser “esclavos de Jesucristo”. El Señor Jesús murió por nosotros en la cruz no sólo para salvarnos y hacernos aptos para el cielo, sino también para tener discípulos en este mundo que caminen en pos de él, que sean sus testigos, sus siervos; en una palabra: que manifiesten Su vida a los hombres. “Porque somos hechos participantes de Cristo, con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio” (Hebreos 3:14).
Esto requiere energía, firmeza, constante dependencia del Señor, conciencia de nuestra total incapacidad, pero también de la perfecta suficiencia de Cristo y de su gracia. “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 12:9). Guardémonos de toda ligereza en esta marcha en pos del Señor. Guardémonos de mirar hacia atrás, porque “ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios” (Lucas 9:62). No imitemos a Demas, quien, después de haber acompañado al apóstol Pablo, lo abandona, “amando este mundo” (2 Timoteo 4:10). Pensemos en nuestra responsabilidad para con el Señor (2 Corintios 5:15), para con nuestros hermanos (Deuteronomio 20:8) y para con el mundo (Colosenses 4:5-6).
Sí, lo que cuesta ser discípulo es muy alto y nos es necesario calcular bien los gastos (Lucas 14:28). Pero podemos contar con el poder, el amor y la fidelidad de Aquel que puede “socorrer a los que son tentados”, “compadecerse de nuestras debilidades” y “salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios” (Hebreos 2:18; 4:15; 7:25). Puesto que poseemos tales recursos y tal Maestro, encomendémonos a él: será nuestro guía y sostén a través de todas las dificultades que encontremos al seguirlo.
La posición del discípulo con respecto a su Maestro
Esta posición está definida claramente por dos pasajes casi idénticos: “El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor. Bástale al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor” (Mateo 10:24-25). “El discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro” (Lucas 6:40). No superior a su maestro, sino como su maestro. ¿Cómo, pues, fue el Maestro aquí abajo? ¿Cuáles fueron sus relaciones con los hombres? La respuesta a estas preguntas determinará el andar del discípulo, porque Cristo es su modelo perfecto. Cristo era del cielo y caminó en absoluta separación de lo que caracterizaba al mundo a los ojos de Dios. El discípulo es ciudadano del cielo (Filipenses 3:20) y “debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:6). No es del mundo, como Cristo tampoco lo fue. Poseyendo la vida eterna, conoce a Dios como a Padre y a Cristo como meta en el cielo. Por eso es importante ante todo que el discípulo crezca en el conocimiento del Señor a fin de ser transformado en su imagen(2 Pedro 3:18; 2 Corintios 3:18). Para ello, debe poner su mirada en él (Hebreos 12:2), alimentarse de él (Juan 6:56), permanecer en él y en su amor (Juan 15:4, 9), y andar en él (Colosenses 2:6). Contemplemos a nuestro amado Señor y Salvador en las Escrituras, cultivemos la comunión con él por medio de la oración, dejémonos enseñar por el Espíritu; así, estas preciosas exhortaciones se convertirán en realidades, y aprenderemos a “conocerle” mejor (Filipenses 3:10).
Una vez que conocemos así a Cristo, nuestra única aspiración será asemejarnos a él y seguir fielmente sus pisadas. En este camino encontraremos los mismos obstáculos y pruebas que encontró el Maestro, pero justamente esto nos animará poderosamente a perseverar. Consideraremos un gozo y un honor ser tratados como él, porque cuanto más nos asemejemos a él, tanto más grande será el odio del mundo hacia nosotros. El Señor advirtió a sus discípulos: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros... El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Juan 15:18, 20). Si conocemos poco el odio del mundo, ¿no es acaso porque manifestamos de manera insuficiente los caracteres de verdaderos discípulos de Cristo? Lamentablemente, nuestro testimonio poco se compara con el de innumerables discípulos quien, a causa de su fidelidad han sentido a través de los siglos los efectos de este odio del mundo bajo las más diversas formas, ¡sufriendo hasta el martirio! De éstos —“de los cuales el mundo no era digno” (Hebreos 11:38)— puede decirse: no fueron superiores a su Maestro, pero les bastó ser como él (compárese con 1 Pedro 2:21-23).
Por otra parte, aquellos que siguen al Señor y se asemejan a él, gozarán de la misma posición y privilegios que él: “Todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro” (Lucas 6:40). Desde aquí abajo se produce en todo discípulo fiel una transformación moral que lo lleva a manifestar la vida de Cristo en su marcha.
Ojalá que podamos asemejarnos más a Cristo, ser “como nuestro Maestro”, crecer “en todo” (Efesios 4:15). Imitemos al apóstol Pablo, quien estimaba todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, su Señor, a causa del cual lo había perdido todo, y lo tenía por basura, para ganar a Cristo (Filipenses 3:8). Ojalá que, como la sulamita, nuestro corazón sea llenado del amor del Amado por nosotros y de nuestro amor por él. “Mi amado es mío, y yo suya”. “Yo soy de mi amado, y mi amado es mío”. “Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento” (Cantares 2:16; 6:3; 7:10). Si es así, no tendremos más que un deseo: seguirle y glorificarle: “Atráeme; en pos de ti correremos” (1:4). Entonces el mundo no tendrá ningún atractivo para nosotros y, como verdaderos discípulos de Cristo, pondremos en práctica el hecho de que no somos del mundo, como él no fue del mundo.
Los frutos
El andar del discípulo fiel se caracteriza por “frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (Filipenses 1:11). El Señor Jesús dijo: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos (Juan 15:8). También a este respecto los discípulos imitarán a su Maestro, porque ¿quién llevó “mucho fruto”, para gloria de Dios, sino el Hombre perfecto?
Las Escrituras mencionan dos frutos particulares en relación con la condición de discípulo de Cristo: la obediencia a la Palabra y el amor fraternal. Pero es evidente que todo discípulo tiene en el corazón llevar “fruto en toda buena obra” (Colosenses 1:10).
La obediencia a la Palabra: “Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:31-32). Para los discípulos de Cristo no sólo se trata de creer en su Palabra, sino de “permanecer” en ella, es decir, de ponerla en práctica, de manera de seguir el ejemplo de Cristo y de manifestar sus caracteres.
En una palabra —como ya lo hemos considerado—, es necesario que el discípulo sea “como su maestro”, de manera que Cristo sea visto en él, prueba de que Cristo es su vida. “La Palabra de Cristo more en abundancia en vosotros” (Colosenses 3:16). Cristo —siendo él mismo la verdad (Juan 14:6)— nos trajo “la gracia y la verdad” (1:17), es decir, la revelación completa del pensamiento de Dios con respecto a todas las cosas. Para nosotros esta revelación se encuentra en la Palabra divina y, en la medida que permanezcamos en ella y que ella ordene nuestros caminos, seremos discípulos de Cristo. Fuera de este camino, todo es voluntad propia y desobediencia. Por eso es importante que todo creyente deseoso de ser un verdadero discípulo de Cristo aquí abajo, siga el ejemplo de David, quien declaraba: “En mi corazón he guardado tus dichos (tu Palabra), para no pecar contra ti” (Salmo 119:11). Si la Palabra está realmente “en nuestros corazones” y “en abundancia” (Colosenses 3:16), no dejará de llevar sus frutos en nuestra vida. “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (Santiago 1:22).
Así conoceremos la verdad, la que nos hará libres de todo lo que no sea conforme al pensamiento de Dios. Tal es la verdadera libertad a la que hemos sido llamados en Cristo. “En la libertad con que Cristo nos hizo libres” (Gálatas 5:1) de la ley, del pecado, del juicio y del viejo hombre. Conviene subrayar el vínculo que el Señor establece entre estos cuatro hechos: permanecer en su Palabra, ser realmente su discípulo, conocer la verdad, y ser libre en virtud de ella. Sin una perseverante obediencia a la Palabra, nadie podría ser discípulo de Cristo, y solamente el verdadero discípulo conoce la verdad y goza de la libertad en Cristo.
El segundo fruto mencionado en la Palabra con respecto a la condición de discípulo es, como hemos dicho, el amor fraternal. “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35). También en esto el discípulo habrá de imitar al Maestro: “Como yo os he amado, que también os améis unos a otros (v. 34). Jesús, durante su ministerio, dio numerosas y conmovedoras muestras de amor a los suyos. En el momento de dejarlos, los exhorta a manifestar el mismo amor los unos con los otros. Si manifestamos el amor de Jesús en nuestras relaciones mutuas, demostraremos que somos sus discípulos. Este amor fraternal —que es fruto del Espíritu— da un testimonio más elocuente que las palabras a la realidad de la vida divina en nosotros. “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte... Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1 Juan 3:14, 18). “Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor” (4:7-8; véase también v. 11, 20 y 21).
Quiera el Señor obrar con poder por su Palabra y por su Espíritu en los corazones de sus redimidos, para que tomen más conciencia de sus derechos sobre ellos y vengan a ser realmente sus discípulos, para gozo de su corazón y para gloria de su nombre. No temamos a las dificultades ni a las pruebas que son la porción de todo discípulo fiel, sino encomendémonos a Dios que es “poderoso... para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra” (2 Corintios 9:8).