Permaneced en mí

Juan 15:4

En los capítulos 14 a 16 del evangelio según Juan oímos al Señor Jesús, a solas con sus discípulos, despedirse, reconfortarlos y dirigirles sus últimas recomendaciones. Varias veces insiste sobre la gran necesidad de permanecer en él, porque de esto va a resultar la bendición para ellos.

“Permaneced en mí —les dice— y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer... Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho” (15:4-7).

El apóstol Juan, el “discípulo a quien Jesús amaba” (Juan 21:7), habiendo oído estas palabras de adiós de la boca del Señor, comprendió la importancia de ellas. En su epístola leemos: “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo”. “Y ahora, hijitos, permaneced en él, para que cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados”. “Todo aquel que permanece en él, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido” (1 Juan 2:6, 28; 3:6).

Ya que estos versículos nos hablan de bendiciones de las cuales gozaremos si permanecemos en Cristo, haríamos bien en examinar detenidamente lo que significa esta condición planteada por el Señor: “Permaneced en mí”. Esta expresión implica, lo comprendemos, un andar muy junto a Cristo y una estrecha intimidad con él, situaciones en las que el alma encuentra sus delicias al gustar de todas sus perfecciones morales.

Permanecer en Cristo supone un corazón en comunión con él, un corazón que se place en confiarse a él y aprender de él. Es vivir bajo el influjo de su presencia, experimentada por la fe. Si un creyente muy piadoso estuviera de visita en nuestro hogar, su presencia ¿no tendría una influencia positiva sobre cada uno de los miembros de la familia? Probablemente pondríamos más cuidado que de costumbre en lo que diríamos y haríamos. Si la presencia de un “hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras” (Santiago 5:17) puede tener tal efecto, con mayor razón lo tendría si a cada instante tuviéramos más conciencia de que Jesús mismo está presente con nosotros. Seguramente recordamos con vergüenza haber pronunciado en tal o cual ocasión palabras duras e inconvenientes bajo la influencia del orgullo o de los celos. Preguntémonos qué habría sucedido si el Señor hubiese estado de una manera visible con nosotros. Reconozcamos que muchas palabras jamás habrían sido pronunciadas. Ellas lo fueron porque estaba ausente la fe en su omnipresencia y en su majestad.

¡Cuán bueno es recordar siempre que el Señor, aunque invisible a nuestros ojos, oye, ve y conoce todo! El salmista lo sabía, por lo cual plantea la cuestión: “El que hizo el oído, ¿no oirá? El que formó el ojo, ¿no verá?... Jehová conoce los pensamientos de los hombres” (Salmo 94:9-11). Seamos, pues, conscientes de que él escucha lo que decimos, ve lo que hacemos, sabe lo que pensamos. Nuestra vida estará entonces bajo el bendito influjo de su presencia y nosotros permaneceremos en él.

¿Cuáles son las bendiciones que expresamente se nos ha prometido si permanecemos en él?

1. Llevaremos fruto

Si permanecemos en Cristo llevaremos fruto. En Juan 15 este hecho es señalado de una manera negativa y de una manera positiva para mostrarnos su gran importancia. Nos es dicho primero que no podemos llevar fruto si no permanecemos en Cristo. Luego, que llevaremos mucho fruto si permanecemos en él y él en nosotros. Gálatas 5:22-23 nos enseña que “el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”. Estas preciosas cualidades describen de hecho la belleza moral de Cristo. Así aprendemos que los frutos que llevan aquellos que permanecen en Cristo consisten en reproducir en la vida personal los mismos caracteres de él.

En este pasaje de Gálatas 5, el fruto no es el servicio ni el ejercicio de un don, por importantes que éstos sean en sí mismos. Los dones no son compartidos igualitariamente, mientras que todos —jóvenes y adultos— tenemos la posibilidad de expresar en nuestras vidas algunos rasgos de la belleza moral de Cristo. La manifestación —por débil que sea— de los caracteres de Cristo, sube como un fruto hacia el Padre y se extiende como testimonio en el mundo. Por ello somos dejados en este mundo de tinieblas morales, a fin de ser luces que manifiesten algo de la belleza de Jesús. Esto únicamente es posible cuando permanecemos en él. Para manifestar los caracteres de Cristo no es suficiente tratar de parecérsele. El secreto para ser “transformados de gloria en gloria en la misma imagen” moral del Señor (2 Corintios 3:18), es procurar su presencia y someternos a su influencia al permanecer en él.

Si ver pudiera de tu ternura
Todo el reflejo ¡oh Salvador!
Mi alma inundada de tu dulzura
Sabría amarte con más fervor.

2. Nuestras oraciones serán satisfechas

“Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho” (Juan 15:7). Por medio de esta promesa, el Señor nos enseña cuál es la condición para que nuestras oraciones sean satisfechas. Bajo el bendito influjo de su presencia, nuestros pensamientos y sentimientos son formados por sus pensamientos y sus sentimientos, y entonces nuestras oraciones se corresponden con su mente. Si oramos estando en tal estado, obtendremos respuesta a nuestras oraciones.

3. Nuestro andar será conforme a su pensamiento

El apóstol Juan nos dice en su epístola que el hecho de permanecer en él nos conduce a andar como él anduvo (1 Juan 2:6). ¿Cómo anduvo Jesús? Leemos que él dijo: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió” (Juan 4:34). Al hablar del Padre, el Señor podía declarar: “Yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:29). El creyente encuentra en Cristo el perfecto objeto y el perfecto modelo para su andar. Pablo exhorta también a los creyentes de Éfeso, diciéndoles: “Andad en amor, como también Cristo nos amó” (Efesios 5:2).

Podemos decir que uno de los constantes caracteres del Señor Jesús en su vida era la total ausencia de voluntad propia. Él hacía la voluntad del Padre y servía a los demás con amor. No podremos imitarlo sino en la medida en que permanezcamos en él. ¡Cuán bueno es hacer como María: quedar a sus pies y escuchar sus palabras! Así, bajo la influencia del recuerdo de su camino, de la contemplación de cada uno de sus pasos, de la atención prestada a sus palabras de amor y de gracia, de la visión de su mano extendida para bendecir, somos transformados a su imagen y permanecemos en Cristo y Cristo en nosotros.

Podemos conocer perfectamente las doctrinas del cristianismo, guardar con fidelidad las grandes verdades de nuestra fe y, sin embargo, como alguien lo expresaba: «Ningún conocimiento —por justo que sea—, ninguna inteligencia —por lúcida que sea— jamás podrán imprimir en nuestra alma la huella del espíritu del Señor Jesucristo». Si queremos llevar esta marca, nos es necesario vivir en su compañía y andar con él. Cada uno es más o menos formado por aquellos con los cuales vive; el carácter de alguien a quien frecuentamos tenderá a ser el carácter que reflejaremos. Si queremos asemejarnos a Cristo y andar como él anduvo, debemos permanecer en Cristo y andar con él.

4. Lo esperaremos con fervor

El apóstol Juan nos enseña también que, si permanecemos en Cristo, nuestro andar será tal que nuestros conductores no se verán cubiertos de vergüenza cuando él venga (1 Juan 2:28). Y seguramente ocurrirá lo mismo con nosotros. En nuestro andar, en nuestros caminos, en nuestras palabras y nuestras maneras de actuar a menudo hay cosas aceptadas normalmente por los hombres y hasta por el pueblo de Dios, porque las examinamos y juzgamos ligeramente, según las normas humanas. Sin embargo, si formuláramos un juicio sobre nosotros mismos, sobre nuestras palabras y nuestras sendas a la luz de la gloria que será manifestada en la venida de Cristo, ¿no tendríamos muchas cosas que condenar y confesar con vergüenza, las que están por debajo del nivel de la gloria que vendrá?

Andamos bajo el juicio de nosotros mismos en la medida en que permanecemos en Cristo y sometidos al influjo de su presencia y, consecuentemente, seremos preservados de todo lo que podría ser para nuestra vergüenza a su venida.

5. Seremos preservados del pecado

El apóstol Juan recuerda que “todo aquel que permanece en él, no peca” (1 Juan 3:6). Los versículos precedentes explican lo que el Espíritu de Dios entiende por pecado, pues leemos en el versículo 4: “el pecado es infracción de la ley”. Dicho de otro modo, el principio mismo del pecado es hacer su propia voluntad sin tener en cuenta a Dios o al hombre. El mundo que nos rodea está marcado por la iniquidad, ya que cada uno hace lo que le place. Por eso, a pesar de la civilización, la educación y las leyes, la organización del mundo se disgrega; las naciones, la sociedad y la familia se desintegran más y más. Donde quiera que prevalezca el espíritu de la iniquidad (vida sin ley, sin sujeción, sin freno), se produce la ruina en el mundo. Pero los creyentes también están en peligro de ser alcanzados por el espíritu del mundo que los rodea. Puede suceder que, por falta de vigilancia, los mismos principios de iniquidad lleven a disensiones y divisiones en medio del pueblo de Dios.

Si en una escuela los alumnos tuviesen libertad para hacer lo que quisieran, resultaría el más grande desorden. Si cada miembro de una familia siguiera su propia voluntad, esta familia se vería desmembrada, y si cada individuo de un grupo de creyentes hace su propia voluntad, también se producirá un desorden. El espíritu de iniquidad, en cualquier esfera, concluye en la desintegración. Tengamos cuidado, porque, cuanto más grande es la sinceridad de aquellos que siguen su propia voluntad, mayor mal causarán. No existe más grande causa de división en el pueblo de Dios que la propia voluntad de un hombre sincero.

¿Cómo podemos entonces escapar del maléfico principio de la iniquidad y la obstinación de la propia voluntad? Únicamente si permanecemos en Cristo, si nos mantenemos bajo la influencia de aquel que podía decir: “He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 6:38).

Conclusión

He aquí entonces los benditos resultados que la Escritura nos señala cuando permanecemos en Cristo:

  • nuestras vidas llevarán fruto: algo de la excelencia de Cristo;
  • nuestras oraciones recibirán una respuesta;
  • nuestro camino reflejará algo de la belleza de Su andar;
  • nuestros caminos serán compatibles con la gloria venidera;
  • nuestro andar será preservado del pecado, cuyo origen diabólico es la causa profunda de la ruina del hombre y de los terribles sufrimientos que se padecen en el mundo.

Cuán importante es estar atentos a las palabras del Señor: “Permaneced en mí... porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:4-5).

Podemos ser dotados, tener celo, poseer muchos conocimientos y una larga experiencia cristiana y, sin embargo, no podemos hacer nada fuera de Cristo. El don, el conocimiento, el celo no dan ningún poder, no nos hacen capaces de dominar la carne, de rechazar al mundo o de escapar a las trampas del diablo. Sin Cristo tropezamos en la más pequeña prueba y caemos en los más grandes pecados.

Ya que no podemos hacer nada fuera de Cristo, esmerémonos en permanecer en él momento tras momento.

Que de ti nada pueda separarme
Y si de nuevo, Señor Jesús,
En mi flaqueza, vuelvo a desviarme,
Haz que muy pronto torne a tu luz.