La remisión de los pecados no es otra cosa que el perdón de los pecados. Esta expresión, en el Nuevo Testamento, se refiere casi siempre al perdón de Dios, “el cual será amplio en perdonar” (Isaías 55:7).
¿Cómo Dios, que es santo, puede otorgar su perdón al hombre pecador? Lo puede hacer en virtud de su gracia, del Hijo de su amor y de la sangre vertida en la cruz del Calvario.
- En virtud de su gracia: “El amado Hijo suyo, en quien tenemos redención por medio de su sangre, la remisión de nuestros pecados, según las riquezas de su gracia” (Efesios 1: 6-7, V.M.).
- En virtud “del Hijo de su amor; en quien tenemos la redención por medio de su sangre, la remisión de nuestros pecados” (Colosenses 1:13-14, V.M.).
- En virtud de la sangre de su cruz: “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). El Señor Jesús dijo a sus discípulos cuando instituyó la Cena: “Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mateo 26:28).
¿De que manera, por otra parte, puede obtenerse la remisión (o perdón) de los pecados? Por la fe y el arrepentimiento.
- Por la fe: “De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hechos 10:43).
- Por el arrepentimiento: “Bautizaba Juan en el desierto, y predicaba el bautismo de arrepentimiento para perdón de pecados” (Marc 1:4). Zacarías, su padre, había bendecido al Altísimo, profetizando que Juan iría un día delante del Señor “para preparar sus caminos, para dar conocimiento de salvación a su pueblo, para perdón de sus pecados, por la entrañable misericordia de nuestro Dios” (Lucas 1:76-78).
Más tarde el apóstol Pedro, después de la venida del Espíritu Santo a la tierra, conjuró y exhortó al pueblo: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para perdón de los pecados” (Hechos 2:38). Dice aun ante el concilio: “A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados” (Hechos 5:31).
En su apología ante el rey Agripa, el apóstol Pablo recuerda que él ha sido enviado al pueblo y a las naciones “para que reciban, por la fe que es en mí (Jesucristo), perdón de pecados... y que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento” (Hechos 26:18-20).
El Señor Jesús, el día de la resurrección, después de la primera reunión alrededor de él, envió a sus discípulos para que cumpliesen el servicio que les había sido confiado. Luego sopló en ellos, diciendo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos” (Juan 20:22-23). Les comunicó una nueva vida, la vida del Espíritu. Desde entonces, los que la poseen tienen la capacidad de discernir quién tiene la vida de Dios. Pueden afirmarle al creyente que sus pecados le han sido remitidos, perdonados, y certificar, a aquel que no tiene la fe, que sus pecados no le son perdonados, sino que le son retenidos.
El testimonio del Espíritu Santo, por último, da al alma absoluta certeza en cuanto a la remisión de sus pecados: “Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones. Pues donde hay remisión de éstos, no hay más ofrenda por el pecado” (Hebreos 10:17-18). El sacrificio de Cristo, que quita el pecado para siempre de delante de los ojos de Dios, ha sido ofrecido. Es perfecto y no hay ninguna razón para ofrecer otro. La remisión de los pecados es definitiva.