Los Salmos 120, 121 y 122 están íntimamente relacionados y constituyen un solo tema. En el Salmo 120 tenemos una corta pero solemne descripción del mundo en el que vivimos. Es un mundo de labios mentirosos y lengua engañosa. Es un pobre mundo que va hacia un juicio prefigurado aquí por brasas de enebro y agudas saetas de valiente. Sabemos que el Hombre, a quien el mundo rechazó y puso al nivel de inicuos, va a venir para traspasar a sus enemigos y ponerlos como horno de fuego en su presencia, cuando, en su ira, los deshará y los consumirá con fuego (Salmo 21:9). Un mundo tan entenebrecido como “las tiendas de Cedar” y que, a pesar de toda su miseria, no quiere saber nada del mensaje de paz que se le dirige desde hace casi dos mil años.
Ojalá podamos sentir más plenamente que en este mundo somos extranjeros, ciudadanos del cielo, peregrinos que pronto van a dejar estos lugares de corrupción. En tal medio no podemos esperar ningún socorro de parte del hombre, pero nuestro glorioso privilegio es poder mirar a lo alto, de donde viene nuestro socorro. Allí vemos al Dios fuerte que hizo los cielos y la tierra y que quiere velar por nosotros, guardar nuestra alma y protegernos de todo mal. En Él hay fidelidad, vigilancia y poder; día y noche estamos bajo su protección; ése es el tema del Salmo 121.
Podemos observar que estos salmos son los cánticos graduales en los que el Espíritu Santo nos conduce cada vez más alto y eleva nuestras almas cada vez más cerca de Dios. Tenemos entonces, en el Salmo 120, el mundo en el cual estamos; en el 121, el Dios que nos guarda mientras estamos en este mundo; y, en el 122, lo que puede regocijarnos: “Yo me alegré con los que me decían: A la casa de Jehová iremos” (v. 1). Es evidente que los salmos están relacionados con el pueblo de Israel, pero Dios es siempre el mismo. La fe, en todas las épocas, sabe beneficiarse con lo que Dios es y con las bendiciones que él ha puesto a disposición de los que confían en él, y ella goza al hacerlo. Estos salmos, como todas las Escrituras, se escribieron para nuestra enseñanza (Romanos 15:4). Israel iba al templo que estaba en Jerusalén para adorar. Allí Jehová había puesto su nombre y allí subirá Israel nuevamente cuando haya vuelto al país que Él le dio. Nosotros encontramos esta presencia de Dios en la Iglesia, la Casa del Dios viviente (1 Timoteo 3:15). ¿Hay en la tierra un gozo más grande que el de poder encontrarnos, con aquellos por quienes Cristo murió, en el lugar en que hallamos su presencia? Eso es el cielo en la tierra.
“Nuestros pies estuvieron dentro de tus puertas, oh Jerusalén” (Salmo 122:2)
Vamos a entrar en los lugares celestiales, allí donde Cristo entró como nuestro precursor; pero, mientras aguardamos, poseemos la gracia inefable de poder entrar en el Lugar Santísimo por el camino nuevo y vivo que nos fue abierto a través del velo. Conocemos mejor que el rey David las delicias del santuario y la gloria de Aquel que vive allí. Él podía hablar de Jehová, mientras que nosotros conocemos al Padre; él podía hablar de la fidelidad de su Dios, en tanto que nosotros podemos hablar de su amor.
“Jerusalén, que se ha edificado como una ciudad que está bien unida entre sí” (v. 3)
Hasta ahora esta unidad ha sido realizada en Israel en cortos períodos. Han transcurrido siglos en los que el pueblo viene estando dividido y disperso lejos de su tierra. A pesar de ello, la fe de los fieles siempre ha contemplado esta unidad en su hermosura, y eso aun en los días más tenebrosos de la historia del pueblo de Israel. Tenemos un hermoso ejemplo de ello, citado muy a menudo, en las doce piedras del altar de Elías (1 Reyes 18:31). Tenemos otro ejemplo en las palabras del apóstol Pablo cuando habla de las “doce tribus sirviendo constantemente a Dios de día y de noche” (Hechos 26:7). Y, sin embargo, la nación acababa de dar muerte a su Mesías y Jerusalén iba a ser destruida y hollada por los gentiles. De la misma manera hoy, en medio de la ruina de la Iglesia, podemos, con corazones que adoran, cantar:
La unidad de tu Iglesia, Señor,
Es objeto de todos tus anhelos;
Por ella te entregaste con inmenso amor
Y la deseas junto a ti en los cielos.
¿Vemos a la Iglesia realmente así? ¿La contemplamos tal como es a los ojos de Dios, tal como es en sus consejos eternos, tal como Cristo se la presentará pronto? (véase Efesios 5:27). Él la introducirá en la Casa del Padre, reluciente de luz y reflejando su propia hermosura. La locura de los suyos, la maldad del mundo, el poder del adversario no pueden cambiar en nada aquellos propósitos.
A las puertas mismas del Hades nada puede anular lo que Dios predeterminó antes que el mundo fuese. Parece incluso que la ruina de los tiempos presentes hace brillar aun más estas verdades preciosas y les da más realce a los ojos de la fe. Dios ve a la Iglesia en su gloriosa hermosura y en su unidad perfecta; nuestro precioso privilegio es poder elevarnos a la altura de sus propios pensamientos y realizarlos, particularmente cuando estamos reunidos en su santuario. Queridos redimidos del Señor, cuando estamos en su presencia, todos los pensamientos de los hombres ¿no deben ceder su lugar en nuestros corazones a los pensamientos de Dios?
“Y allá subieron las tribus, las tribus de JAH, conforme al testimonio dado a Israel, para alabar el nombre de Jehová” (v. 4)
Aun cuando sean dos o tres los reunidos alrededor del Señor (véase Mateo 18:20), es posible anticipar el glorioso momento en que todos los redimidos del Señor estarán reunidos alrededor de él, nuestro bendito y eterno centro de reunión. Él dijo: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré” (Salmo 22:22; Hebreos 2:12). El escaso número de los que así se reúnen el primer día de la semana no altera en absoluto esta preciosa verdad, y el único pan que está sobre la mesa la recuerda a los corazones de todos los que están allí: “Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo” (1 Corintios 10:17). La fe contempla esta unidad, la goza y espera realizarla en gloria dentro de poco tiempo. Anticipamos ese momento, pues ya vemos a todos los que participan del sacrificio de Cristo, a quienes amamos, y los abrazamos en nuestros corazones cuando partimos ese único pan. Damos así testimonio de la parte gloriosa que a ellos también les corresponde, pero que quizá ignoren.
Las doce tribus de Israel pronto subirán a Jerusalén con maravillosa unidad para celebrar el nombre de Jehová con gozo, reunidas bajo el glorioso cetro de Cristo; pero sabemos que, previamente, toda la Iglesia estará reunida alrededor del Cordero que fue inmolado. No faltará ni un redimido y todos juntos le darán gloria para siempre. Nuestra fe ya les contempla en esta gloriosa congregación.
“Porque allá están las sillas del juicio, los tronos de la casa de David” (v. 5)
Cuando el Señor Jesús se acercó a los discípulos que se habían reunido en el monte al cual él les había ordenado que fuesen, les dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mateo 28:18). Aquí abajo ¿quiénes son los que le obedecen? y ¿dónde encontrar, en la tierra, un lugar en el cual su autoridad sea plenamente reconocida? Es una pregunta muy solemne para todos los que aman al Señor. Necesariamente, los que le obedecen deben reunirse. El Señor no podría ordenar a unos una cosa y a otros otra. ¿Lo hemos comprendido y aceptado? Nuestro motivo para reunirnos ¿está basado sobre un principio de obediencia al Señor, de modo que el corazón de cada uno se sienta a gusto ante Aquel que es el Señor, quien tiene toda autoridad en su Iglesia? Esto sólo puede ocurrir cuando se obedece su Palabra.
“Pedid la paz de Jerusalén” (v. 6)
En verdad nuestros privilegios son grandes, inestimables. Si supiéramos apreciarlos en su verdadero valor ¡qué grande sería nuestro gozo! El rey David, menos privilegiado que nosotros, se alegró cuando le decían: “A la casa de Jehová iremos” (Salmo 122:1). El gozo debe provocar en nosotros un celo santo e impulsarnos a decir, como David en otro salmo: “Una cosa he demandado a Jehová, ésta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su templo” (Salmo 27:4). Pero, para gozar de nuestros privilegios, hay una condición absoluta: es preciso que la paz reine en la Iglesia. De ahí esta exhortación: “Pedid la paz de Jerusalén” (Salmo 122:6). Sin paz, no hay gozo ni bendición; al contrario, hay confusión y dolor. Ojalá podamos estar profundamente compenetrados de la necesidad de esa paz. Pidamos la paz en la Asamblea, busquémosla; vale la pena, porque el salmo sigue así:
“Sean prosperados los que te aman” (v. 6)
¿No bendecirá Cristo a los que aman a su Iglesia, esta Iglesia tan cara a su corazón? Seguramente no olvidará nada de lo que hagamos por ella; Él hará prosperar nuestras almas.
“Sea la paz dentro de tus muros, y el descanso dentro de tus palacios” (v. 7)
El lugar de la morada de Dios es un recinto sagrado. Por todos lados debe ser guardado del mal por la muralla de la santificación. Si de alguna manera entra allí lo que es incompatible con la santidad de Dios, la paz ya no es posible. Es necesaria, entonces, una santa vigilancia para que el mal doctrinal y moral estén siempre excluidos de ese recinto. Los tiempos son peligrosos y el enemigo redobla sus esfuerzos; pidamos que la paz y la prosperidad sean mantenidos en la Iglesia.
“Por amor de mis hermanos y mis compañeros diré yo: La paz sea contigo” (v. 8)
En este versículo encontramos dos clases de personas a causa de las cuales debemos buscar la paz.
Primeramente los hermanos. Son todos los redimidos del Señor, dondequiera se encuentren. Debemos amarlos y, si pensamos en su bien, desearemos la paz en la Iglesia. Viendo la bendición, ellos serán atraídos. Si, al contrario, hay división y perturbación, se sentirán rechazados y entonces ¡qué pérdida resultará como consecuencia para ellos y para nosotros!
Además de los hermanos están, en segundo lugar, los compañeros: son los que caminan con nosotros, en la misma unidad de pensamientos. Debemos pensar en su bien, pedir la paz para que podamos seguir caminando juntos en el terreno de la verdad. Al realizar la paz, la bendición será derramada con abundancia sobre los unos y los otros. Por fin, un último motivo para pedir la paz y la bendición:
“Por amor a la casa de Jehová nuestro Dios buscaré tu bien” (v. 9)
Si el cielo nos es caro, pues allí entró nuestro Señor y será introducida toda la multitud de los redimidos, la reunión alrededor de él en la tierra necesariamente nos será preciosa, porque en ella encontramos la presencia de nuestro Señor y allí él bendice a los suyos. La reunión es como el reflejo del cielo en la tierra; allí vemos a nuestro Señor y a todos aquellos por los cuales él murió. Cuando todos juntos estemos reunidos en las moradas eternas, ¿cuál será la parte de los que hayan amado a la Asamblea durante el tiempo en que ella haya llevado el oprobio de su Señor? Cuánto debemos desear que nos sea otorgada la gracia de amar a la Iglesia, de buscar su paz y su bien.