“Sométase toda persona a las autoridades superiores;
porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas.”
(Romanos 13:1)
El gobierno humano tiene su origen en la autoridad que Dios confirió a Noé. Antes del diluvio no había en la tierra administración de la justicia propiamente dicha. Adán había recibido un señorío o dominio muy amplio, pero no el poder sobre la vida. “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre” (Génesis 1:26-28). Ninguna autoridad había sido delegada al hombre, ni siquiera para privar de la vida al animal más inferior. Por eso, el asesinato de Abel por parte de su hermano no atrajo la venganza de los hombres sobre el culpable, aunque la conciencia de Caín le hizo temer la retribución de parte de “cualquiera” que lo hallara. La sangre de Abel clamaba desde la tierra a Jehová, quien puso una señal en Caín, “para que no lo matase cualquiera que le hallara” (Génesis 4:15).
Un largo período de maldad sin freno siguió; y finalmente Noé, pregonero de justicia (2 Pedro 2:5), fue levantado para advertir a los impíos durante ciento veinte años, luego de los cuales Dios barrió la corrupción y la violencia de esta raza con las aguas del diluvio.
Establecimiento del gobierno civil
Después de esta catástrofe, Dios confió algo nuevo al hombre. El señorío sobre todo ser viviente que Dios le dio a Adán, fue confirmado a Noé y a sus hijos, pero además les dio un encargo totalmente nuevo. Todo lo que se mueve y tiene vida, al igual que la hierba verde, les servirá de alimento, a excepción de la sangre de ellos. “Porque ciertamente demandaré la sangre de vuestras vidas; de mano de todo animal la demandaré, y de mano del hombre; de mano del varón su hermano demandaré la vida del hombre. El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre. Mas vosotros fructificad y multiplicaos…” (Génesis 9:5-7). Noé y sus hijos son ahora hechos responsables de la vida de sus semejantes. Evidentemente, el mundo fue entonces puesto bajo nuevas condiciones, las cuales, sustancialmente, continúan hoy y perdurarán hasta que los caminos de Dios, nuevos y todavía futuros, hayan de cambiar la faz de todas las cosas, como se puede deducir de 2 Pedro 3 y de otros pasajes. El principio, pues, del mandato divino dado a Noé y a sus hijos, permanece verdadero y obligatorio hasta que el día del Señor venga.
Pero ¿cuál es la característica principal de este mandato? Claramente es la espada que Dios puso en las manos del hombre, es decir, se le encomienda el poder de la vida y de la muerte. El edicto del autor de toda vida es: “El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada” (Génesis 9:6).
Tal es la verdadera fuente y base del gobierno civil. Este no es el resultado de un contrato social, ni se ha desarrollado gradualmente a través de las relaciones de familia, ni tampoco tiene su origen en una usurpación hecha por un hombre o por una clase de hombres. Dios le dio existencia y, por consecuencia, el gobierno civil jamás dejará de depender de Su autoridad, independientemente de que el hombre lo reconozca o no.
La parte más destacada de este mandato, es la responsabilidad del hombre de castigar con la pena de muerte a aquel “que derramare sangre de hombre”. Dios demanda la muerte del homicida, basándose en el hecho de que Él hizo al hombre a suimagen. Pero si bien la razón de este castigo sumario reservado al homicida existía desde Adán en adelante, el poder de su ejercicio no fue delegado al hombre sino solo después que Noé atravesó el diluvio.
La noción de que el gobierno civil es, de alguna manera y en cierto grado, un derecho inherente al hombre, no tiene, pues, ningún fundamento. Es un derecho de Dios, que, después del diluvio, quiso confiar al hombre. Y aquellos que están investidos de esta autoridad, tienen la obligación de ejercerla, en sujeción a Dios, siendo responsables de rendirle cuentas de su justo ejercicio (Salmo 82).
Es muy fácil decir que Dios ha revocado o anulado este mandato que le dio a Noé y su familia. Pero pregunto: ¿cómo, dónde y cuándo? Y en vano esperamos el menor rastro de prueba.
Las promesas a Abraham
Sin duda, Dios reveló otros pensamientos y otras esperanzas a la fe de Abraham y a su simiente, pero sin tocar lo que concernía a su pacto con Noé. Con los patriarcas, Dios estableció una nueva relación: un pacto de gracia y de promesas (Romanos 4; Gálatas 3), que de ninguna manera estaba en conflicto con el pacto anterior firmado, sellado y entregado, por así decirlo, a Noé y a sus hijos.
El pacto noéico era un pacto entre Dios y la tierra en general; el de Abraham, un pacto especial entre Dios y su propio pueblo. Por el primero, la maldad del mundo estaba contenida; por el otro, los patriarcas anduvieron como extranjeros en el país que se les había prometido a ellos y a su simiente como heredad perpetua.
Los términos del primer pacto (el de Noé) amenazaban, cuando era necesario, con la muerte judicial la violencia humana; los del segundo, llevaban a los hombres que abrazaban sus esperanzas, a volverse peregrinos en la tierra bajo la conducción de un conocido y Todopoderoso Amigo. El gobierno civil actuaba y operaba en su propia esfera, abarcando a todas las familias de la tierra. El llamamiento de Abraham y de su simiente tenía su propio y particular dominio, más reducido en su extensión. Pero no había confusión entre los dos, y menos aún contradicción.
Gobierno nacional
Es cierto que una vez que la nación de Israel fue liberada de Egipto, el principio del gobierno —que fue primero encomendado a Noé—, y el del llamamiento de Dios, —manifestado primeramente en Abraham—, se vieron combinados. Respecto de este pueblo elegido, apartado de todas las naciones como Su testigo contra la idolatría, Dios desarrolló sus caminos como un Gobernante. Pero, lamentablemente, en Sinaí, en vez de confesar sus pecados, y de basarse en las promesas absolutas hechas a sus padres, los hijos de Israel aceptaron las condiciones de su propia obediencia a la ley de Dios (Éxodo 19).
El resultado histórico fue la ruina de la nación en todas las diversas circunstancias en las cuales fue puesta: la ley violada incluso antes de que fuese traída del monte, Dios mismo rechazado, el fracaso del pueblo bajo los sacerdotes, bajo los profetas, bajo los reyes, “hasta… que no hubo ya remedio” (2 Crónicas 36:16), y Dios finalmente los entregó en manos de sus enemigos gentiles para que fuesen sus siervos.
Pero durante su existencia nacional en Canaán, nadie puede pretender que Dios haya relevado a los israelitas de la responsabilidad que tenían de castigar con la muerte al homicida.
Los tiempos de los gentiles
Cuando el pueblo escogido perdió su carácter nacional, durante la cautividad en Babilonia, Dios separó el principio del gobierno terrenal de aquel de su llamamiento, al transferir el primero a los gentiles. Como consecuencia, aparecieron sucesivamente los cuatro grandes imperios del mundo, tal como lo habían predicho y atestiguado Daniel y otros autores inspirados.
El último de estos cuatro imperios gentiles de la profecía —el Imperio Romano— poseía el poder cuando nuestro Señor nació y murió. Dios entonces comenzó a llamar y a reunir a su Iglesia, de entre los judíos y los gentiles, para ser un solo cuerpo aquí abajo, pero sin un estatuto nacional como el que le había dado a la simiente de Abraham.
Y está claro y es cierto, desde los Hechos de los Apóstoles y el resto del Nuevo Testamento, que la Iglesia jamás interfirió en nada con el gobierno del mundo que Dios había puesto desde el principio en manos de magistrados.
Los cristianos tuvieron, sin duda, que soportar la acusación de “trastornar el mundo entero” (Hechos 17:6), y de actuar contrariamente a los decretos de César; pero estas acusaciones eran falsas. El reino de Cristo no es de este mundo. Desde el principio los creyentes conocieron ese carácter del reino, y obraron consecuentemente. Ellos recordaban las propias palabras del Señor: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:16), y aguardaban su regreso de los cielos, con la certeza de que si sufrían, también reinarían con Él cuando viniese en su reino celestial (2 Timoteo 2:12).
Los que pertenecían a la Iglesia de Dios, jamás resistieron por la fuerza a las autoridades civiles, y en sus enseñanzas buscaron mantener, y no debilitar, esta función de las autoridades de administrar la justicia que Dios les había asignado desde antaño. Justo reconocimiento, respeto y sujeción debían ser rendidos a todos aquellos que detentaban este oficio, y ellos lo rendían como era debido.
Por esta causa, el apóstol Pablo escribió a los creyentes de Roma, la ciudad imperial de entonces: “Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos. Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres, pues, no temer la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; porque es servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo. Por lo cual es necesario estarle sujetos, no solamente por razón del castigo, sino también por causa de la conciencia” (Romanos 13:1-5). El emperador que reinaba era un pagano y perseguidor; pero está claro que la hostilidad del poder supremo no afectó la obligación cristiana. El lenguaje del Espíritu Santo es bastante amplio en sus términos para silenciar cualquier contienda, fundada en la forma en que ejerce la autoridad el que la detenta. La Palabra inspirada dice: “No hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas” (Romanos 13:1). ¿Se puede concebir algo más explícito en cuanto a su autoridad, por un lado, y más comprensible en su forma, por otro? ¿Qué puede ser más opuesto a toda forma de movimiento revolucionario?
Esta exhortación apostólica era excelente y oportuna; escrita en el oportuno momento y en el lugar adecuado. Porque los judíos bajo el Imperio eran revoltosos, y los cristianos eran muy mal vistos por las autoridades. Parece probable que a ciertos creyentes en Roma, no librados aún de sus antiguas asociaciones judaicas, les resultaba difícil reconocer y respetar como dadas por Dios, a las autoridades a quienes veían sumidas en la degradación espiritual y moral del paganismo.
Bajo tales circunstancias, uno habría podido suponer a priori que si Dios no había transferido el poder del gobierno del mundo a la Iglesia, Él habría tenido que revocar ese poder que había confiado a los gentiles. Pero no; la puerta está cerrada a toda excusa de insubordinación. Las autoridades existentes “por Dios han sido establecidas”, y así se dirige la Palabra de Dios a todos aquellos que están oprimidos por leyes injustas.
Sujeción del cristiano a las autoridades; sus límites
La forma particular del gobierno establecido no es de esencial importancia para la responsabilidad del cristiano. Ya sea despótico o constitucional, aristocrático o democrático, monárquico o republicano; ya sea pagano o islámico, católico o protestante en cuanto a su profesión religiosa, el principio o la regla de obediencia permanece intacto en lo que respecta a los hombres y la tierra.
El cristiano, por este precepto, tiene la obligación de rendir obediencia y honor al poder gobernante, sin importar su cualidad y el país. Y este mismo deber de obediencia se aplica también a todas las autoridades subordinadas.
El único límite impuesto a la sujeción a “las autoridades” existentes, lo constituye el hecho de que el cristiano debe obediencia absoluta a Dios. Por eso, cuando la obediencia a un gobierno terrenal implica desobediencia a Dios —cosa rara felizmente—, apenas precisa decirse que el cristiano debe “obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29).
Pero si se diera el caso de que el cristiano se viera obligado a no obedecer a las autoridades, él, aun así, no debe resistirlas. Resistir a la autoridad, es resistir a lo establecido por Dios (Romanos 13:2). La alternativa para el cristiano que no puede obedecer un mandamiento humano que implicaría la desobediencia a la voluntad de Dios, es soportar, no resistir.
Pero en general permanece cierto el hecho de que para aquel que hace el bien, el magistrado, bajo el gobierno que fuere, es “servidor de Dios para tu bien”. Pablo decía eso al pensar en el poder arbitrario e idólatra que dominaba entonces el mundo. Pero, por otro lado, “si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada” (Romanos 13:4).
Vemos, pues, al apóstol, mucho tiempo después que Cristo fue extensamente predicado entre los gentiles, instar a los creyentes de Roma a someterse a las autoridades existentes (13:1), a dar “a César lo que es de César” (Mateo 22:21).
Naturalmente que si César hubiese buscado corromper la fe, o destruir la adoración de la Iglesia de Dios; si Nerón hubiese ordenado a los creyentes cristianos negar al Señor, ya positivamente como Nabucodonosor, ya negativamente como Darío, el deber de los cristianos habría sido claro y simple. Ellos no solamente no debían protestar, sino que debían padecer “por causa de la justicia” (véase 1 Pedro 3:14). En todos los casos, no debían dar a César lo que es de Dios.
Pero si el Estado les demandaba un servicio, por más penoso y desagradable que fuese, el cristianismo les enseñaba a someterse a él, siempre que no se tratara de algo positivamente pecaminoso. Insultados y perseguidos, ellos debían orar por los reyes y por todas las autoridades “para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad”, dice el apóstol en 1 Timoteo 2:2.
Supongamos, sin embargo, que en lugar de hacer lo bueno y de recibir alabanza de la autoridad, un hombre haga lo malo. ¿Qué sucede entonces? “Teme; porque no en vano lleva la espada” (Romanos 13:3-4). Seguramente que si aquel que detenta el poder no hiciera uso de la espada, en vano la lleva. Bien podría también, no llevarla en absoluto; porque una amenaza inofensiva o vana es una muestra de debilidad, que lleva al menosprecio público a quien detenta la autoridad. Pero el apóstol Pablo no prevé tal abandono de su deber de parte de un magistrado, sino que advierte a los que podrían estar dispuestos a lo malo, que es servidor de Dios, “vengador para castigar al que hace lo malo” (v. 4).
Confirmación del mandato dado a Noé
La fuerza de todo el pasaje de Romanos 13 es tan clara como la luz del mediodía. Demuestra que la autoridad de la espada delegada a Noé y a sus hijos como representantes del gobierno en la tierra, no ha sido más anulada o neutralizada por la gracia de la revelación cristiana, que por la justicia de la ley de Moisés.
Confirma que el cristiano está obligado a respetar la espada de la justicia civil, independientemente de las manos que la empuñen. Aun si el magistrado fuese un incrédulo, si hubiese deshonrado su oficio al escuchar la voluntad del pueblo en vez de atender la voz de Dios como fuente de su autoridad, el cristiano no está menos obligado por ello a reconocer en él la autoridad de Dios, y de respetarle como servidor de Dios en las cosas del mundo, es decir, en las cosas de César.
Es un peligroso error, pues, suponer que el cristianismo priva a un gobierno de su autoridad de castigar con la espada a aquellos que hacen el mal. Como lo vimos, Pablo, en la era cristiana, reconoce plenamente ese poder como algo que continúa existiendo, y describe a aquel que lo detenta como autorizado por Dios para vengar el mal.
Hablar de gracia, corrección, etc. como el único o principal objetivo cuando un hombre viola ley y es acusado de homicidio, por ejemplo, genera una confusión absoluta. Porque si bien la gracia constituye la idea central del plan de Dios para salvar a los pecadores mediante la cruz, la justicia es y debe ser el fundamento de todo gobierno terrenal, judío o gentil.
Sin duda, en el Evangelio, Dios puede justificar y, de hecho, justifica —no solo perdona, sino que justifica— al primero de los pecadores mediante la redención que es en Cristo Jesús. Pero de allí a concluir que un gobernante de este mundo debería actuar conforme a este principio hacia los criminales, es, a mi juicio, simplemente despreciar tanto la revelación como la razón.
El Sermón del monte
Algunos ven en este aspecto del gobierno una dificultad a causa de Mateo 5:38-39 y de otros textos similares: “Pero yo os digo: No resistáis al que es malo…”. Esta dificultad se debe a la falta de comprensión del sentido de estos pasajes; pues ningún creyente siquiera insinuaría que una parte de la Palabra de Dios contradice otra.
Como lo hemos visto, Romanos 13 enseña claramente que quien detenta el poder debe ser reconocido como uno que no lleva la espada en vano; como vengador para castigar al que hace lo malo; en una palabra, como servidor de Dios en las cosas de la tierra, así como Pablo y Apolos eran servidores de Dios en las cosas celestiales (1 Corintios 3:5).
Este capítulo de Romanos pone formalmente al creyente en una posición de sujeción a las autoridades existentes, afirma la autoridad que Dios les ha conferido y, finalmente, hace que para el creyente sea no solo una cuestión de castigo, sino también de conciencia.
El discurso de Mateo 5 corre en una dirección totalmente diferente, pero está totalmente de acuerdo con la enseñanza del apóstol. El Señor instruye aquí a sus discípulos en su camino individual como aquellos que Lo siguen, y no en su relación con los gobernantes y reyes. Él les enseña que su vocación es andar en la gracia, activa o pasivamente. Esta línea de conducta es puesta en contraste con la de los judíos, que eran llamados a actuar siguiendo la justicia de la ley. El Sermón del monte está en relación con la vida privada y la conducta de los discípulos de Cristo, y no con los deberes públicos de las autoridades oficiales, con los cuales ellos no tienen nada que ver. Sería absurdo aplicar este pasaje a un gobierno o a un tribunal del mundo. Si se aplicara de esta manera, resultaría que los magistrados deberían tratar con dulzura y recompensar al culpable que compareciera ante ellos, en vez de castigarlo. Pero todo está claro en la Escritura si sabemos distinguir las cosas que difieren.
Conclusión
1 Pedro 2 enlaza y refuerza muy estrechamente ambas verdades. Por un lado, en los versículos 13 y 14 somos exhortados a someternos por causa del Señor “a toda institución humana, ya sea al rey, como a superior, ya a los gobernadores, como por él enviados para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen bien”. Por otro lado, se nos dice que “esto merece aprobación, si alguno a causa de la conciencia delante de Dios sufre molestias padeciendo injustamente. Pues ¿qué gloria es, si pecando sois abofeteados, y lo soportáis? Mas si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios” (v. 19-20). Estos últimos versículos tienen una fuerte correlación con Mateo 5, mientras que los primeros (v. 13-14) guardan un estrecho paralelismo con Romanos 13. Ellos enseñan verdades diferentes pero armoniosas. Y este es un momento en que debemos recordar los unos a los otros “que se sujeten a los gobernantes y autoridades, que obedezcan, que estén dispuestos a toda buena obra. Que a nadie difamen, que no sean pendencieros, sino amables, mostrando toda mansedumbre para con todos los hombres” (Tito 3:1-2), pues no faltan aquellos que “siguiendo la carne, andan en concupiscencia e inmundicia, y desprecian el señorío. Atrevidos y contumaces, no temen decir mal de las potestades superiores” (2 Pedro 2:10).
¡Que el Señor guarde a los suyos en la senda de la obediencia!