Todo verdadero creyente ama al Señor. Hablando de él a creyentes, el apóstol Pedro dice: “a quien amáis sin haberle visto” (1 Pedro 1:8). En presencia del fariseo que lo había invitado a comer con él, el Señor puede decir de la mujer que besaba sus pies: “Amó mucho” (Lucas 7:47). La Escritura reconoce este amor, y el Señor lo aprecia. Además, el amor por el Señor trae consigo la promesa de muchas bendiciones, en particular un cumplimiento especial de la presencia del Señor y de su Padre: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él”; y “el que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Juan 14:21, 23).
Sin embargo, las Escrituras reconocen que el amor por el Señor puede existir de maneras muy diferentes en distintos discípulos en diferentes ocasiones. El amor de María de Betania, que ungió al Señor con perfume de gran precio, sin duda era mayor que el de los discípulos indignados, que dicen: “¿Para qué este desperdicio?” (Mateo 26:8). El amor de María Magdalena, que lloró junto al sepulcro vacío, superó, en esta ocasión, el amor de los discípulos que habían vuelto a los suyos (Juan 20:10-11).
Nuestro amor puede crecer y disminuir. Bajo la presión de las dificultades, el amor de algunos “se enfriará” (Mateo 24:12). Ante las seducciones del mundo, el amor puede disminuir, como en el caso del creyente de quien el apóstol Pablo dijo: “Demas me ha desamparado, amando este mundo” (2 Timoteo 4:10).
Entonces, aunque nuestro amor por el Señor es muy valioso para Su corazón, y debemos procurarlo y mantenerlo con el mayor cuidado, está claro que no podemos confiar en un amor que está tan expuesto al cambio. El único amor en el que podemos descansar es el amor que no conoce cambios —el amor que permanece— el amor de Cristo por los suyos.