En el último capítulo de su evangelio, Lucas nos relata algunos eventos del día de la resurrección de Cristo. Entre los múltiples detalles que da, nos detendremos en tres cuya enseñanza es útil para ayudarnos y animarnos en el camino de la fe. Primero recordemos los grandes trazos de este capítulo.
Muy de mañana, el primer día de la semana, algunas mujeres —que Lucas nombra expresamente (v. 10)— vienen al sepulcro. Lo encuentran vacío, lo que las perturba profundamente. Se les aparecen dos ángeles y les dicen el glorioso mensaje: “No está aquí, sino que ha resucitado” (v. 6). Entonces, vuelven a los discípulos y les cuentan lo que vieron. Al principio no les creen. Sin embargo, Pedro va al sepulcro y ve solo los lienzos con que habían envuelto el cuerpo del Señor. Se vuelve a su casa, maravillado (v. 12).
A la tarde de ese mismo día, dos discípulos profundamente desanimados y abatidos se van a un pueblo llamado Emaús (v. 13). Mientras están de camino, un hombre se acerca y camina con ellos. Es Jesús mismo, pero sus ojos están velados y no lo reconocen. Lucas describe detalladamente su conversación. El Señor reconforta sus corazones y hasta los hace arder. Luego, en su casa donde lo hacen entrar, lo reconocen como Jesús resucitado, pero Él se hace invisible (v. 31). Entonces vuelven a Jerusalén y dan testimonio delante de los discípulos que encuentran reunidos: “Ha resucitado el Señor verdaderamente”.
Y repentinamente, el Señor se encuentra en medio de ellos (v. 36). Les hace constatar la realidad de su resurrección y les explica que todas esas cosas debían suceder ya que las Escrituras, desde hacía mucho tiempo, lo habían anunciado. Luego, el Señor les confía una nueva misión. En seguida que hayan recibido el Espíritu Santo, deberán ir a predicar a todas las naciones “el arrepentimiento y el perdón de pecados” (v. 47).
Al final del capítulo, Lucas describe la escena conmovedora que tuvo lugar en Betania, cuando el Señor se separa de los suyos y es elevado al cielo, dejando sobre la tierra a los discípulos llenos de gozo.
1) El Señor omnipresente
Volvamos a esos dos discípulos que habían salido de Jerusalén para ir a Emaús. El motivo que los hacía seguir ese camino era la decepción y el desaliento. Como el Señor les dice después, su incredulidad era la causa profunda. Pero en su gracia, Jesús se acerca para caminar con ellos.
Primero busca ganar su confianza ya que es para ellos un desconocido. ¡Qué conmovedor es para nuestros corazones ver cómo Él sabe encontrar las almas en dificultad! Los dos viajeros le cuentan todo lo que recientemente vivieron, y confiesan que su esperanza referente a la liberación de Israel se desvaneció. Entonces el Señor toca el punto necesario para hacerles comprender que la causa de su aflicción hay que buscarla en ellos mismos. Eran “tardos de corazón” para creer todo lo que la Escritura había predicho (v. 25). Seguramente que habían creído algunas cosas de lo que las Escrituras “decían de él” (v. 27). Todos los discípulos estaban convencidos de que Él era el Mesías prometido. Pero el hecho de que Cristo primero debía sufrir y después aparecer en gloria, sus corazones no habían podido comprender; aunque estaba escrito en las Escrituras y Jesús se los había dicho de manera clara varias veces (véase 18:31-34). Es esto que les explica ahora “en todas las Escrituras”.
Llegados a su destino, lo obligan a quedarse con ellos en su casa. “Quédate con nosotros, porque se hace tarde, y el día ya ha declinado” (v. 29). El Señor no puede y no quiere sustraerse a ese deseo. Cuando están juntos a la mesa, toma el pan, bendice, lo parte y les da. Entonces lo reconocen. No es el partimiento del pan tal como podemos hacerlo hoy, cuando estamos reunidos como iglesia a la mesa del Señor. Pero esto lleva nuestros pensamientos a la institución de ese memorial, y es lo que esos dos discípulos sintieron también.
Este relato está lleno de instrucción para nosotros. Primero, es un gran aliento ver que, después de su resurrección, Jesús no solo era el mismo que antes de su muerte, sino también el Maestro siempre paciente y lleno de gracia. Así como invitó a los discípulos a decirle lo que los preocupaba, también lo hace hoy. Conoce nuestro dolor cuando hemos perdido un ser querido. Conoce los problemas que encontramos en nuestra vida profesional y nuestras preocupaciones familiares. También conoce los sufrimientos debidos a las dificultades que surgen en la vida de la iglesia. Abrámosle todo nuestro corazón.
La gran enseñanza que podemos aprender de este relato es la realidad de la presencia constante del Señor en nuestra vida. Tal vez alguien pueda decir: Pero ya no está más personalmente aquí. Es cierto, pero recordemos lo que dijo a sus discípulos cuando les anunciaba que se iba hacia su Padre: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Juan 14:18). El Señor cumplió su promesa y cincuenta días después de su resurrección, envió el Espíritu Santo, este “otro Consolador”, para estar con nosotros para siempre (14:16). Así podemos estar seguros de su presencia constante y aferrarnos a ella. Fue un Señor y Maestro presente y vivo, no solo para sus discípulos después de su resurrección, sino que siempre lo es para todos los hijos de Dios.
2) Andamos por fe, no por vista
Al atardecer del día de la resurrección, el Señor entró en la casa con los dos viajeros para cenar con ellos. Pero sucedió algo inesperado: repentinamente el Señor desapareció de la vista de ellos. “Mas él se desapareció de su vista” (Lucas 24:31). Sin embargo había entrado “a quedarse con ellos” (v. 29). El gozo de tener otra vez al Señor entre ellos ¿fue turbado? ¡No! A pesar de la proximidad de la noche, se vuelven inmediatamente a Jerusalén con corazones aún ardientes, a causa de todo lo que habían oído y visto. Encuentran “a los once reunidos, y a los que estaban con ellos” (v. 33). La noticia de la resurrección del Señor se divulgó rápidamente y era comprensible que los discípulos se reuniesen para compartir todo lo que había sucedido.
El hecho de que el Señor repentinamente se hiciera invisible a los ojos de los discípulos, pone delante de nosotros una verdad importante. Es una ilustración de lo que el apóstol enseña más tarde: “Porque por fe andamos, no por vista” (2 Corintios 5:7). La última noche antes de su muerte, el Señor Jesús había dicho a sus discípulos en el aposento alto: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí” (Juan 14:1). Iba a dejarles para volver al Padre y por esto debían también creer en Él. Iba a ser, como era el Padre, un objeto para su fe. Unas semanas después, cuando el Señor fue elevado al cielo y ocultado “de sus ojos”, comenzó para los discípulos —y para nosotros también— el tiempo en que el Señor Jesús no puede más ser visto, y solo asido por la fe. En el tiempo actual, mientras que el Señor está en el cielo, lo vemos solo con los ojos del corazón. Esperamos el día en que lo veremos con los ojos de nuestro cuerpo glorificado. Entonces “le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2).
3) La fiabilidad de la Palabra divina
En este capítulo, Lucas hace referencia a varias declaraciones del Señor y de las Escrituras. Temprano en la mañana los ángeles recuerdan a las mujeres espantadas: “Acordaos de lo que os habló, cuando aún estaba en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y resucite al tercer día” (v. 6-7). Nadie comprendió estas palabras. En el camino hacia Emaús, cuando “abría las Escrituras” a los dos discípulos, Jesús “les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (v. 27). La noche, cuando el Señor está en medio de sus discípulos reunidos, les recuerda lo que ya les había dicho: “que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos”, y agrega: “Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día” (v. 44, 46).
Por medio de estas palabras, el Señor pone su sello sobre la fiabilidad y autenticidad de la Escritura. No se satisface en convencerlos de la realidad de su resurrección, sino que les hace comprender —y a nosotros también— que tenemos que tener confianza en la Palabra escrita. Es la Palabra de Dios quien sostiene nuestra fe y es el garante de nuestra seguridad eterna. Es también la luz para nuestro camino, especialmente necesaria en los días de tinieblas en lo cuales vivimos hoy.
Alentémonos a amar la Palabra y a honrarla. Considerémosla como un tesoro precioso y pongámosla en práctica. Allí hay una gran bendición reservada para nosotros. “Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido; y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 3:14-15).