Tiempo de callar, y tiempo de hablar

Isaías 53:7

Angustiado él, y afligido, no abrió su boca;
como cordero fue llevado al matadero;
y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca.

(Isaías 53:7)

 

Estas palabras de Isaías son bien conocidas. El profeta inspirado por el Espíritu Santo habla con anticipación del Señor Jesús.

Siempre nos impresionamos cuando consideramos la grandeza moral de nuestro Señor ante la “contradicción de pecadores contra sí mismo” (Hebreos 12:3). Él podía callarse. No significaba que era insensible a esta contradicción, ¡sino todo lo contrario! Lo sintió en lo más profundo de su alma. Pero cuando fue acusado erróneamente, no reclamó nada; “cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2:23).

Ante Poncio Pilato, “el testigo fiel y verdadero” testificó la verdad, haciendo “la buena profesión” de la cual el apóstol Pablo le habla a Timoteo (1 Timoteo 6:13). Pero cuando fue acusado ante este juez injusto, “no le respondió ni una palabra; de tal manera que el gobernador se maravillaba mucho” (Mateo 27:14). A los ojos de los hombres, cuando un acusado calla en lugar de defenderse, es la actitud más miserable. Pero los hombres no hacen intervenir a Dios. Sin embargo, era a Dios a quien el Señor le había confiado su causa con confianza. Había tomado a Dios por su abogado. Por lo tanto, podía callar ante los hombres.

Mientras camina sobre la tierra, el Señor prohíbe expresamente que aquellos a quienes ha sanado hagan público su nombre. Así cumplió lo que dijo el profeta Isaías: “He aquí mi siervo, a quien he escogido; mi Amado, en quien se agrada mi alma; pondré mi Espíritu sobre él, y a los gentiles anunciará juicio. No contenderá, ni voceará, ni nadie oirá en las calles su voz” (Mateo 12:18-19).

Nuestro Señor cumplió fielmente la misión que Dios le había encomendado, sin buscar publicidad. Y nunca se dejó arrastrar a discusiones con sus oponentes. Dos veces lo vemos simplemente desaparecer: cuando los fariseos y saduceos le piden señal del cielo, “dejándolos, se fue”, y cuando están enojados viendo a los muchachos aclamando en el templo y diciendo: “¡Hosanna al Hijo de David!”, “dejándolos, salió fuera de la ciudad” (Mateo 16:4; 21:15-17). También se abstuvo de comentar de alguna manera las noticias del día. Sin embargo, ¿quién podía juzgar mejor que Él lo que estaba bien o mal en Israel?

¡Qué contraste entre las palabras del Señor y las nuestras!

En el monte de la transfiguración, Pedro habló “no sabiendo lo que decía” (Lucas 9:33). El Señor Jesús nunca dijo sino lo que había oído de su Padre y lo expresó de la manera en que el Padre le dijo: “El Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar” (Juan 12:49).

Y cuando callaba, estaba en el mismo espíritu de dependencia. Era con humildad, sin ninguna amargura, todo lo contrario de los fariseos, que callaban en su odio y en el endurecimiento de sus corazones, para no tener que responder a sus preguntas que los avergonzaban (compárese con Marcos 3:4).

Tampoco nuestro Señor tuvo que retirar una palabra inapropiada, como hizo Pablo, por ejemplo, cuando antes del concilio llamó al sumo sacerdote “pared blanqueada”. Por el contrario, el Señor podía advertir a sus adversarios: “Mas yo os digo que de toda palabra ociosa (es decir, vana, estéril) que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (Mateo 12:36-37).

Salomón escribió: “La palabra a su tiempo, ¡cuán buena es!” y “manzana de oro con figuras de plata es la palabra dicha como conviene” (Proverbios 15:23; 25:11). La vida entera del Señor Jesús fue una perfecta ilustración de esto. Él sabía cómo discernir el “tiempo de callar, y tiempo de hablar” (Eclesiastés 3:7).