En esta época en la que todos los esfuerzos tienden hacia las grandes empresas, nosotros cristianos corremos asimismo el peligro de tener iguales aspiraciones. Fácilmente nos acontece que sólo hallamos satisfacción en el desempeño de tareas importantes y nos sentimos descontentos cuando tenemos que cumplir deberes más humildes. Y, sin embargo, la vida está compuesta de cosas pequeñas que no debemos menospreciar.
La cuestión se resume con esta pregunta: «¿Cómo y para quién hago esto? ¿Para mí o para el Señor que me puso donde estoy?». Para Dios no hay nada pequeño ni grande.
Y ¡cuán alentador es pensar que ningún detalle de nuestra vida, ninguna zozobra de nuestro corazón es insignificante para su amor y que ningún obstáculo es invencible para su potencia!
Principalmente en la juventud es cuando se está dispuesto a esperar algo superior de la vida y a descuidar los pequeños deberes, sin reflexionar que la fidelidad en el cumplimiento de las «cosas pequeñas» es, con frecuencia, la preparación para la ejecución de grandes designios. “El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel” (Lucas 16:10).
Según el punto de vista humano, se llama «cosas pequeñas» a aquellas de las cuales no merece la pena hablar. Y, no obstante, la vida, la historia y esencialmente la Palabra nos enseñan que ellas tienen un valor durable, como nos lo prueban los ejemplos siguientes.
En Middelburg (Holanda) los niños de un oculista jugaban con los cristales de los anteojos de su padre. Tuvieron la idea de colocar dos en un tubo y mirar a través del mismo la veleta de la iglesia. Para su asombro, ésta les pareció considerablemente aumentada. Comunicaron este descubrimiento a su padre, quien hizo algunos experimentos y, gracias a esta «pequeña cosa», fueron inventados los instrumentos de óptica que permiten contemplar a gran distancia las maravillas de la creación.
Esta circunstancia recuerda el descubrimiento de la máquina de vapor, debido al escocés James Watt. Niño aún, observó que la tapa de la marmita se levantaba a causa de la presión del vapor. Ya adulto aplicó esta observación infantil a ciertas experiencias que determinaron la invención de la máquina de vapor, lo que no tardó en causar una revolución en muchos aspectos de aquella época.
Es muy conocido resultado que la caída de una manzana provocó en el gran sabio inglés Isaac Newton. Sus reflexiones sobre la fuerza que atrae los cuerpos hacia el centro de la tierra, lo pusieron en la huella de las leyes de la atracción universal.
El rey escocés Robert Bruce, batido repetidas veces por los ingleses, se había refugiado en una cabaña, preso de un profundo desaliento, cuando vio una araña que tendía sus hilos de una viga a otra. Ella hizo seis tentativas para alcanzar su propósito y seis veces fracasó. En el séptimo ensayo logró fijar sus hilos y acabó su tela. La perseverancia de la pequeña trabajadora avergonzó al infeliz rey, quien reunió coraje para llevar de nuevo sus tropas al combate. Salió victorioso y su victoria aseguró la independencia de Escocia.
Pero las «cosas pequeñas» deben tener una especial importancia para los creyentes. Dios se complace en servirse de lo que es poco aparente para glorificar su nombre a los ojos del mundo, según los bellos ejemplos que vemos en la Palabra.
Cuando Moisés recibió en Horeb el mandamiento divino de hacer salir de Egipto al pueblo de Dios, aquél, lleno de temor, de duda y de vacilación, pidió una señal. “¿Qué es eso que tienes en tu mano?” (Éxodo 4:2). ¡Ah!, lo que Moisés tenía en su mano era poca cosa, a la verdad: una vara de la cual se servía para cuidar el rebaño. ¡Qué objeto insignificante! ¿Cómo podía tomarla para comparecer delante de Faraón y transmitirle la orden de Jehová? Y, sin embargo, esa vara llegó a ser el cetro con el cual condujo al pueblo a través del desierto. Con esa vara hirió las aguas del Nilo, el mar y la peña: las aguas se convirtieron en sangre, el mar se hendió y la peña dio agua (Éxodo 7:20; 14:16, 21; 17:5-6). Dios se sirvió de un medio pequeño para cumplir grandes cosas.
Cuando David se presentó para combatir al gigante Goliat solamente tenía su cayado, su honda y su saco pastoril que contenía cinco piedras lisas. Su hermano Eliab lo trató de presuntuoso y orgulloso; Saúl quiso darle armas y el filisteo lo injurió: “¿Soy yo perro, para que vengas a mí con palos?” (1 Samuel 17:43). Según el pensamiento humano, estos hombres tenían razón; pero David contaba con la fuerza de Dios, quien dio la victoria con «esas pequeñas armas» y esta victoria libró a Israel del yugo de los filisteos.
Pero si las «cosas pequeñas» pueden proporcionar el bien, a menudo son también la causa de muchos males. El apóstol Santiago nos habla de un pequeño fuego que enciende grande bosque (Santiago 3:5). Algunas veces esto se realiza textualmente: un fósforo arrojado al descuido puede provocar incendios formidables; pero el apóstol nos habla aquí, en figura, de un pequeño miembro de nuestro cuerpo, la lengua, la que, en efecto, ha sido el motivo de muchas desgracias, de muchas luchas, de muchos odios. Velemos, recordando que Dios nos la dio para que la empleemos en su servicio.
Se cuenta que en el siglo 18 la flota holandesa y una parte de los diques que protegían el país estuvieron en peligro de ser destruidos por el trabajo de un gusano roedor que había traído un navío procedente de las Indias.
El rey Salomón, el sabio entre los sabios, también tuvo que hacer la experiencia del peligro de las cosas pequeñas, ya que exhorta: “Cazadnos las zorras, las zorras pequeñas, que echan a perder las viñas; porque nuestras viñas están en cierne” (Cantar de los Cantares 2:15).
Jóvenes, vosotros también estáis en la flor de la edad, época de la vida en la que más necesario es abandonar los pequeños defectos, las malas costumbres, con el socorro de Dios. Hubo hombres que se tornaron criminales por no haber sabido combatir a tiempo sus bajas inclinaciones.
¡Que el Señor nos dé un ojo simple para ver nuestro camino y nos conceda la gracia de andar fielmente en las grandes y pequeñas cosas para la gloría de su nombre!
“Todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús,
dando gracias a Dios Padre por medio de él…
Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres;
sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia porque a Cristo el Señor servís.”
(Colosenses 3:17, 23-24)