Estos versículos de la epístola a los Romanos tratan un tema que originó problemas muy difíciles en los primeros años de la historia de la Iglesia en la tierra. Los judíos convertidos traían, naturalmente, sus ideas y sus sentimientos a la Iglesia, por ejemplo en materia de alimentos o de bebidas, o en cuanto a los días que tenían por costumbre respetar, o aun en lo tocante a sus costumbres y otras cosas de ese género. Se apoyaban en parte sobre la ley de Dios, pero también sobre la tradición de los ancianos. En todos los casos, estaban profundamente aferrados a sus convicciones. Por el contrario, los creyentes que provenían de las naciones no se sentían supeditados a esas formalidades. Por eso tenían tendencia a estimar que todo no era más que el fruto de una obstinación insensata de parte de sus hermanos de origen judío. De ahí resultaban permanentes fricciones.
En los versículos a que nos referimos, toda esta cuestión es examinada y solucionada con la admirable sencillez de la sabiduría divina. Y este tema conserva toda su actualidad para nosotros. Los problemas que llegaron a agitar e incluso a dividir a los cristianos al principio, hoy parecen haber desaparecido en gran parte. Pero otras cuestiones comparables las han reemplazado. Y si nosotros no observamos las instrucciones contenidas en esos versículos, ello provocará toda clase de males y peligros.
No es nuestra intención estudiar esos versículos uno por uno, sino resumir su enseñanza. Encontramos tres principios, cada uno acompañado por una exhortación práctica.
1. La libertad cristiana
El primer principio se encuentra en el capítulo 14:4. Podríamos llamarlo la libertad cristiana. Todo lo que concierne a nuestra conducta y a un servicio consagrado al Señor no depende de la autoridad de nuestros hermanos, sino de una mucho más eminente: la del Señor. No se trata de saber si nuestro juicio es bueno o malo, sino de que cada uno, mirando con ojo sencillo al Señor, se aplique a hacer lo que está persuadido de que es la voluntad de Él. La exhortación que se desprende es la siguiente: “Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente” (14:5). Dios quiere que cada uno sea ejercitado por aquel dilema. Cada vez que hay un mandamiento explícito en la Palabra, tal ejercicio no es necesario. En ese caso, obedecer simplemente es la única manera de satisfacer a Dios. Pero se presentan muchas situaciones en las cuales el camino correcto no se ve con claridad. Por ejemplo: ¿Tengo la libertad de ir aquí o allá, de participar de esto o aquello, de participar en esta o aquella distracción? Enérgicas y perjudiciales controversias han sido provocadas al plantearse esa clase de preguntas. ¡Que toda discusión cese y cada uno procure discernir de rodillas —en tanto eso dependa de él— la voluntad de su Señor! Cuando hayamos comprendido en su presencia lo que creemos que es su voluntad, hagámosla con la simplicidad de la fe. Ciertamente, debe ser la fe la que nos dirija, y no nuestra propia voluntad. No debemos ir más allá ni quedarnos más acá de nuestra fe, si no nuestra conciencia nos condenará, así como lo muestran los dos últimos versículos del capítulo 14.
2. La responsabilidad individual
Algunos dirán: «Pero hay quienes van a abusar de ese principio de la libertad cristiana». Es indudable. Los versículos 10 a 12 previenen tales abusos introduciendo un segundo principio: el de la responsabilidad individual frente a Dios. Yo no puedo imponer ese principio a mi hermano y, si procuro hacerlo, puede ser que él no preste ninguna atención, pero debe recordar conmigo el Tribunal de Cristo. Cristo murió y resucitó, de forma que domina sobre los muertos y los vivos (v. 9). Desde entonces, sea por vida o por muerte, Él debe dirigir todos nuestros movimientos. Nosotros le rendiremos cuenta de nuestros actos. Un hecho tan solemne debe hablar a cada uno de nuestros corazones, mantenernos atentos a lo que nosotros mismos hacemos. La exhortación vinculada a ese principio se encuentra en el versículo 13: “No nos juzguemos más los unos a los otros”. Es el lado negativo de la exhortación, pero también hay un lado positivo: “Sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano”. Pensemos en el Tribunal de Cristo y, en cuanto a nuestros hermanos, velemos para no hacerlos caer.
Este último punto está expuesto de una manera muy práctica más adelante en este mismo capítulo. El apóstol usa expresiones muy fuertes y habla incluso de la posibilidad de destruir a “aquel por quien Cristo murió” (v. 15). Y añade: “No destruyas la obra de Dios” (v. 20). La soberana obra de Dios no puede ser aniquilada, las verdaderas ovejas del Señor jamás perecerán. Pero en la práctica, alguno puede naufragar. El caso considerado es el de un cristiano proveniente de las naciones, espiritualmente fuerte, sin prejuicio alguno, que hace ostentación de su libertad ante su hermano de origen judío que está firmemente aferrado a la ley y se muestra débil en su fe frente al Evangelio. Este hermano débil es así tentado a hacer cosas que su conciencia le reprochará enseguida amargamente y puede ocurrir que su estado espiritual se oscurezca por todo el resto de su vida.
Si no tenemos cuidado, tanto usted como yo podemos causarle daño a nuestro hermano. Estemos, pues, atentos y mantengamos nuestros ojos fijos en el Tribunal de Cristo.
3. La solidaridad cristiana
Al hablar así, prácticamente hemos anticipado el tercer gran principio de ese pasaje de la Escritura: el de la solidaridad cristiana, como podríamos llamarlo. Está establecido claramente en el versículo 15: “Aquel por quien Cristo murió”. Si Cristo murió verdaderamente por ese débil hermano que es mi hermano, debe serle a Él muy querido. ¿Cómo no lo amaremos tiernamente, incluso aunque a veces se muestre difícil de soportar y hasta torpe? No olvidemos que nosotros también podemos ser compañeros difíciles de soportar y torpes para los demás.
La exhortación del versículo 19 se desprende de ese principio. Como somos hermanos, debemos procurar las cosas que tiendan “a la paz y a la mutua edificación”. Si nos sentimos tentados a transgredir esta enseñanza, hagámonos esta pregunta de Moisés: “Varones, hermanos sois, ¿por qué os maltratáis el uno al otro?” (Hechos 7:26). Desgraciadamente, nuestros pensamientos pueden extraviarse hasta el punto de decir, al ver a un hermano más débil: «Mirad, he aquí uno que vacila. Démosle un empujoncito y veamos si cae». Y, efectivamente, ese pobre amigo cae. Entonces decimos: «Siempre habíamos pensado que terminaría por caer. Ahora veis bien que no sirve para nada y nos lo hemos quitado de encima». Pero cuando estemos ante el Tribunal de Cristo, ¿qué nos dirá Él, quien murió por ese hermano? Si pudiésemos oírlo ahora, nuestros oídos zumbarían. Ante ese Tribunal habrá tanto pérdidas como recompensas.
Subrayemos todavía que todas esas instrucciones se relacionan con circunstancias de la vida individual, de la marcha o del servicio. No debemos hacer entrar en su esfera de aplicación verdades divinas esenciales y perdonar la indiferencia que se manifiesta en cuanto a esas verdades. El versículo 17 eleva nuestros pensamientos a un plano superior: Dios estableció su autoridad y su gobierno sobre los suyos por medio de una relación de amor. Ya no se trata más de detalles sobre el comer o el beber, sino de aspectos de orden moral y espiritual, según el deseo de su voluntad. Si vivimos en orden a una justicia práctica y en paz, con gozo santificado, con el poder del Espíritu Santo, es para gloria de Dios. Estamos bajo su autoridad y su Espíritu nos es dado con ese fin.
Como formamos parte del Reino de Dios, los principios que deben regirnos son, como acabamos de verlo: libertad personal, responsabilidad ante Dios y solidaridad con nuestros hermanos. Sí, estemos atentos para observar estos tres principios. Contribuirán a establecer en nosotros la justicia, la paz y el gozo.
Cristo es nuestro gran ejemplo
El primer párrafo del capítulo 15 resume y completa el estudio de este tema. Los santos que están afirmados en la fe deben soportar las flaquezas de sus hermanos más débiles. En lugar de querer agradarse a sí mismos, deben procurar lo que conviene para el bien espiritual de los demás. La actitud que consiste en decir: «Tengo derecho a obrar así y voy a hacerlo, esto no le concierne a nadie más que a mí, poco importa lo que otros piensen», no es obrar según el pensamiento de Cristo, sino que es exactamente lo que Él jamás hacía. “Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo” (15:3). Los profetas y los evangelistas dan testimonio de ello. Era el único en la tierra que tenía absoluto derecho a satisfacerse a sí mismo. Y, no obstante, vivió enteramente en la dependencia de Dios. Se identificó tan completamente con Él que los vituperios de los que vituperaban a Dios cayeron naturalmente sobre su cabeza (Salmo 69:9).
Él es nuestro gran ejemplo. Tenemos necesidad de contemplar sus glorias morales como las Escrituras nos las hacen conocer. Y así, si lo seguimos, recibiremos la paciencia y el sostén necesarios.
Debemos manifestar, pues, la gracia de Cristo en la conducta del uno para con el otro y actuar de modo que refleje un mismo pensamiento en Cristo Jesús. Para ello tenemos necesidad de la guía de las Escrituras, pero también de todo el poder de Dios. Él es el Dios de la paciencia y de la consolación. Fortalecidos así, llegaremos a ser capaces de glorificarlo juntos.
En lugar de que el débil tenga su espíritu y su boca llenos de críticas en cuanto al fuerte y que el fuerte desprecie al débil (véase 14:3), cada uno estará lleno de alabanzas hacia Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Este conjunto ¿no forma un cuadro de lo más armonioso? Pues bien, por encima de las diferencias que puedan existir, recibámonos el uno al otro con la perfecta felicidad de la comunión cristiana. Así este feliz cuadro podrá ser una realidad para gloria de Dios.