La Palabra de Dios habla sólo de dos símbolos sagrados que el Señor Jesús instituyó: la Cena y el bautismo.
Respecto a la Cena hay tres temas que tenemos que considerar: su institución, su celebración y la doctrina correspondiente.
1. La institución de la Cena
Según el apremiante deseo de nuestro Señor, la Pascua, última de las siete pascuas mencionadas en la Palabra de Dios, había sido celebrada. Durante siglos ella había hablado de una obra que debía cumplirse, mientras que la Cena habla de una obra cumplida. Sus elementos —el pan y la copa— representan respectivamente el cuerpo y la sangre del Señor. Ahora bien; el cuerpo separado de la sangre significa la muerte. Cuando participamos de la Cena recordamos la muerte de Jesús. Ése es el privilegio —y el deber también— de todo creyente: anunciar tal sacrificio hasta que Él venga.
Referente a la copa, nos dice el evangelio según Mateo: “Porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mateo 26:28); es decir, en favor de muchos, en favor de quienquiera que se coloque bajo la eficacia de la sangre vertida por el perdón de sus pecados. En el evangelio según Lucas —el cual pone de relieve la exquisita sensibilidad del corazón humano del Salvador— Jesús se dirige más directamente a sus discípulos: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí... Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lucas 22:19-20).
La Cena, pues, es un memorial, el recuerdo de Jesús mismo, de nuestro Señor, de su muerte, del perdón de nuestros numerosos pecados.
2. La celebración de la Cena
El Espíritu de Dios menciona, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, una reunión celebrada en Troas para el partimiento del pan: “El primer día de la semana” —dice la Palabra— “reunidos los discípulos para partir el pan” (Hechos 20:7).
El apóstol Pablo permanecía en esta región. Hace falta resaltar que la reunión no se debía a su presencia. Se tenía la costumbre —santa costumbre— de reunirse el primer día de la semana. Es el día del Señor, el día en que él resucitó. Por lo tanto, es el día perfectamente indicado para recordar su muerte.
La Troas era una región situada en el noroeste del Asia Menor. De allí se pasaba a Europa, a Macedonia más exactamente. De allí el Evangelio se esparció por Europa.
Se solía celebrar la Cena, pues, en aquellas primeras horas de la era cristiana, el primer día de la semana. Si bien la Palabra de Dios habla a menudo del reposo (sábado, en hebreo), es decir, el último día de la semana, el séptimo, en cambio sólo habla raras veces del primer día, del domingo. Sin embargo, este día es mencionado por lo menos una vez en cada una de las cuatro partes que constituyen el Nuevo Testamento:
- en los evangelios: “Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana... vino Jesús, y puesto en medio, les dijo: Paz a vosotros” (Juan 20:19).
- en los Hechos: “El primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan” (Hechos 20:7).
- en las epístolas: “Cada primer día de la semana cada uno de vosotros ponga aparte algo, según haya prosperado” (1 Corintios 16:2).
- en el Apocalipsis: “Yo estaba en el Espíritu en el día del Señor” (Apocalipsis 1:10).
¿Por qué, pues, respetaremos tal día? Porque es el día del Señor, el día en que se celebra la Cena, cuando se recuerda que él murió, pero también que resucitó.
3. La doctrina de la Cena
Tal enseñanza fue confiada al apóstol Pablo. Está desarrollada en los capítulos 10 y 11 de la primera epístola a los Corintios. En el capítulo 10, la Cena se refiere a una comunión realizada, mientras que en el capítulo 11 se trata de un recuerdo.
En estos dos capítulos, el Espíritu de Dios se dirige a nuestra inteligencia, a nuestro corazón y a nuestra conciencia:
- a nuestra inteligencia, una inteligencia que el creyente posee y que le permite comprender que, al participar de la Cena, tiene comunión con la obra del Señor Jesús, es decir, que todo creyente participa de las bendiciones resultantes de tal obra (1 Corintios 10:16);
- a nuestro corazón, ya que nuestros afectos son despertados al pensar que el Señor, por amor, murió por nosotros (11:24);
- a nuestra conciencia, toda vez que somos exhortados a examinarnos, para que no comamos el pan ni bebamos de la copa indignamente (11:27-29).
En el capítulo 10, para hablar de la comunión el apóstol se vale de la figura de una mesa. La mesa es el lugar al cual se invita a comer a las personas con las cuales deseamos compartir no sólo los alimentos, sino también las cosas espirituales. De igual manera, al sentarnos a la Mesa del Señor realizamos la comunión que tenemos con el Señor en su muerte y los unos con los otros. Con tal motivo, el apóstol menciona primeramente la copa y luego el pan (10:16). La razón es sencilla. Para tener comunión con el Señor y ser un miembro de su cuerpo, es menester que nuestros pecados hayan sido borrados mediante su sangre.
Luego, partiendo del cuerpo de nuestro Señor muerto en la cruz, llegamos a la verdad de su Cuerpo espiritual, el cual está compuesto por todos los que han nacido de nuevo, los que han llegado a ser miembros de tal Cuerpo. El partimiento del pan no tiene únicamente el carácter de un memorial; es también un testimonio rendido acerca de la unidad del Cuerpo de Cristo, según está escrito: “Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (10:17). Allí está la verdad de la comunión entre unos y otros que proclamamos al sentarnos a la Mesa del Señor y que es importante realizar prácticamente. En efecto, ¿cómo podremos participar de la Cena si nuestra comunión se ve interrumpida por pensamientos amargos respecto de un hermano o hermana?
Conviene señalar que, cuando se trata el tema de la Cena, el apóstol habla siempre del Señor y no del Salvador. Es la Cena del Señor, el cuerpo y la sangre del Señor, la copa del Señor, la Mesa del Señor. El Señor es aquel que tiene toda autoridad sobre sus rescatados. Como éstos le deben obediencia y sumisión, sólo celebrarán la Cena según las precisas enseñanzas de la Palabra de Dios.
Finalmente, hay una expresión que debemos subrayar en relación con la copa del Señor. “Es el nuevo pacto en mi sangre”, dice el apóstol (11:25), recordando las palabras pronunciadas por el Señor Jesús. En efecto, un nuevo pacto será establecido en un día futuro “con la casa de Israel y la casa de Judá”, dice la epístola a los Hebreos, basándose en una profecía de Jeremías (Hebreos 8:8, Jeremías 31:31). Este pacto no se celebra con la Iglesia, ya que nunca hubo antiguo pacto con ella. Pero, lo que hay que saber, desde luego, es que las bendiciones que se relacionan con el nuevo pacto ya son disfrutadas por la Iglesia. En Hebreos 8 encontramos cuatro de ellas:
- una obra realizada en el corazón: “Sobre su corazón las escribiré (las leyes)” (Hebreos 8:10);
- una relación directa con Dios: “Y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo” (v. 10);
- un conocimiento personal de Dios: “Porque todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos” (v. 11);
- el perdón de Dios: “Y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades” (v. 12).
Claro está que un cristiano no tiene que esperar los días del milenio para experimentar tales bendiciones. Son suyas desde ahora en virtud de la obra hecha por Cristo en la cruz, obra recibida por la fe. Mediante su sangre derramada, nuestro Señor puso el fundamento firme del nuevo pacto que más adelante establecerá con Israel. Por eso comprendemos que la copa, de la cual participamos cuando celebramos la Cena, sea llamada “el nuevo pacto en mi sangre”.