Nuestro título ha sido extraído del discurso de despedida de Pablo, pronunciado ante los ancianos de Éfeso (Hechos 20). Él nos muestra, de la manera más patente, la íntima relación entre el trabajo de maestro y el de pastor: “Y cómo nada que fuese útil he rehuido de anunciaros y enseñaros, públicamente y por las casas” (v. 20).
Pablo no era solamente apóstol; poseía de manera sorprendente, al mismo tiempo, los dones de evangelista, de pastor y de maestro. Los dos últimos están estrechamente ligados, como lo vemos en Efesios 4:11. Es importante que esta relación sea comprendida y mantenida. El maestro expone la verdad; el pastor la aplica. El maestro ilumina la inteligencia; el pastor considera el estado del corazón. El maestro provee el alimento espiritual y el pastor ve qué uso se hace de él. El maestro se dedica a enseñar la Palabra; el pastor cuida de las almas. La actividad del maestro es sobre todo pública y la del pastor se ejerce principalmente en privado. Cuando estos dos dones se dan en la misma persona, la capacidad de enseñar da un poder moral inmenso al pastor y el don de pastor da una ternura particular a aquel que enseña.
Es importante no confundir al “pastor” con un “anciano” o supervisor (“obispo”) (véase 1 Timoteo 3:1-7 y Tito 1:5-9). Estos dos ministerios son distintos. “Anciano” es un cargo local; “pastor” es un don. No se dice nada de los ancianos en los capítulos 12 y 14 de 1 Corintios, ni en Efesios 4:11-12, aunque en estos pasajes el tema de los dones es exhaustivamente tratado. Debemos distinguir cuidadosamente entre dones y cargos locales. Los ancianos están puestos para conducir y vigilar; los maestros y pastores deben alimentar y edificar. Un anciano puede ser maestro o pastor, pero debe diferenciar su cargo de su don, ya que nunca debe confundírselos.
Sin embargo, el propósito de este artículo no es escribir un tratado sobre el ministerio, ni extenderse sobre las diferencias entre los dones espirituales y los cargos locales, sino simplemente llamar la atención de nuestros lectores sobre la inmensa importancia del don pastoral en la Iglesia de Dios, para incitarles a pedir con sentida necesidad, a la Cabeza de la Iglesia (a Cristo), en oración, que en su gracia dispense este precioso don más abundantemente entre nosotros, porque su gracia es ilimitada para con nosotros. Sus recursos para la vida espiritual no se agotan jamás, pues nuestro Señor Jesucristo ama a su Iglesia y se deleita en alimentar y cuidar amorosamente su Cuerpo y en responder a todas sus necesidades con infinita plenitud.
Hoy se hace sentir la gran necesidad de cuidados pastorales en toda la Iglesia de Dios. Aquellos que saben lo que es el servicio del pastor y que conocen la verdadera condición de la Iglesia, no pueden negarlo. ¡Qué raro es encontrar un verdadero pastor espiritual! Es más fácil tomar este nombre y desempeñar el oficio. En realidad, el verdadero pastorado no es ni un nombre ni un cargo, sino una realidad viviente, un don divino acordado y comunicado por la Cabeza de la Iglesia para asegurar el crecimiento y la bendición de sus miembros. Un verdadero pastor es un hombre que no solamente posee un don espiritual real, sino que también está animado por los mismos afectos del corazón de Cristo hacia cada cordero y cada oveja del rebaño rescatado por su sangre.
Sí, lo repetimos: cada cordero y cada oveja. Un verdadero pastor es un pastor para el mundo entero. Es alguien que tiene un corazón, un mensaje, un ministerio para cada miembro del Cuerpo de Cristo.
No ocurre lo mismo con el anciano. Éste tiene un cargo que ejerce en la asamblea local en la que se le ha confiado esa responsabilidad. Pero el ámbito de actividad del pastor se extiende a toda la Iglesia de Dios, así como el del evangelista abarca el mundo entero. Un pastor es pastor en Buenos Aires, en París o en Sídney; su precioso trabajo se realiza por doquier. El pensamiento de que el servicio pastoral se limita a una cierta congregación en la cual debe asumir las funciones de evangelista, maestro, anciano o supervisor, es un pensamiento completamente ajeno a la enseñanza del Nuevo Testamento.
Lamentablemente ¡cuán pocos pastores verdaderos existen en el pueblo de Dios! ¡Cuán raro es el don de pastor y el corazón de pastor! ¿Dónde encontrar a aquellos que reúnen realmente los dos elementos contenidos en nuestro título: “Públicamente y en las casas”? Es posible que alguien dirija un breve mensaje el domingo o que medite la Palabra un día de la semana, pero ¿cómo se realiza eso: “en las casas”? ¿Dónde están, día tras día, los cuidados diligentes, verdaderos y precisos dispensados a las almas, individualmente? Con frecuencia ocurre que la enseñanza en público entra por un oído y sale por el otro. En cambio, la enseñanza en las casas seguramente será aceptada por el corazón. A veces, una enseñanza en público es mal comprendida y mal aplicada, hasta que, en el curso de la semana, la visita pastoral, llena de gracia, da la justa y verdadera aplicación.
Pero esto no es todo. Hay muchas cosas en la esfera pastoral que el maestro no puede tratar en público. No cabe duda de que la enseñanza en público es muy importante. ¡Si al menos fuera mucho más frecuente! El trabajo del maestro no tiene precio y, cuando es endulzado por el profundo y tierno afecto del pastor, puede responder mucho más profundamente a las diversas necesidades de las almas. El pastor que, lleno de amor, con sentida responsabilidad y con oración, va fielmente de casa en casa, puede alcanzar las profundidades del alma, las angustias del corazón, las más complicadas cuestiones del espíritu y las dificultades de la conciencia. Puede entrar, con la profunda simpatía de un corazón amante, en las mil pequeñas circunstancias y penas del camino. Puede arrodillarse ante el trono de la gracia con aquellos que, probados, tentados, abrumados o acongojados por cualquier pena, pueden desahogar sus corazones y recibir el dulce consuelo del Dios de toda gracia y del Padre de las misericordias.
El maestro, en público, no puede hacer todo esto. Sin duda que, si al mismo tiempo tiene el don de pastor, puede responder por adelantado, en su mensaje público, a la mayor parte de las penas, dificultades e inquietudes de cada alma. Sin embargo, no podrá enfrentarse plenamente con las necesidades individuales. Eso corresponde al santo trabajo del pastor. Nos parece que el pastor es al alma lo que el médico es al cuerpo. Debe discernir los males y los remedios; debe ser capaz de comprender lo que no anda bien; debe advertir el estado espiritual y aplicar el remedio adecuado. Insistiremos una vez más: ¡Cuán poco numerosos son los pastores y cuán diferente es llevar el título y cumplir con el servicio!
Lectores cristianos, os rogamos que os unáis a nosotros en una ferviente oración, plena de fe, para que Dios suscite verdaderos pastores en su Iglesia. Tenemos una profunda necesidad de ello. Las ovejas de Cristo no son alimentadas como debieran serlo ni son cuidadas suficientemente. Estamos tan ocupados con nuestros asuntos que nos falta el tiempo para atender el precioso rebaño de Cristo. ¡Si bien el pueblo de Dios se congrega, hay muy pocas cosas provechosas para sus almas preciosas!
¡Cuántas pausas, largas y vacías, cuántos silencios de pobreza, cuántos himnos y oraciones sin motivación! ¡Cuán poco realizada es la conducción del rebaño a los verdes pastos de las Sagradas Escrituras y a las apacibles aguas del amor divino! Y aun, a todo lo largo de la semana, hay poca vocación pastoral afectuosa, poco de tierna solicitud hacia las almas o el Cuerpo. Parece que no hubiera tiempo para ello y que cada momento fuera absorbido por el trabajo para proveer a nuestras necesidades y a las de nuestras familias. En realidad, esto es, por desgracia, la antigua y triste historia: “todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21). ¡Qué diferente era en tiempos del apóstol! Pablo encontraba tiempo para hacer tiendas y también para enseñar “públicamente y por las casas”. No era solamente el ardiente evangelista que recorría continentes, edificando las iglesias, sino que era también el pastor lleno de amor, la tierna nodriza, el sabio médico espiritual. Tenía un corazón para Cristo, para su Cuerpo —la Iglesia— y para cada miembro de ese cuerpo. Ahí está el real secreto del servicio. Es maravilloso lo que un corazón pleno de amor puede realizar. Si realmente amo a la Iglesia, no puedo sino desear su bendición y su progreso. Debo procurar trabajar por ella según lo que me haya sido confiado.
Ojalá el Señor suscite en su pueblo pastores y maestros según su propio corazón, hombres llenos de su Espíritu y animados por un verdadero amor hacia su Iglesia, hombres competentes y prestos a enseñar “públicamente y por las casas”.