Nos encontramos aquí en un nuevo terreno, el de la resurrección del Señor Jesús. Permaneció con sus discípulos durante cuarenta días después de su resurrección dándoles muchas pruebas de que Él era el que habían conocido, que había sido crucificado, pero que había salido victorioso del sepulcro.
Durante todo el tiempo que pasó con sus discípulos después de su resurrección, grabó en sus corazones la convicción de que era el mismo quien había estado con ellos en la tierra durante tres años y medio antes de entrar en esta vida de resurrección, vida indestructible, la cual también tenemos en Él, aunque todavía estemos en nuestros cuerpos mortales. La redención de nuestros cuerpos vendrá pronto también, pero en cuanto a nuestras almas, ya estamos en el terreno de la resurrección.
En Juan 14, cuando el Señor Jesús estaba a punto de dejar a sus discípulos, sus corazones se turbaron, porque si les faltaba Él, todo les faltaría; y, además, Jesús les había dicho que Pedro lo negaría y que Judas lo traicionaría. ¡No tenemos idea de la tristeza que debe haber llenado sus corazones en esos momentos! Entonces la ternura y el amor del Señor Jesús no pueden dejarlos sin un precioso consuelo. Les da la promesa de su regreso y de la venida del “Consolador”.
Encontramos aún una tercera cosa en Juan 17. El Señor Jesús en su oración al Padre pone a sus discípulos en sus manos paternas, pero eso no solo concierne a los apóstoles: “Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre”, sino a nosotros también: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos” (v. 11, 20). Esta oración del Señor Jesús es, por lo tanto, también para nosotros, ¡y qué preciosa es!
Al comienzo del libro de los Hechos, el Señor Jesús está a punto de dejar a los suyos pero no se separa de ellos sin recordarles las dos primeras promesas de las que acabamos de hablar: el descenso del Espíritu Santo y su próximo regreso.
La mente de los apóstoles todavía estaba inclinada a las cosas terrenales. Solo veían en Jesús a Aquel que establecería su reinado sobre Israel, porque aún no habían recibido el Espíritu Santo. Después de haber bajado del cielo el Espíritu Santo, dirige sus miradas y pensamientos al cielo. Solo en un tiempo futuro aparecerá en gloria el Señor Jesús y luego el remanente lo reconocerá y llorará como se llora por hijo unigénito (Zacarías 12:10).
Vemos en Hechos 1:8 al Señor Jesús que les renueva la promesa de la venida del Espíritu Santo. Hasta entonces, los apóstoles hacían muy bien en pedir esta promesa, era legítimo hacerlo, porque había sido prometido. “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lucas 11:13). “Pero”, dice Jesús, “cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí” (Juan 15:26). Pero después que lo prometido ha sido dado, ¿se requiere todavía pedirlo? Ciertamente no!
La venida del Espíritu Santo tuvo lugar en Hechos capítulo 2, el día de Pentecostés, y él está para siempre con los creyentes (Juan 14:16).
Un hecho importante en nuestro capítulo es la ascensión del Señor Jesús. Ese mismo Jesús que había encontrado a la mujer pecadora en la casa de Simón, que había salvado a la pobre mujer samaritana en el pozo de Sicar, ese mismo Jesús que había estado en la cruz al lado del ladrón, ahora lo vemos resucitado después de haber vencido a Satanás y la muerte. Tenía el mismo corazón, el mismo amor que cuando estaba en medio de sus discípulos antes de su resurrección. Él es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos: ¡en su vida en la tierra, en el cielo, en la presencia del Padre y por la eternidad! ¡Qué precioso es!
Cuando Jesús termina de hablar con sus discípulos, el poder de Dios lo alza al cielo desde donde había descendido para sentarlo a la diestra de la Majestad. Él está allá ahora, coronado de gloria y de honra, no solo como Hijo de Dios, sino también como Hijo del Hombre.
En Lucas 24:50-53, vemos los últimos momentos del Señor con sus discípulos y la forma en que los deja. Bendiciéndolos, se separa de ellos para ser llevado arriba a su Dios y Padre, en una actitud que expresa lo que había en su corazón, en su afecto por ellos. La última visión que tienen de Él es la de un Salvador que los bendice; por lo tanto el efecto producido en sus corazones es adoración y gran gozo. El Señor les había dado la promesa de su regreso y del descenso del Espíritu Santo, y había alzado sus manos para bendecirlos. ¿Cómo reaccionan los discípulos? “Estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios” (v. 53).
En Hechos 2 vemos el fruto de la ascensión del Señor Jesús. Él envía el Espíritu Santo prometido.
Dios no podía sellar con su Espíritu almas manchadas por el pecado, no puede enviar su Espíritu hasta que la obra de la redención sea completa y Cristo sea elevado en gloria. Entonces Dios envía y sella con su Espíritu a los redimidos del Señor, los que habían creído.
Quizá se dirá, el Espíritu Santo que descendió el día de Pentecostés hizo que estas lenguas hablaran y realizó milagros, pero no vemos que sea lo mismo para nosotros hoy. Lea Efesios 1:13-15. El Espíritu Santo actúa primero para atraer almas al Señor y convertirlas, luego viene a sellar a aquellos que han creído y morar en ellos. Primero oímos la Palabra de verdad; no es la palabra de juicio y de condenación, sino “el evangelio de vuestra salvación”, la buena nueva que Jesús nos salvó. Pero no se trata solo de oír el Evangelio de salvación, esta Palabra fiel y digna de ser recibida por todos... también esta escrito, “habiendo creído en él”. Ah! este es el punto importante; si Dios dice que es palabra fiel, debo sellar la verdad de Dios, y creer lo que dice.
¿Qué pasa entonces? Dios pone su sello sobre mí: “Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa”. Este Espíritu de la promesa no solo vino sobre los apóstoles el día de Pentecostés, sino también sobre los efesios (Efesios 1:16). El Espíritu Santo moraba en los creyentes de Éfeso, y es lo mismo para nosotros ahora, Dios pone su sello sobre nosotros. ¿Cuáles son las consecuencias?
El Espíritu Santo es considerado como morando en mi cuerpo, su templo (1 Corintios 6:19). ¿No es solemne saber que somos templo del Espíritu Santo, un lugar santificado por Dios? por eso se dice en Efesios 4:30: “No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”.
Cada vez que actuamos mal, ya sea en pensamiento, palabra o acción, contristamos al Espíritu Santo.
Encontramos otra consecuencia en Romanos 8:15-16: “Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios”.
Por el Espíritu Santo de Dios, el amor de Dios se derrama en nuestros corazones. Nos hace conocer el amor que Dios tiene por nosotros, el amor que ha demostrado al dar a su Hijo. No hay temor en el perfecto amor. Hemos recibido el Espíritu de adopción, por el cual clamamos: Abba Padre; es el Espíritu en los hijos que conocen a su Padre con la certeza de su adopción.
Hay algo más en el don del Espíritu Santo, él es el Consolador que Dios nos dio durante la ausencia de Jesús. Dirige nuestros pensamientos y afectos hacia Él en el cielo. “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad” (Juan 16:13).
Tenemos una guía en medio de toda la agitación de este mundo: La Palabra de Dios. Y tenemos el Espíritu para hacérnosla entender y guiarnos a toda la verdad. “No hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir”. Nos muestra lo que sucederá con este pobre mundo y cuál será nuestra porción: la gloria con Jesús. “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (v. 14). Nos habla de la gloria de Cristo, de lo que es y de lo que está haciendo por nosotros ahora, y dirige nuestros pensamientos hacia Cristo en gloria. Él pone continuamente delante de nuestros ojos la gloria de Cristo. ¿Queremos ser como Cristo en nuestro andar aquí? Por el poder del Espíritu Santo podemos serlo. Tenemos que ser carta de Cristo, conocida y leída por todos los hombres. Esteban era una carta de Cristo y fue transformado en la misma imagen al contemplarlo (Hechos 7:55).
También tenemos una figura de eso en Rebeca. Ella había dicho: “Sí, iré” con este varón, y mientras cruzaba el desierto, Eliezer le hizo conocer a Isaac y todas las riquezas del heredero, de modo que Rebeca ya conocía a Isaac cuando le es presentada. Es lo mismo para nosotros ahora. El Espíritu Santo toma las cosas de Cristo y nos las da a conocer.
Una última cosa: hemos visto al Espíritu Santo morando en nosotros, luego el Espíritu de adopción que nos establece en la posición de hijos delante de nuestro Padre, como el Consolador quien toma las cosas de Cristo para hacérnoslas conocer; y también tenemos el hecho de que el Espíritu Santo nos une a Cristo en el cielo; existe una unión íntima entre este precioso Salvador en la gloria y nosotros. “El que se une al Señor, un espíritu es con él” (1 Corintios 6:17).
Por lo tanto, existe esta unión individual del creyente con Cristo por el Espíritu, y lo maravilloso es que todos los creyentes juntos forman el cuerpo de Cristo por el Espíritu. Hay “un cuerpo, y un Espíritu”, y “somos miembros los unos de los otros” (Efesios 4:4, 25; 1 Corintios 12:20, 27). Pablo ya había vislumbrado esta verdad cuando fue detenido en el camino a Damasco. El poder del Señor Jesús lo había derrotado y le había revelado que al perseguir al más pequeño de los cristianos, estaba persiguiéndolo a Él mismo. ¡Cuán queridos somos para Él, siendo miembros de su cuerpo! ¿Pero dónde está la cabeza de este cuerpo? En el cielo. La cabeza es celestial y ¿podrían los miembros ser de otra naturaleza? No, un cristiano es del cielo porque su cabeza es del cielo. Él está sentado “en los lugares celestiales con Cristo Jesús” y tiene que manifestar la vida de Cristo aquí abajo; es el privilegio precioso de aquel que, por fe, recibió al Señor Jesús. Pero el Espíritu Santo no actúa solo en el individuo, sino también en el cuerpo que es la Iglesia. Recordemos que nuestro precioso Salvador fue llevado arriba al cielo hacia su Padre y que su corazón no ha cambiado. También ha enviado al Espíritu Santo a morar en nosotros; ya no tenemos que pedirlo; pero cuidemos de que el Espíritu Santo no sea contristado por nuestra conducta.
En el disfrute de estas cosas, recordemos que pertenecemos al Señor y que tenemos que andar en esta tierra con él y para él.