La redención es la obra gracias a la cual Dios rescata al hombre pecador, liberándole de un yugo de esclavitud. La liberación del pueblo de Israel del dominio de Faraón y su salida de Egipto representa, en el Antiguo Testamento, la más elocuente imagen de la redención. Se entiende por qué el capítulo 15 del libro del Éxodo, el cual contiene el primer cántico de las Escrituras, haya sido llamado «el cántico de la redención». Cabe hacer notar que Moisés, el instrumento escogido por Dios en aquel tiempo, es llamado por Esteban «el redentor» en el texto original, término traducido por “libertador” en Hechos 7:35.
A continuación, Dios se presentó a menudo a su pueblo como su redentor. Job ya podía decir: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo” (Job 19:25). Más tarde el salmista declara: “Porque en Jehová hay misericordia, y abundante redención con él” (Salmo 130:7). El profeta Isaías, más que cualquier otro, no deja de repetir que Jehová es el redentor de Israel: “Así ha dicho Jehová, Redentor tuyo, el Santo de Israel: Yo soy Jehová Dios tuyo, que te enseña provechosamente, que te encamina por el camino que debes seguir” (Isaías 48:17).
El mismo profeta, hablando del porvenir de Israel, anuncia la venida de un redentor: “Y vendrá el Redentor a Sion, y a los que se volvieren de la iniquidad en Jacob” (59:20). Se les llamará entonces “Pueblo Santo, Redimidos de Jehová” (62:12). El apóstol Pablo, certificando que todo Israel será salvado, recuerda el primero de estos versículos: “Vendrá de Sion el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad” (Romanos 11:26). Un solo redentor, un solo libertador podrá cumplir tal obra en favor del pueblo terrenal de Dios: el Señor Jesús, el Cristo, el Mesías. Entonces se dirá de los hijos de Israel y de los hijos de Judá, oprimidos, cautivos, reprimidos y por fin libertados: “El redentor de ellos es el Fuerte” (Jeremías 50:34).
La obra de la redención es el fundamento mismo de la época actual. Sólo la sangre de Cristo, que fue derramada en la cruz del Calvario, puede rescatar al pecador: “Mediante la redención que es en Cristo Jesús —está escrito— a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre” (Romanos 3:24-25). Nos es dicho en otro lugar: “el Amado, en quien tenemos redención por su sangre” (Efesios 1:6-7); el Hijo amado, “en quien tenemos redención” (Colosenses 1:14); “fuisteis rescatados... con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:18-19).
Tal obra responde al estado del hombre natural, a quien la Palabra de Dios presenta como un esclavo sometido a diversos yugos. Ella le liberta de toda servidumbre: de Satanás, del pecado, de la ley, del mundo, de la muerte: “Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros —está escrito— para redimirnos de toda iniquidad” (Tito 2:13-14).
La Palabra de Dios habla de dos redenciones: la del alma y la del cuerpo. En la actualidad, el creyente es un ser rescatado (o redimido) en cuanto a su alma. La redención de su cuerpo es futura: “Nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando... la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8:23). El Señor Jesucristo —nos es dicho— “nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Corintios 1:30). La redención es citada en último lugar, ya que se trata de la coronación de lo que Cristo es para nosotros, es decir, la redención de nuestros cuerpos mortales. Agreguemos que hemos sido sellados por el Espíritu Santo para aquel día, “para el día de la redención” (Efesios 4:30).
¡Una redención eterna! Es lo que Cristo obtuvo mediante el valor infinito y eternamente eficaz de su sangre. La obra de la redención está definitivamente cumplida: “Pero estando ya presente Cristo... por su propia sangre, entró una vez para siempre en el lugar santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Hebreos 9:11-12). Ésta es la porción eterna de todos los que le pertenecen. «Esta redención no es ni temporal, ni pasajera; es una redención eterna» (J.N. Darby).