El pecado y los pecados

Hacer una distinción entre “el pecado” y “los pecados” no es ciertamente una tarea inútil. Estas dos nociones están obviamente muy relacionadas, pero hay una diferencia importante entre ellas.

Los dos términos aparecen juntos en el versículo: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12).

“El pecado” entró en el mundo en la caída de Adán. Así como el veneno de una serpiente, si entró en el cuerpo de un hombre, fluye por sus venas y produce sus efectos desastrosos, así el pecado —el virus de la serpiente antigua, del diablo— ha impregnado el ser moral del hombre para su ruina. El resultado es que “todos pecaron”. Todos han cometido “pecados” en pensamiento, palabra o acción, ya sean acciones cumplidas o deberes no cumplidos, y son culpables de ellos ante Dios.

“El pecado” es la raíz del mal, “los pecados” son los malos frutos que resultan de ella.

Habiendo establecido esto, vayamos más allá y preguntémonos: ¿Qué es exactamente este “pecado” que entró en el mundo? 1 Juan 3:4 responde a la pregunta. “Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley”, o “practica iniquidad” (versión francesa J.N.D.), es decir que se caracteriza por una marcha sin ley y desenfrenada.

Hay una gran diferencia entre la transgresión y la iniquidad. La transgresión es la violación de un mandamiento claro. No puede haber transgresión donde no hay ley para transgredir. No hubo ley en el mundo desde Adán hasta los días de Moisés; por lo tanto, no hubo transgresión y “no se inculpa de pecado” (Romanos 4:15; 5:13-14). Sin embargo, el pecado estaba presente en todo su horror; y la muerte, su paga, estaba presente.

¿Qué es entonces la iniquidad? Es el rechazo de toda regla, el rechazo de toda restricción divina. Es la afirmación de la voluntad del hombre que desafía la voluntad de Dios. El pecado es exactamente eso.

En lugar de tener dominio propio, el hombre es dominado por la cosa maligna a la que se ha entregado. El pecado domina sobre él y se manifiesta constantemente a través de pecados. Y por desgracia, el pecado ejerce una influencia tan entorpecedora en la conciencia que los pecadores parecen no ser conscientes de su miseria, si la gracia de Dios no interviene en sus corazones.

Cuando la gracia de Dios opera en el alma de un hombre y el Espíritu trabaja con poder vivificante, su primer clamor es el de una necesidad y sufrimiento. Los años pasados aparecen ante él, y las muchas faltas cometidas cargan su conciencia. Sus pecados se convierten en el problema del momento, y su problema no cesa hasta que conoce el valor de la sangre preciosa de Cristo y puede decir: Mis pecados me son perdonados.

Más tarde —y esta es ciertamente la experiencia de la mayoría de los creyentes— aparece la cuestión del pecado. Descubrimos que, aunque nuestros pecados son perdonados, la raíz de donde surge este mal está todavía dentro de nosotros. ¿Qué hay que hacer al respecto? Esta es una gran pregunta.

Ya es algo bueno si discernimos que el pecado es la raíz de nuestras dificultades. Pero algunos cristianos parecen estar demasiado ocupados por los frutos para ocuparse de la raíz.

Hace unos años, un joven creyente se acercó a un cristiano de edad y le dijo que a pesar de todas sus oraciones y esfuerzos, los pecados seguían entrando en su vida. Pecados y más pecados... ¡una gran carga para él!

—           ¿En qué árbol crecen las manzanas? recibió como respuesta.
—           En el manzano, respondió asombrado. La pregunta le pareció ridícula e irrelevante.
—           ¿Y en qué árbol crecen las ciruelas?
—           En el ciruelo. El asombro del joven creció.
—           ¿Y qué árbol produce los pecados? fue la siguiente pregunta.

Después de un silencio, con una sonrisa, el joven arriesgó la respuesta:
—           Quizás en un árbol de pecado.
—           ¡Si, es exactamente eso!

Considere bien esto. Los pecados que nosotros los cristianos debemos deplorar y confesar no son pequeños elementos del mal, extraños a nosotros mismos que fueron introducidos disimuladamente en nuestra vida por el diablo. Su causa es mucho más profunda. Surgen como fruto de lo que está en nosotros. Y el pecado está en nosotros. ¡Que nadie diga lo contrario! La Escritura dice: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1:8).

Y entonces, ¿cuál es el remedio para el pecado? La respuesta está en una palabra: la muerte.

La muerte, o mejor todavía, la transformación que se producirá en nosotros cuando recibamos cuerpos de resurrección, aquellos que vivamos y que habremos quedado hasta la venida del Señor Jesús. Eso será el fin del pecado en lo que nos concierne, de manera absoluta y definitiva. La más pequeña traza de su presencia en nosotros desaparecerá. Cada cristiano goza por adelantado de esto. Pero, ¿miramos todos con gozo hacia atrás, hacia esa hora en la cual la muerte, el gran remedio, vino: la muerte de Jesús?

“Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive” (Romanos 6:10).

Retengamos bien esto. Cristo murió “por” nuestros pecados expiándolos, pagando nuestra deuda. Además “al” pecado murió, y enseñados por el Espíritu, sabemos que somos plantados juntamente con Aquel que ha sido nuestro representante en la cruz. Nuestra fe se apropia de su muerte como siendo la nuestra. También nosotros “hemos muerto al pecado” (v. 2). Así, no podemos seguir viviendo en el pecado. “Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” Nos consideramos pues “muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (v. 11).

Entre Cristo y nosotros hay esta diferencia: el pecado al cual murió, fue una cosa totalmente externa para él. Pues “no hay pecado en él” (1 Juan 3:5). En nosotros no sólo es algo externo, sino también interno. El pecado es el principio dominante del mundo a nuestro alrededor. Y desgraciadamente, es también el principio dominante de nuestra carne en nuestro interior.

Pero hay más que esto. La muerte de Cristo no ha sido solo nuestra muerte al pecado, sino la condenación absoluta del pecado. El apóstol Pablo escribe: “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne” (Romanos 8:3). En la cruz, “el pecado” ha sido manifestado en todo su horror. La iniquidad del hombre alcanzó su colmo. Y en el sacrificio de Cristo, el juicio ha sido llevado. Su condenación ha sido expresada formalmente.

Tomemos nota cuidadosamente de estas distinciones. Los pecados han sido llevados por Cristo y su juicio ha sido ejecutado sobre él. El pecado ha sido puesto en la luz y condenado. En relación con el pecado, hemos muerto en la muerte de Cristo. La cruz fue todo esto y mucho más. ¡Cuán celestes maravillas la caracterizan! Es única e imposible de comprender en su plenitud.

 

Algunas preguntas sobre el tema

Pregunta 1: En Juan 1:29 se habla del “pecado del mundo” y en Romanos 8:3 del “pecado en la carne”. ¿Hay una diferencia entre estos dos? ¿Debemos diferenciarlos de los pecados de un individuo?

La expresión “el pecado del mundo” en Juan 1 es general. El pecado, su raíz y todo lo que resulta, hasta la más pequeña manifestación en el mundo, debe ser quitada por el Cordero de Dios. Su cruz es la base, y él mismo lo hará, como lo anuncia Apocalipsis 19 a 21.

El “pecado en la carne” es algo un poco diferente. El pecado es por supuesto de la misma esencia en donde se encuentre en el universo de Dios, en los demonios o en los hombres. Pero en lo que concierne este mundo, “la carne” (es decir la naturaleza caída de los hijos de Adán) es el vehículo en el cual el pecado reside y opera, produciendo pecados en los individuos en todo lugar.

 

Pregunta 2: Habitualmente hablamos del perdón de los pecados. ¿No podríamos hablar igualmente del perdón del pecado?

¡No! La Escritura no habla así. El perdón de los pecados se encuentra en toda la Biblia, como también el perdón de un pecado. Pero no encontramos jamás el perdón del pecado, de lo que es la raíz de los pecados cometidos.

Una ilustración puede ayudarnos a comprenderlo. Un niño que cansaba seriamente a su mamá por su indisciplina creciente, un día, irritado, pues su hermana se interesaba más en su muñeca que en un hermoso auto estacionado delante de la casa, intenta hacerla mirar por la ventana, empujándole la cabeza contra el vidrio… que se rompe. La cara de la niña tiene serias heridas por las astillas de vidrio y el niño es castigado como lo merece. Al anochecer, el castigo ha tenido el efecto deseado. El niño, en lágrimas, confiesa a sus padres su falta, arrepentido realmente. Viéndolo arrepentido, le perdonan su mala acción. Pero ¿le perdonan su mal carácter que lo impulsó a esa mala acción? Imposible. Sería de alguna manera excusarlo. No pueden sino condenarlo fuertemente. Con amor y firmeza, le muestran cuál es su naturaleza y lo que ella produce. Se esfuerzan para llevarlo a detestar y condenar ese carácter colérico tanto como ellos lo hacen.

“Dios… condenó el pecado en la carne”. No lo excusó ni lo perdonó. Y el Espíritu Santo trabaja en nosotros para llevarnos a condenarlo como Dios lo ha condenado. Es así que podemos conocer la liberación del poder del pecado.

 

Pregunta 3: ¿Cómo conciliar la condenación del pecado en la carne con el hecho de que los creyentes puedan pecar e incluso que lo hagan?

Ninguna conciliación es necesaria. Condenar al pecado no es eliminarlo. La Biblia, que habla de la condena del pecado (Romanos 8:3) habla igualmente del pecado que tenemos en nosotros (1 Juan 1:8). Supone que el creyente puede pecar, y muestra el recurso divino en tal caso (2:1). Nos dice claramente que de hecho pecamos todos: “Todos ofendemos muchas veces” (Santiago 3:2).

Dios ha dejado la carne y el pecado en el creyente, para que, aprendiendo a conocer, por experiencia, su verdadera naturaleza, pueda efectivamente estar de acuerdo con Dios en la condena que tuvo lugar en la cruz. Puede así encontrar su vida y liberación en otro que no sea él mismo. Y en respuesta al clamor “¿Quién me librará…?”, puede decir: “Gracias doy a Dios por Jesucristo Señor nuestro” (Romanos 7:24-25).

 

Pregunta 4: ¿El pecado no es completamente quitado del creyente? 1 Juan 3:9 nos dice: “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado”.

A su muerte, cuando el creyente está “ausente del cuerpo, y presente al Señor” (2 Corintios 5:8), acabó para siempre con el pecado. En la venida del Señor, todos los creyentes recibirán un cuerpo glorificado, sin el menor rastro del pecado. Hasta ese momento, el pecado está presente en nosotros, a pesar de que sea nuestro privilegio ser librados de su poder.

El versículo de 1 Juan citado antes no está en contradicción con los otros pasajes que hemos considerado. Establece simplemente cuál es la naturaleza de aquel que es nacido de Dios. No practica el pecado. La palabra utilizada aquí es “practicar” en vez de «cometer». No está en la naturaleza del creyente pecar. Diciendo esto, el apóstol ve a los creyentes en su nueva naturaleza, como nacidos de Dios, sin preocuparse de características particulares que pueden manifestarse en las circunstancias de la vida.

Imaginemos un hombre caminando con un amigo en la playa de un pueblo de pescadores. Señalando una gran red con sus flotadores de corcho, dice a su compañero: Qué bueno para los pescadores tener un material como el corcho, que no puede hundirse. El otro le responde: Sí puede hundirse. Hace una hora he visto los pescadores subir esta misma red del fondo del mar; las pesas atadas a la red eran demasiado pesadas y la hundieron al fondo.

¿Quién tiene razón? Los dos, pero cada uno tiene un punto de vista diferente. El primero piensa en la propiedad del corcho de forma abstracta; el segundo, al hecho excepcional que se produjo concretamente.

El apóstol Juan expone las cosas de un punto de vista abstracto, y el pecado en un creyente no es ciertamente una cosa normal. Es algo completamente anormal.

 

Pregunta 5: Los creyentes pecan muy a menudo. Esos pecados ¿alteran la regla que Dios ha hecho del pecado y de los pecados, y de la cual el creyente recibe la certeza al inicio de su vida cristiana?

No. La cruz de Cristo es el fundamento sólido sobre el cual se basa la salvación del creyente. Ahí, el pecado fue condenado. Ahí, la propiciación fue hecha, para que el perdón nos sea adquirido cuando creemos. Todo es don de la gracia divina “porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:29), lo que significa que no pueden sufrir un cambio de pensamiento de parte de Dios. Son para siempre.

A pesar de ello, los pecados cometidos luego de la conversión perturban mucho la felicidad del creyente; le quitan el gozo del perdón y de la relación con Dios, hasta que son confesados en el juicio de sí mismo. Gracias al servicio de abogado de Cristo, tenemos el perdón del Padre (1 Juan 1:9; 2:1). A causa de nuestras faltas todos tenemos penosas lecciones que aprender, pero nos son de provecho. Descubrimos de esta manera la verdadera naturaleza de la carne en nosotros. Y aprendemos también que el único medio para evitar responder a los deseos de la carne es “andar en el Espíritu” (Gálatas 5:16).

 

Pregunta 6: El Señor Jesús ¿llevó los pecados de todos al morir en la cruz? ¿No sería la consecuencia lógica del hecho de que él quita el pecado del mundo, según Juan 1:29?

La Escritura presenta las cosas de esta manera:

“Cristo… murió por todos” (2 Corintios 5:14).

“Jesucristo… se dio a sí mismo en rescate por todos” (1 Timoteo 2:5-6).

“Él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:2).

Estos versículos nos muestran el lado de Dios. La obra de Cristo incluye todo en la gran esfera de la intención de la gracia divina. La propiciación no fue hecha solo para los creyentes, sino para todo el mundo.

Cuando consideramos, no solo la intención o el alcance de su obra, sino sus resultados efectivos, las cosas son presentadas de forma diferente. En su alcance más ancho posible y en términos generales, Juan 1:29 se aplica efectivamente, pero no anula el hecho de que el pecado y todos los que le son identificados encontrarán su parte en el lago de fuego.

Si queremos expresarnos de manera precisa, no podríamos decir que Cristo llevó los pecados de todos, pues la Escritura dice: “Quien llevó él mismo nuestros pecados —es decir los de los creyentes— en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24).

Sí, “Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (Hebreos 9:28). ¡Gracias a Dios que nosotros nos hallamos entre estos!