Sufrimientos a causa del pecado y sus consecuencias
El Señor Jesús es el que Isaías anuncia en el capítulo 53: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos. Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores” (v. 3-4). Aquí, no se trata principalmente de sus sufrimientos en la cruz, sino de los que soportó durante su ministerio como siervo de Dios. Él era el Enviado de Dios para Israel y sufrió por el rechazo y la enemistad de ese pueblo. Pero también sufrió, siendo él mismo santo y sin pecado, ante la vista del pecado y todas sus consecuencias. Muchas veces suspiró y lloró en presencia de la enfermedad y la muerte.
En Marcos 1, un leproso vino a Jesús, e hincada la rodilla, le dijo: “Si quieres, puedes limpiarme” (v. 40). Jesús no solo mostró su poder sanador, sino que tuvo “misericordia” (v. 41). Dos veces más en este evangelio lo vemos teniendo “compasión”: en presencia de una multitud “como ovejas que no tenían pastor” (6:34), y antes de alimentar a cuatro mil personas (8:2). En total, la frase “tuvo compasión de ellos” aparece siete veces en el Nuevo Testamento para describir los sentimientos de su corazón (Mateo 9:36; 14:14; 15:32; 20:34; Marcos 6:34; 8:2; Lucas 7:13). También podemos añadir el relato del samaritano en la parábola de Lucas 10 (V.M.). Esta expresión designa la más profunda simpatía; la palabra compasión, en su primer sentido, indica el hecho de compartir los males de los demás. Esta compasión se produjo en Jesús al ver lo que había causado el pecado en los hombres entre los que vivía. No ejerció su divino y benéfico poder con indiferencia, sino sintiendo profundamente la miseria y la angustia de los hombres.
En Marcos 7, lo vemos curando a un sordomudo: “Y levantando los ojos al cielo, gimió, y le dijo: Efata, es decir: Sé abierto” (v. 34). El Siervo de Dios, siempre dependiente, miró al cielo y, ante el poder del pecado y sus consecuencias, gimió. Como Creador todopoderoso efectuó la curación, pero en primer lugar participó personalmente en el sufrimiento que se presentaba por delante de él. Con perfecta compasión, se hizo cargo de los sufrimientos y dolores de su pueblo.
Frente al sepulcro de Lázaro, a quien llamaba “nuestro amigo”, “Jesús... se estremeció en espíritu y se conmovió” (Juan 11:33-38). Y “Jesús lloró” (v. 35). Ponerse directamente frente a la muerte, “la paga del pecado” (Romanos 6:23), no lo dejaba indiferente. Esto le conmovió profundamente, aunque un momento después pasó a demostrar que era el vencedor del pecado y de la muerte.
En la gloria eterna, “ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor”, porque estas son las consecuencias del pecado. E incluso Dios enjugará toda lágrima de los ojos de los suyos (Apocalipsis 21:4). Todo vestigio de nuestros dolores desaparecerá.
En Hebreos 6 se habla de “los poderes del siglo venidero” (v. 5), es decir, del Milenio. Estas palabras nos llevan a concluir que ya en el Milenio no habrá más enfermedades, al menos en lo que respecta al pueblo de Israel. En el Salmo 103, se dice: “Él es quien perdona todas tus iniquidades, él que sana todas tus dolencias” (v. 3). Y este salmo, que habla de la alabanza a Dios, se encuentra en el libro cuarto de los salmos (Salmos 90 al 106), cuyo tema es el reino de Dios durante el Milenio. Mateo 8:16-17 nos dice que el Señor echó fuera a los demonios de los endemoniados y sanó a todos los enfermos, “para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías”, y cita Isaías 53:4. El Señor Jesús sufrió en ese momento las enfermedades y los dolores de los que constituían su pueblo. Esto no sucedió durante su obra en la cruz, sino durante su ministerio. Los discípulos del Señor también realizaron milagros similares en los primeros días de la Iglesia y se denominan “los poderes del siglo venidero” en Hebreos 6:5. En el Milenio tales milagros encontrarán su máximo desarrollo, para bendición de los hombres y para la gloria de Dios.
Aunque él mismo estaba absolutamente libre del pecado y sus consecuencias, el Señor Jesús entró en estas cosas de una manera perfecta. Por lo tanto, fue el “varón de dolores” no solo en la cruz, sino también durante todo su ministerio en la tierra. Mientras operó las curaciones y resurrecciones, hizo suyas las enfermedades y los dolores de los hombres. Al realizar los milagros, experimentó y llevó en su espíritu toda la aflicción producida por el pecado. Sus milagros no solo fueron pruebas de su poder, sino también del amor y la misericordia de Dios. Las enfermedades y los dolores que asumió durante su ministerio eran tanto sufrimientos físicos como morales. Pero no se debe deducir de estas palabras que el Señor Jesús cargó con las enfermedades de todos los creyentes y que, por lo tanto, ya no tenemos que sufrirlas.
Seguir sus pisadas
Los sufrimientos que nuestro Señor recibió de parte de los hombres a causa de su santo andar, rebosante de amor, fueron sufrimientos para la justicia. Como discípulos de Jesús, podemos y debemos compartir estos sufrimientos, aunque nuestra fe y nuestra fuerza a menudo sean muy débiles. Por lo general, conocemos estos padecimientos porque profesamos pertenecer a él. El Señor advirtió a sus discípulos que el mundo, que le había odiado y perseguido, los trataría igual (Juan 15:18-25). Ya en el Sermón del monte, llamó bienaventurados a los que padecen persecución por causa de la justicia y les prometió el reino de los cielos. A sus discípulos que serían vituperados, perseguidos y calumniados por su causa, les dijo: “Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros” (Mateo 5:10-12).
Sufrir — un privilegio
Debemos considerar un privilegio poder participar en los sufrimientos de Cristo, aunque sea de una manera muy imperfecta. ¡Pero qué débiles somos a este respecto! La historia de Pedro lo revela claramente. Este discípulo le había dicho a Jesús que estaba dispuesto a ir con él a la cárcel y a la muerte, pero pocas horas después lo negó (Lucas 22:33, 61). Sin embargo, después de la ascensión del Señor y la venida del Espíritu Santo, el miedo lo abandonó por completo. Valientemente dio testimonio de su Señor. Y en su primera epístola, exhorta a los creyentes a aceptar padecer haciendo el bien. Cristo también nos dejó un modelo en este sentido. “Más si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios, pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2:20-23).
En los primeros días de la Iglesia, los apóstoles en Jerusalén tenían que comparecer ante los principales sacerdotes y los jefes del pueblo, porque anunciaban a Jesús. Después de ser golpeados y luego liberados, salieron de la presencia del concilio “gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre” (Hechos 5:41; compárese con 9:16). En su primer viaje misionero, Pablo y Bernabé exhortaron a los creyentes de Asia Menor a “que permaneciesen en la fe, y diciéndoles: Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (14:22). Pablo escribió a su querido colaborador Timoteo: “También todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12).
Deberíamos tomarnos estas palabras en serio. ¿Por qué sabemos tan poco sobre la persecución? Muchos de nosotros vivimos en países donde la libertad religiosa está protegida por la ley. ¿Pero no estamos expuestos al peligro de adaptarnos a las personas cercanas para evitar al máximo las burlas y el desprecio? Se insta a los hebreos a considerar a Aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que su ánimo no se canse hasta desmayar (Hebreos 12:3).
De hecho, hay una diferencia entre sufrimientos por la justicia y sufrimientos a causa de Cristo. Los primeros son nuestra parte si seguimos los principios de la Palabra de Dios. No son característicos de la época cristiana únicamente. José en Egipto enfrentó tal sufrimiento, al igual que Jeremías, encarcelado por su lealtad. Sufrir por amor a Cristo es nuestra parte si confesamos fielmente el nombre del Señor Jesús o lo defendemos en situaciones difíciles. El mismo Señor ya distingue estos dos ejemplos de sufrimientos (Mateo 5:10-11). Pedro también diferencia entre los sufrimientos que uno padece “haciendo lo bueno” y los que son “por el nombre de Cristo” (1 Pedro 2:20; 3:17; 4:13-14). Un día, Dios responderá con juicio a todos estos padecimientos sufridos por los suyos (2 Tesalonicenses 1:5-6), y otorgará gloria y gozo a quienes los hayan soportado (Romanos 8:17; 1 Pedro 4:13).
El ejemplo de Pablo
Ciertamente hay muy pocos creyentes que en su vida sufrieron tanto para Cristo como el apóstol Pablo. Ya en el momento de su conversión (cuando se llamaba Saulo), el Señor le dijo a Ananías: “Ve, porque instrumento escogido me es éste, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel; porque yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre” (Hechos 9:15-16). Por sus dones naturales, por su preparación y su posición, Saulo podría haber tenido una vida tranquila en sus años de juventud como un apreciado doctor de la ley. Pero este “instrumento escogido” del Señor estimaba todas las cosas que el hombre considera y busca, no como ganancia, sino como pérdida. Incluso tenía todo por “basura” por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, su Señor. Por amor a Él, había perdido todas estas cosas. Su meta era: “a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos”, aunque significara el martirio para él, lo que al final sucedió (Filipenses 3:7-11). Escribiendo a los creyentes en Filipos les dijo: “A vosotros os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él, teniendo el mismo conflicto que habéis visto en mí, y ahora oís que hay en mí” (1:29-30).
A los colosenses Pablo les escribió que se gozaba en lo que padeció por ellos: “Cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia” (Colosenses 1:24). Cuando redactó su epístola, estaba en una cárcel en Roma. Leemos la razón de su cautividad en Hechos 22. En Jerusalén, frente a una multitud de judíos, Pablo contó cómo el glorificado Señor Jesús lo había llamado para ser su siervo. Cuando les declaró que el Señor le dijo que los judíos de Jerusalén no recibirían su testimonio y que lo enviaría lejos a los gentiles, surgió un terrible tumulto, que finalmente llevó a Pablo a su primera cautividad. Pero en lugar de entristecerse por ello, el apóstol se gozaba en lo que padecía por los creyentes de las naciones, de las cuales los colosenses formaban parte. En cierto modo, estaba sufriendo por ellos.
En estos sufrimientos cumplió en su carne las aflicciones por la Iglesia que el Señor Jesús ya había padecido. Las aflicciones de Cristo que aún faltaban por su cuerpo, que es la Iglesia, no eran sus sufrimientos expiatorios. Él se encargó de todos estos por su cuenta y no hay nada que añadir. En este pasaje de la epístola a los Colosenses, se trata de las aflicciones relacionadas con la proclamación de la verdad sobre la Iglesia. El Señor sufrió por la Iglesia misma, y Pablo sufrió a causa de la revelación y la predicación de la doctrina concerniente a ella. Nosotros también, hasta cierto punto, podemos experimentar aflicciones por la Iglesia si nos aferramos firmemente a la verdad que se nos revela. No retrocedamos ante este sufrimiento.