Cristo en la barca

Marcos 4:35-41

Hay un proverbio inglés que dice: «La necesidad imperiosa del hombre es una oportunidad para Dios». Nos gusta repetirlo porque lo creemos; sin embargo, cuando nos vemos en un gran apuro, pocas veces estamos dispuestos a contar únicamente con la oportunidad de Dios. Una cosa es exponer una verdad o escucharla, y otra tomar conciencia del alcance y significado de esa verdad. No es igual hablar del poder de Dios para guardarnos de la tempestad al mismo tiempo que navegamos sobre un mar en reposo, que poner a prueba ese mismo poder cuando se desata el temporal a nuestro alrededor. Sin embargo, Dios sigue siendo el mismo. En la tempestad o en la calma, en la enfermedad o en la salud, en la prueba o en la prosperidad, en la pobreza o en la abundancia, él es “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8); él es la misma verdad con la cual puede contar la fe en cualquier tiempo y circunstancia.

Por desgracia, ¡somos incrédulos!, y esa incredulidad es causa de flaquezas y caídas. Nos hallamos perplejos y agitados cuando deberíamos estar tranquilos y confiados; trabajamos toda la noche echando la red a diestra y siniestra en vez de buscar la dirección de lo alto; en lugar de mirar a Jesús, buscamos ayuda a nuestro alrededor. Y de este modo, salimos perdiendo mucho al mismo tiempo que deshonramos al Señor en nuestros caminos. Pocas faltas habrá, sin duda, por las que debamos humillarnos más que por nuestra tendencia a no confiar en el Señor cuando surgen las dificultades y las pruebas; y ciertamente afligimos su corazón al no confiar en él, pues la desconfianza hiere siempre a un corazón que ama.

Veamos, por ejemplo, la escena entre José y sus hermanos en Génesis 50: “Viendo los hermanos de José que su padre era muerto, dijeron: Quizá nos aborrecerá José, y nos dará el pago de todo el mal que le hicimos. Y enviaron a decir a José: Tu padre mandó antes de su muerte, diciendo: Así diréis a José: Te ruego que perdones ahora la maldad de tus hermanos y su pecado, porque mal te trataron; por tanto, ahora te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre. Y José lloró mientras hablaban” (v. 15-17).

Poca cosa era a cambio de todo el amor y los cuidados que José había prodigado a sus hermanos. ¿Cómo podían pensar que él, que les había perdonado tan graciosa y completamente, que había salvado sus vidas cuando estaban enteramente en sus manos, querría, después de tantos años de bondad, desatar contra ellos su cólera y su venganza? Fue grave el error de parte de ellos, y no es de extrañar que José llorara mientras hablaban. ¿Cuál fue la respuesta a tan infundado temor y terrible sospecha? ¡Lágrimas! ¡Así es el amor! “Y les respondió José: No temáis; ¿acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. Ahora, pues, no tengáis miedo; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos. Así los consoló, y les habló al corazón” (v. 19-21).

Así ocurrió con los discípulos en la ocasión que estamos estudiando. Meditemos un poco los pasajes.

“Aquel día, cuando llegó la noche, les dijo: Pasemos al otro lado. Y despidiendo a la multitud, le tomaron como estaba, en la barca; y había también con él otras barcas. Pero se levantó una gran tempestad de viento, y echaba las olas en la barca, de tal manera que ya se anegaba. Y él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal” (Marcos 4:35-38).

Tenemos aquí una escena interesante a la vez que instructiva. Los pobres discípulos se ven impotentes, sin recursos. Una gran tempestad, la barca llena de agua, el Maestro durmiendo. Era realmente un momento de prueba y, si nos miramos a nosotros mismos, no nos extrañará el miedo y la agitación de los discípulos. De haber estado en su lugar, sin duda habríamos reaccionado igual. Sin embargo, puesto que el relato se escribió para nuestra enseñanza, debemos estudiarlo y tratar de aprender la lección que encierra.

Si consideramos los hechos estando al margen de toda agitación, nada nos parece más absurdo ni más irracional que la incredulidad. En la escena que nos ocupa, la incredulidad de los discípulos no parece razonable. En efecto, ¿acaso podía hundirse la barca que transportaba al propio Hijo de Dios? Y, sin embargo, eso es lo que temían. Sin duda en esos momentos no pensaban que era el Hijo de Dios. Estaban espantados: las olas amenazaban hundir la débil embarcación. Humanamente, estaban perdidos, era una situación desesperada. El corazón incrédulo razona siempre así. Mira las circunstancias y deja a Dios de lado. En cambio, la fe mira a Dios y considera las circunstancias a la luz de la Palabra.

¡Qué diferencia! La fe se goza en la imperiosa necesidad del hombre, simplemente porque ella es una oportunidad para Dios. A la fe le gusta concentrarse en Dios, encontrarse, por así decirlo, sobre ese terreno ajeno al hombre, para que Dios manifieste su gloria: es entonces el momento de traer las “vasijas vacías” para que las llene Dios (véase 2 Reyes 4:3-6). Podemos afirmar que la fe habría permitido a los discípulos dormir junto a su divino Maestro en medio de la tempestad. Era, por otra parte, la incredulidad la que les hacía estar sobresaltados; al no poder permanecer tranquilos ellos mismos, molestaron el sueño del Señor con sus incrédulas aprensiones, cuando él, cansado por un trabajo agotador, hubiera querido aprovechar la travesía para reposar durante unos instantes. Él sabía qué era el cansancio. Al compartir nuestras circunstancias, pudo conocer nuestros sentimientos y debilidades, ya que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.

En todo sentido fue hombre y, como tal, dormía sobre un cabezal, balanceado por las olas del mar. El viento y las olas sacudían la barca, a pesar de que el Creador se hallaba a bordo en la persona de ese Siervo abrumado y dormido.

¡Profundo misterio! El que hizo los mares y podía dominar los vientos en su mano poderosa, dormía allí, en el fondo de la barca, y dejaba que el viento le tratase sin más miramientos que a un hombre cualquiera. Así era en realidad la naturaleza humana de nuestro Señor. Estaba cansado, dormía, se dejaba llevar en medio de ese mar que sus manos habían hecho. Detente, lector, y medita sobre esta maravillosa escena. Considérala y piensa en ella. No podemos detenernos más, pero la admiramos al mismo tiempo que adoramos.

Como ya lo hemos dicho, la incredulidad fue la que hizo salir a nuestro bendito Señor de su sueño. “Y le despertaron, y le dijeron: Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” (Marcos 4:38). ¡Qué pregunta! “¿No tienes cuidado?” ¡Cuánto debió herir al Señor! ¿Podían pensar que era indiferente a su angustia en medio del peligro? Sin duda habían perdido de vista, por completo, su amor —por no decir nada de su poder— ya que se atreven a decirle estas palabras: “¿No tienes cuidado?”

Y, sin embargo, amado lector creyente, ¿no tenemos aquí un espejo que refleja nuestra propia miseria? Ciertamente. Cuántas veces, en los momentos de prueba y angustia, en nuestros corazones pensamos, aunque no lo digamos con los labios: “¿No tienes cuidado?” Quizá estemos enfermos y suframos; sabemos que bastaría una palabra del Dios Todopoderoso para curar el mal y levantarnos, pero esa palabra no la dice. O quizá tengamos dificultades económicas; sabemos que el oro, la plata, el ganado de millares de valles y montañas son de Dios, que incluso los tesoros de todo el universo están en su mano; sin embargo, pasan los días sin que nuestros problemas se resuelvan. En pocas palabras, de un modo u otro atravesamos aguas profundas; la tempestad se desata, las olas amenazan nuestra frágil embarcación, nos hallamos en apuros, sin recursos y nuestros corazones a punto de exclamar: “¿No tienes cuidado?” Basta con pensar en ello para sentirse profundamente humillado. La simple idea de entristecer el corazón de Jesús, lleno de amor, con nuestra incredulidad y desconfianza debería producir una profunda contrición.

Además, ¡qué locura es la incredulidad! ¿Cómo podría no tener cuidado de nosotros, Él, que dio su vida por nosotros, que dejó su gloria y vino a un mundo de trabajo y miseria, donde sufrió una muerte vergonzosa para librarnos de la muerte eterna? ¿Cómo podría no cuidar de nosotros? Estamos, sin embargo, prestos a dudar, o bien nos volvemos impacientes cuando nuestra fe es puesta a prueba, olvidando que esa prueba misma que quisiéramos evitar es más preciosa que el oro, el cual perece con el tiempo, mientras que la fe sigue siendo, para Dios, una realidad imperecedera. Cuanto más se prueba la verdadera fe, tanto más brilla; éste es el motivo de la prueba; cuanto más dura sea, más redundará, sin duda, en alabanza, gloria y honra de Aquel que, no sólo implantó la fe en el corazón, sino que sabe afinarla en el crisol de la prueba, con cuidado y perseverancia.

Pero los pobres discípulos desfallecieron a la hora de la prueba. Les faltó confianza; despertaron al Maestro con esta indigna pregunta: “¿No tienes cuidado que perecemos?” ¡Cómo somos! Estamos dispuestos a olvidar diez mil bondades en cuanto aparece una sola contrariedad. David dijo: “Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl” (1 Samuel 27:1). ¿Qué ocurrió al final? Saúl cayó en la montaña de Gilboa y David ocupó el trono de Israel. Amenazado por Jezabel, Elías huyó para salvar su vida, ¿y qué pasó? Jezabel fue arrojada por la ventana de su aposento y los perros comieron sus carnes, mientras que Elías subió al cielo en un carro de fuego (véase 1 Reyes 19:1-4; 2 Reyes 9:30-37; 2:11). Igual ocurrió con los discípulos: tenían a bordo al Hijo de Dios y creían que estaban perdidos; ¿qué pasó al final? La tempestad cesó, el mar se calmó al oír la voz del que, antiguamente, llamó los mundos a la existencia. “Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza” (Marcos 4:39).

¡Cuánta gracia y majestad juntas! En lugar de reprochar a los discípulos que hubieran interrumpido su sueño, reprende a los elementos que les habían asustado. Así respondía a la pregunta: “¿No tienes cuidado que perecemos?”. ¡Bendito Maestro! ¿Quién no confiaría en ti? ¿Quién no te adoraría por tu gracia y paciencia, y por tu infatigable amor?

Es muy hermosa la manera que tiene nuestro Salvador de pasar, sin esfuerzo alguno, del reposo del hombre perfecto a la acción del verdadero Dios. Como hombre, cansado de su trabajo, dormía sobre un cabezal; como Dios, se levanta y, con voz poderosa, acalla al viento impetuoso y al mar.

Así era Jesús —verdadero Dios y verdadero hombre— y así es hoy, siempre dispuesto a responder a las necesidades de los suyos, a acallar su ansiedad y alejar sus temores. ¡Ojalá confiemos más en él! No tenemos más que una débil idea de lo que perdemos al no descansar más de lo que lo hacemos en los brazos de Jesús cada día. Enseguida nos asustamos. Cada ráfaga de viento, cada ola, cada nube nos agita y deprime. En vez de permanecer tranquilos y reposados cerca del Señor, nos domina la perplejidad y el pavor. La tempestad deja de ser un motivo para confiar en él y se convierte en uno para dudar. Al menor contratiempo pensamos que vamos a sucumbir, a pesar de que nos asegura que nuestros cabellos están contados. Bien podría decirnos, como a sus discípulos: “¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?” (v. 40). Parece, en efecto, que no tuviésemos fe. Pero su tierno amor está siempre listo para socorrernos y protegernos, incluso si nuestros corazones son tan propensos a dudar de su Palabra. Su actitud para con nosotros no es conforme a nuestros pobres pensamientos sino según su perfecto amor. Sobre este amor pueden descansar nuestras almas y ser reconfortadas en medio de un mar agitado, en camino hacia el reposo eterno. Bástenos saber que Cristo está en la barca. Estemos tranquilos y confiemos en él. Ojalá que nuestros corazones puedan estar constantemente impregnados de la sensación de reposo que proviene de una verdadera confianza en Jesús. Entonces, aunque la tempestad ruja y se encrespen las olas, no diremos: “¿No tienes cuidado que perecemos?” ¿Podemos acaso perecer si el Maestro se halla a bordo? ¿Podemos pensar eso si Cristo habita en nuestros corazones? Quiera Dios que el Espíritu Santo nos enseñe a recurrir más espontánea y completamente a Cristo. Lo necesitamos ahora y cada vez más. Nuestra fe debe asir a Cristo mismo y sólo él debe ser la felicidad de nuestro corazón. Sea esto para su gloria y para nuestra paz y gozo permanentes.

Podemos señalar todavía, para terminar, como afectó a los discípulos la escena que acabamos de ver. En lugar de adorar, como respuesta de la fe, se hallan sorprendidos como alguien a quien se ha reprochado su temor. “Entonces temieron con gran temor, y se decían el uno al otro: ¿Quién es éste, que aun el viento y el mar le obedecen?” (v. 41).