“He pecado”. Estas palabras son muy difíciles de pronunciar. Y si las expresamos, subsiste la pregunta: ¿Cuán sinceras son? La Biblia nos presenta siete personas que dijeron: “He pecado”. Examinemos de cerca sus confesiones. Son muy informativas.
Faraón
El primero en pronunciar estas palabras fue Faraón, rey de Egipto, cuando se negó a dejar ir al pueblo de Israel.
Seis plagas ya habían asolado a Egipto. La séptima fue un granizo devastador que destruyó incluso los árboles. Entonces Faraón convocó a Moisés y a Aarón y les dijo: “He pecado esta vez; Jehová es justo, y yo y mi pueblo impíos. Orad a Jehová para que cesen los truenos de Dios y el granizo, y yo os dejaré ir, y no os detendréis más” (Éxodo 9:27-28).
¿Qué se puede pensar de esta confesión? Presenta deficiencias considerables:
- Faraón reconoce que ha pecado esta vez. Pero él atenúa las cosas considerablemente porque ya ha desobedecido el mandato de Dios varias veces. El verdadero juicio de uno mismo y de su pecado se manifiesta de manera diferente.
- Faraón abarca al pueblo en su confesión. Pero eso no es honesto. ¿Qué responsabilidad tiene el pueblo en este asunto?
- Faraón piensa más en las consecuencias de su obstinado desacato que en su propia desobediencia. Por encima de todo, quiere que el trueno y el granizo paren. En una confesión posterior —después de que las langostas han devastado el país— encontramos algo similar: “Ahora que perdonéis mi pecado solamente esta vez, y que oréis a Jehová vuestro Dios que quite de mí al menos esta plaga mortal” (10:17).
El final de Faraón muestra claramente que su confesión no fue sincera y que no se arrepintió de sus pecados. Pierde su vida mientras persigue al pueblo de Dios en el Mar Rojo (14:28).
Balaam
Balac, rey de Moab, le pide al profeta Balaam que maldiga al pueblo de Israel. Balaam no lo hace porque Dios se lo prohíbe (Números 22:9-13). Pero continúa practicando la adivinación y, en el fondo de su corazón, estaría dispuesto a maldecir al pueblo (véase 24:1; Deuteronomio 23:5). En este estado de ánimo, se pone en marcha para encontrarse con Balac. El ángel de Dios se pone en el camino, con una espada en su mano, y le declara que está en un camino perverso (Números 22:31-33). “Entonces Balaam dijo al ángel de Jehová: He pecado, porque no sabía que tú te ponías delante de mí en el camino; mas ahora, si te parece mal, yo me volveré” (v. 34).
Esta confesión no vale mucho:
- Balaam dice que es culpable porque no se dio cuenta de que era el ángel de Dios quien se oponía a él. Pero el problema no es su ignorancia. De hecho, no aceptó que Dios se negara a maldecir al pueblo de Israel, todavía desea secretamente recibir dinero de Balac, y los encantamientos que practica son una abominación para Dios.
- Aunque el ángel se lo haya dicho explícitamente unos momentos antes, Balaam parece dudar de que el camino en el que se encuentra esté mal (v. 32) y no está convencido de hacer algo malo.
La confesión de Balaam no fue sincera. No se apartó de su camino perverso. Más tarde, les dará a los moabitas el consejo abominable de incitar a Israel a la fornicación y la idolatría (31:16; 25:1-3). Este hombre que deseaba morir la muerte de los rectos, finalmente morirá a espada por los hijos de Israel (23:10; 31:8; Josué 13:22).
Acán
Durante la conquista de Jericó, a los israelitas se les prohibió guardar del botín. La plata, el oro, y los utensilios de bronce y de hierro debían ser traídos al tesoro de Dios (Josué 6:18-19, 24). Pero Acán quebranta “el pacto de Jehová” y toma un manto, así como plata y oro (7:11-21). Debido a esto, el “anatema” está en medio de los hijos de Israel y sufren una cruel derrota en Hai. Si no destruyen el anatema de en medio de ellos, Dios ya no estará más con ellos y no luchará más por ellos (v. 12-13). El culpable por lo tanto debe ser descubierto. Como Acán no tiene el coraje de revelar su pecado, Dios lo designará por medio de la suerte. Ésta revela sucesivamente de qué tribu, de qué familia y de qué casa proviene el culpable (v. 14-18).
Acán confiesa entonces: “Verdaderamente yo he pecado contra Jehová el Dios de Israel, y así y así he hecho” (v. 20).
Hay algo mal aquí:
- Acán confiesa su culpa solo después de haber sido designado específicamente por la suerte, la suerte que Dios dirige. ¡Pero no antes! No lo admite cuando se toma a su tribu, ni cuando se toma a su familia o su casa. Y cuando la suerte cae sobre él, Josué aún debe pedirle que reconozca su pecado (v. 19). Esta confesión forzada no tiene valor. Finalmente, sólo es una admisión de lo que ya se sabe.
A la orden de Dios, Acán es apedreado por los israelitas en el valle de Acor (v. 25). El final de este hombre muestra claramente el juicio de Dios sobre él.
Saúl
El rey Saúl ya ha fallado de muchas maneras. Pero todavía tiene la oportunidad de mostrar si está listo para obedecer a Dios. Se le ordena herir a los amalecitas por completo y destruir todo lo que tienen (1 Samuel 15:1-3). Pero Saúl salva a Agag, el rey de Amalec, y a lo mejor del ganado (v. 9). Teniendo que explicarse delante de Samuel, Saúl busca ocultar su desobediencia con palabras piadosas, y echa la culpa sobre el pueblo del cual sin embargo es el líder (v. 21).
Samuel le dice que debido a su nueva desobediencia, Dios lo ha desechado para que no sea rey (v. 22-23). “Entonces Saúl dijo a Samuel: Yo he pecado; pues he quebrantado el mandamiento de Jehová y tus palabras, porque temí al pueblo y consentí a la voz de ellos... Y él dijo: Yo he pecado; pero te ruego que me honres delante de los ancianos de mi pueblo y delante de Israel, y vuelvas conmigo para que adore a Jehová tu Dios” (v. 24, 30).
Pero esta confesión tiene grandes deficiencias:
- Saúl pone adelante el pecado del pueblo, mientras que, sin duda, es completamente el principal culpable en este caso.
- Por su confesión, Saúl desea apaciguar a Samuel para que pueda honrarlo con buena conciencia ante el pueblo. Él no se humilla realmente por su desobediencia ante Dios y solo piensa en su gloria personal.
Saúl perdió el reinado en beneficio de David, pero no lo puede aceptar. En una ira loca, persigue a David como a una perdiz por los montes. Una noche, David entra lentamente en el campamento de su perseguidor. Él perdona al rey dormido e indefenso, y le quita la lanza y la vasija de agua. Al día siguiente, a distancia, David presenta a Saúl este asombroso botín. Impresionado por la bondad de David, Saúl exclama: “He pecado; vuélvete, hijo mío David, que ningún mal te haré más, porque mi vida ha sido estimada preciosa hoy a tus ojos. He aquí yo he hecho neciamente, y he errado en gran manera” (1 Samuel 26:21).
Esta confesión suena bien. Pero notemos dos cosas:
- Saúl ya no quiere lastimar a David porque lo salvó ese día. Pero David no sólo actuó de manera ejemplar ese día. Saúl debía haber tomado la conducta general de David como ejemplo, y reconocido cuán malo era su propio estado de ánimo y de vida.
- Y lo que es peor, poco después, Saúl vuelve a perseguir a David (27:1). Esto demuestra que su confesión fue sólo un impulso sentimental. Esto no vino del corazón. Sus viejos celos permanecen profundamente arraigados en su interior.
En los últimos días de su vida, Saúl irá y consultará a una mujer que tiene espíritu de adivinación, porque Dios ya no le responde (1 Samuel 28). Y poco después, rodeado de sus enemigos, se quitará la vida en el monte de Gilboa (31:4). El final de su vida muestra que nunca se arrepintió de sus pecados.
David
David es incomparablemente mejor que Saúl, pero su vida no es sin pecado. La Palabra nos habla de su adulterio con Betsabé, la esposa de Urías. Y para ocultar su terrible pecado, comete otro: por medio de una estratagema, hace dar muerte a Urías. Pero el profeta Natán habla a su conciencia, y David se da cuenta de lo que hizo. Le dijo a Natán: “Pequé contra Jehová” (2 Samuel 12:13). El profeta le asegura que Dios ha perdonado su pecado.
Por el Salmo 51, que escribió después de estas circunstancias, sabemos que David se humilló profundamente ante Dios. Él es plenamente consciente de que los sacrificios ofrecidos por la ley no pueden quitar el pecado (v. 16), y se entrega totalmente a la misericordia de Dios (v. 1). Se da cuenta de que el pecado es, de hecho, una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (v. 4).
En resumen:
- David no trata de atenuar su falta. Está completamente convencido de que ha pecado contra Dios. Confiesa a Dios su falta y cuenta con su misericordia. Y eso es lo que experimenta también.
Las Escrituras hablan de “contaminación de carne y de espíritu” (2 Corintios 7:1). Encontramos en las faltas de David no sólo “los deseos” sino también “la vanagloria de la vida” (1 Juan 2:16). Un día, en un pensamiento de orgullo, David quiere conocer la grandeza de su ejército. Ordena, contra el consejo de Joab, jefe del ejército, un censo del pueblo (2 Samuel 24:1; 1 Crónicas 21:1). Unos meses más tarde, cuando el recuento ha terminado, Dios golpea al pueblo. David entonces se arrepiente y le dice a Dios: “Yo he pecado gravemente por haber hecho esto; mas ahora, oh Jehová, te ruego que quites el pecado de tu siervo, porque yo he hecho muy neciamente” (2 Samuel 24:10; véase 1 Crónicas 21:8).
Aquí hay un punto importante:
- David confiesa su pecado porque su conciencia lo atormenta. Su confesión no proviene de presiones externas, sino de él mismo.
A pesar de esta confesión, Dios envía la peste sobre el pueblo: 70.000 personas mueren. Él envía un ángel sobre Jerusalén para destruirla. “Y David dijo a Jehová, cuando vio al ángel que destruía al pueblo: Yo pequé, yo hice la maldad; ¿qué hicieron estas ovejas? Te ruego que tu mano se vuelva contra mí, y contra la casa de mi padre” (2 Samuel 24:17).
Esta confesión es notable:
- David no culpa al pueblo, como lo hicieron Faraón y Saúl. Por el contrario, asume toda la responsabilidad por su culpa y busca proteger a su pueblo. Es consciente de que merece un castigo y está listo para recibirlo.
- David habla directamente a Dios, lo cual no encontramos en confesiones anteriores.
Después de esta verdadera confesión, David sacrifica ofrendas a Dios y cesa la plaga. Luego de eso comienza los preparativos para la construcción del templo. Morirá en edad avanzada, bendiciendo el nombre de Dios (véase 2 Samuel 23:1).
Judas Iscariote
Después de que Judas Iscariote entregó a su Maestro con un beso, los eventos se apresuraron. A la mañana siguiente, en un procedimiento rápido e injusto, Jesús es condenado a muerte por el concilio, la más alta autoridad legal judía, y entregado a Pilato. Judas no lo previó. Al ver que Jesús es condenado, está arrepentido. Devuelve el salario de su traición a los principales sacerdotes y ancianos, diciendo: “Yo he pecado entregando sangre inocente” (Mateo 27:4).
Judas se reconoce culpable y declara que el Señor Jesús es inocente. Eso es correcto, pero lo que la Escritura nos revela en relación con esta confesión muestra claramente que Judas realmente no se arrepintió:
- Tiene remordimiento por haber entregado a Jesús. Lamenta su acto, pero no se arrepiente. El arrepentimiento va más allá del remordimiento. Arrepentirse significa condenarse ante Dios. El que se arrepiente encuentra la salvación. La “tristeza del mundo”, que manifiesta Judas, “produce muerte” (2 Corintios 7:10).
Después de dar testimonio de la inocencia de Jesús, Judas se deshace de las treinta piezas de plata que recibió y se ahorca. Este fin terrible del “hijo de perdición” (Juan 17:12) muestra que entró culpable en la eternidad.
El hijo pródigo
El Señor Jesús cuenta la historia de un hombre que tiene dos hijos. El menor pide su parte de la herencia, va lejos a una provincia apartada y gasta todo su dinero. Expuesto a morir de hambre, finalmente vuelve en sí mismo, se levanta, viene a su padre y le dice: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo” (Lucas 15:21).
Dos cosas nos sorprenden en esta historia y en la confesión:
- El hijo pródigo le ha dado la espalda resueltamente a la provincia apartada con sus acciones culpables. Rompió con el pecado. Esto acredita su confesión.
- No llora el dinero desperdiciado, no se queda bloqueado en las consecuencias de su pecado, sino que se juzga a sí mismo. Reconoce su indignidad y testifica que ha perdido todo derecho a ser hijo de su padre.
Conocemos el resto de esta historia. Quien haya caído tan bajo, viste el mejor vestido, recibe un anillo en su mano y calzado en sus pies. Este hijo que vivía con los cerdos y que deseaba comer su comida está invitado a una fiesta a la mesa de su padre.
Confesar sus pecados
Es sorprendente ver que de estos siete hombres que dijeron “he pecado” sólo dos hicieron una confesión que viene del corazón y que revela un juicio real de sí mismo. Es absolutamente esencial reconocer sus pecados de manera abierta, honesta y sin reservas. Esto es cierto tanto para el pecador que viene a Dios como para el hijo de Dios que reconoce y confiesa una falta. Y esto también es cierto cuando tenemos que confesar algo a alguien a quien hemos ofendido.
Aprendamos la lección para nosotros mismos de estas diversas confesiones, y retengamos en particular esto:
- Confesemos nuestros pecados tan pronto como nuestra conciencia nos reprenda, no solo cuando ya no los podemos esconder.
- Confesemos nuestros pecados, no para escapar de sus desagradables consecuencias, sino porque el pecado es abominable a los ojos de Dios.
- Confesemos nuestras faltas con el sentimiento de nuestra responsabilidad personal, sin tratar de echar la culpa sobre otros.
- Juzguémonos a nosotros mismos.
- Juzguemos nuestros errores y también las malas tendencias que los produjeron.
- Juzguemos todos los pecados que recordamos, y no solo algunos de ellos.
- Juzguemos nuestros pecados y abandonémoslos con la ayuda de Dios.
- Juzguemos nuestros pecados sin la esperanza de que este acto de humildad nos brinde alguna ventaja.