“Ellos le obligaron [a Jesús] a quedarse, diciendo:
Quédate con nosotros, porque se hace tarde, y el día ya ha declinado.
Entró, pues, a quedarse con ellos...
Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron;
mas él se desapareció de su vista.”
(Lucas 24:29, 31)
Profundamente entristecidos por la muerte del Señor Jesús, dos discípulos iban de Jerusalén a Emaús. Sus corazones ardían cuando un desconocido se unió a ellos y les explicó por las Escrituras proféticas del Antiguo Testamento lo que hasta entonces habían pasado por alto: El Cristo, su Mesías, tenía que padecer primero y luego entrar en su gloria (v. 25-26).
Hasta ahora no habían creído todo lo que estaba escrito sobre él. Con razón esperaban que él había de redimir a Israel. De sus obras y palabras recibieron ciertamente mucho en sus corazones creyentes. Pero este punto —que antes de la redención eran necesarios sus sufrimientos en la cruz— lo pasaron por alto. Para esta verdad incómoda, sus corazones habían sido demasiado “tardos para creer”.
Pero de esto, el extranjero, al que todavía no reconocían como el Señor, les había instruido y consolado ahora singularmente. No es de extrañar que no quisieran separarse de él. Así que entró “a quedarse con ellos”. ¡Cómo se habrán alegrado por esto! Pero llegó el momento en que lo reconocieron, y entonces desapareció de su vista. ¿No iba a quedarse con ellos después de todo?
Llenos y muy motivados por lo que habían experimentado, volvieron en la misma hora a Jerusalén y hallaron a los once apóstoles allí reunidos con otros. El Señor resucitado también se les había aparecido. Y entonces sucedió: con las palabras “Paz a vosotros” el Señor mismo se puso en medio de ellos. Después de todo, había querido quedarse con los suyos, pero no sólo con ellos, sino en comunión con los demás que le pertenecían. Esto lo explica todo: el Señor quiere encontrarse con nosotros donde estemos reunidos en torno a él con otros.