Las lágrimas de Jesús muestran cuán maravilloso es el amor que siente por su criatura caída tan profundamente en el pecado. Nos conmueven porque resaltan el corazón humano del Salvador.
Jesús en Betania, ante el sepulcro de Lázaro
Muy preocupadas por su hermano, María y Marta llaman a Jesús, su único recurso: “Señor, he aquí el que amas está enfermo” (Juan 11:3). “Y amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro” (v. 5). Sin embargo, a pesar de la expectativa de estos corazones afligidos, el Señor se queda dos días más en el lugar donde estaba. Al oír el mensaje de las dos hermanas dice a sus discípulos: “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (v. 4).
Con todo, la enfermedad sigue su curso y termina con la muerte. Jesús, en su omnisciencia, anuncia a sus discípulos: “Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle” (v. 11). De hecho, a su llegada, hacía ya cuatro días que el difunto estaba en el sepulcro (v. 17).
Los discípulos tiemblan ante la idea de seguir a Jesús a un lugar donde recientemente habían querido apedrearlo. Pero los peligros a los que se expone no lo apartan de su camino y se pone en marcha. Cuando a Marta le hacen saber que viene, sale a su encuentro, mientras que María se queda en casa. El Señor consuela a Marta diciéndole: “Tu hermano resucitará” (v. 23). Y para arrojar luz sobre una fe judaica aún ignorante, le presenta su maravillosa persona: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (v. 25-26). Luego le pregunta: “¿Crees esto?” Ella le dijo: “Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo” (v. 26-27). Sin duda, ella no comprende todo el significado de las palabras del Señor, pero confía plenamente en él. Aquí su fe es notable.
Entonces, Marta llama a María y le dice en secreto que Jesús desea verla. Esta se precipita en llegar, seguida por los judíos que han venido a consolarla. Creen que va al sepulcro a llorar. Afligida, después de postrarse a los pies de Jesús, María también le dice: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano” (v. 32). En este momento, María no muestra tener más conocimiento que Marta; mira hacia atrás, al igual que otras muchas personas en duelo.
El dolor se puede ver en los rostros de toda la gente y se escuchan sus lamentos. Así que Jesús, “al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió” (v. 33). Aquí, las palabras “se estremeció” expresan la gran pena y la indignación, producidas en el alma del Señor al ver el poder de la muerte sobre el espíritu del hombre (nota de la versión francesa J.N.D.). La muerte no tenía ningún derecho sobre Él, el hombre perfecto, pero siente con mucho dolor la trágica situación provocada por el pecado del hombre. Había venido para quitarlo y soportar el juicio de Dios en lugar de los culpables. Esto es lo que sucedió en la cruz.
“¿Dónde le pusisteis?”, pregunta Jesús. Le dicen: “Señor, ven y ve” (v. 34). Profundamente conmovido de nuevo, el Señor viene al sepulcro. Encontramos entonces en el relato del evangelio estas palabras tan breves y conmovedoras: “Jesús lloró” (v. 35). Une sus lágrimas a las de ellos. Jesús sigue siendo El que llora con los que lloran. Las lágrimas son la expresión de profundos sentimientos, que ni siquiera las palabras pueden transmitir.
Si Marta y María tal vez dudaron por un momento del amor de Jesús y de su simpatía por su dolor, ¡cómo Sus lágrimas y Su estremecimiento lo llevaron de vuelta a sus corazones! Es Jesús, “la resurrección y la vida”, quien va a la tumba de su amigo y, sin embargo, llora por el camino. ¡Cuánto amor!
Es durante el duelo cuando más necesitamos los consuelos del “Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones” (2 Corintios 1:3-4). La muerte puede suscitar muchas preguntas en el corazón, pero la presencia de Jesús trae vida y paz.
Las lágrimas de Jesús realzan su perfecta humanidad. Pero sigue siendo el Mismo. Y aunque está a la diestra del Padre, sigue compadeciéndose profundamente de nuestras debilidades (Hebreos 4:15) y de nuestras lágrimas. ¡Ah! ¡Si al menos las multitudes afligidas que entierran a sus seres queridos supieran que, en tales circunstancias, “Jesús lloró”!
¿A quién pues acudir? Tu voz de encantos llena
Nos dice: “No temáis, siempre confiad en Mí”;
Consuelo Tú nos das, de gozo el alma plena;
¿A quién pues acudir ¡oh Jesús! sino a Ti?
Jesús sabía exactamente lo que iba a hacer. En su omnipotencia, el Hijo de Dios iba a resucitar a Lázaro. Pero, lleno de dolor, llora con los suyos: ¡Su amor es incomparable!
Dicen entonces los judíos: “Mirad cómo le amaba” (v. 36). Interpretan sus lágrimas como un signo de ardiente afecto. Sin embargo, algunos de ellos declaran: “¿No podía éste, que abrió los ojos al ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera?” (v. 37). Conocían los milagros del Señor, pero desconocían su poder sobre la muerte.
La muerte es terrible; domina al hombre que se angustia y se rebela, pero permanece impotente ante ella. Ahora bien, Jesús no solo se compadece y consuela, sino que también resucita. Él gobierna sobre la muerte.
“Jesús, profundamente conmovido otra vez, vino al sepulcro. Era una cueva, y tenía una piedra puesta encima” (v. 38). El vencedor de la muerte está allí, pero para que la gloria de Dios brille ante la multitud que será testigo de esta resurrección, todavía era necesario que se evidenciara debidamente el estado de corrupción de Lázaro (v. 39-40). También era preciso que el Señor mostrara, dando gracias, que su poder provenía del Padre que lo había enviado (v. 41-42). Y luego clamando a gran voz: “¡Lázaro, ven fuera!” saca del sepulcro al que había muerto, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario (v. 43-44). ¡Qué impacto para todos los presentes!
El Señor le había dicho a Marta: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (v. 40).
Las lágrimas del Señor en el Antiguo Testamento
José es un ejemplo notable de Cristo, y sus lágrimas nos recuerdan las de uno mayor que él. Las derramó cuando sus hermanos bajaron a Egipto y su proceder sirvió para producir una obra de humillación en sus corazones (Génesis 42:24; 43:30; 45:14-15; 50:17). Los Salmos a menudo hablan de los sufrimientos de Cristo y de las glorias que vendrían tras ellos (1 Pedro 1:11). Citemos aquí tres pasajes que obviamente se aplican al Señor.
“Me consumió el celo de tu casa; y los denuestos de los que te vituperaban cayeron sobre mí. Lloré afligiendo con ayuno mi alma, y esto me ha sido por afrenta” (Salmo 69:9-10). Sus lágrimas son vertidas en relación con la casa de Dios. Cuando Jesús vio la casa de su Padre profanada, su celo por ella fue acompañado de un profundo dolor. Sin embargo, ante la expresión de su tristeza, sus enemigos respondieron con desprecio y burla.
“Los que contra mí se enfurecen, se han conjurado contra mí. Por lo cual yo como ceniza a manera de pan, y mi bebida mezclo con lágrimas” (102:8-9). Estos versículos evocan los sufrimientos del Varón de dolores: desechado, solitario, tenido por herido de Dios.
“Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas” (126:5-6). Este salmo considera las lágrimas del Señor durante su servicio. La semilla que esparce llorando es la Palabra de Dios que proclamó y por la cual sufrió tal contradicción de quienes rechazaron su mensaje. Pero el Señor, al dar su vida, fue el grano de trigo que muere y lleva mucho fruto (Juan 12:24).
… y en otras escenas de los evangelios
Detengámonos por un momento en las lágrimas que el Señor derramó cuando entró en Jerusalén, la ciudad del gran Rey (Salmo 48:2; Mateo 5:35), donde iba a entregar su vida.
“Cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación” (Lucas 19:41-44). Jerusalén, todavía llamada “la santa ciudad” después de la muerte del Señor, no “conoció” el tiempo en que fue visitada en gracia por el Mesías. Jesús llora sobre ella: conoce perfectamente las trágicas consecuencias de su ceguera y obstinación. ¡Se acerca el terrible asedio de los romanos! No obstante, el Señor siempre quiso juntar a sus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisieron (13:34).
¡Qué maravilloso ejemplo de renuncia nos da Jesús aquí! Se olvida por completo de sí mismo, a pesar de las terribles aflicciones que se avecinan, y vuelve a poner la mira hacia los hombres a los que había venido a salvar. Llora ante sus corazones endurecidos. Dios esperó mucho tiempo el arrepentimiento de su pueblo, pero su paciencia llegó a su fin.
Recordemos todavía las lágrimas del Señor en su camino hacia la cruz. “En los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente. Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia” (Hebreos 5:7-8). Los “días de su carne” son los que pasó en la tierra como hombre, antes de morir. Fue un hombre de oración durante toda su vida, pero en las horas cercanas a la cruz, especialmente en la escena en Getsemaní (Lucas 22:41-45), sus oraciones tienen un carácter muy especial. Ora a su Padre pidiendo a ser posible que la copa pase de él. Sus lágrimas tienen entonces un significado completamente diferente a las mencionadas anteriormente. Están vinculadas al calvario que ya está comenzando. Jesús sabía, mucho antes de descender a la tierra, que llevaría nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, por nosotros sería hecho pecado y conocería el terrible desamparo de Dios. Pero cuando se acerca la hora, siente el peso y el dolor de ello. Esta es la razón de tal “agonía” de ruegos y súplicas, de las expresiones “gran clamor y lágrimas” que ascienden a Dios. Él ve las lágrimas y el sudor de su Amado “como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (v. 44).
Dios respondió. Cristo “fue oído a causa de su temor reverente” (Hebreos 5:7), es decir, por todas sus perfecciones personales como hombre. La muerte que debía “gustar” (2:9) era la consecuencia del justo juicio de Dios contra el pecado; pero de acuerdo con su petición, fue librado de ella. Después de haber sentido en su humanidad el poder de la muerte y de sus efectos, quitó el pecado de delante de Dios y alcanzó la victoria sobre la muerte.
Aquí contemplamos el insuperable misterio de la persona del Hijo de Dios. Él había de morir en nuestro lugar, pero al mismo tiempo, de sí mismo puso su vida. La espada divina “se levantó” en la cruz contra el “hombre compañero mío, dice Jehová” (Zacarías 13:7).
El profeta Isaías escribe: “En toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel de su faz los salvó” (63:9). ¡Qué preciosa seguridad para los redimidos durante su peregrinaje! El Señor, quien siguió un camino de dolor y lágrimas en la tierra, se solidariza, en su amor y en su condescendencia, con los que lloran. “Llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores” (53:4). Sintió todo su peso. ¡Qué consuelo para todos los redimidos en la prueba!
La muerte fue quitada, desaparecerá con todas las lágrimas que siempre la acompañan. “Enjugará Jehová el Señor toda lágrima de todos los rostros” (25:8). “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos” (Apocalipsis 21:4).