Nuestra actitud ante el mal que nos rodea

Mientras esté en la tierra, el creyente estará rodeado de maldad. Tiene a su alrededor personas que no conocen a Dios y que practican el mal sin tener mala conciencia por ello. También tiene contacto con cristianos que a veces se comportan mal. ¿Qué actitud debemos adoptar hacia todas estas personas? Este es el tema que queremos considerar.

Distinguir entre el bien y el mal

Solo Dios define el bien y el mal. Los hombres han introducido sus propias normas —que varían de un lugar a otro y de una época a otra—, que tienden a confundir lo que Dios ha establecido. Pero “Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz” (Isaías 5:20). Tanto la opinión del hombre como sus leyes no tienen ningún valor para determinar lo que es bueno y lo que es malo. Solo cuenta lo que Dios piensa. La lectura y la meditación de la Palabra de Dios van formando en nosotros el discernimiento. No seamos “tardos para oír”, como los creyentes hebreos, sino “vamos adelante a la perfección”, un estado determinado por “los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal” (Hebreos 5:11, 14; 6:1).

Aborrecer lo malo

Dios pide a los suyos el aborrecer lo malo dondequiera que esté. “Los que amáis a Jehová, aborreced el mal” (Salmo 97:10). El Nuevo Testamento nos dice: “Aborreced lo malo, seguid lo bueno” (Romanos 12:9). Dondequiera que se manifieste el mal, ya sea en el mundo, en los creyentes que nos rodean o en nosotros mismos, debemos desecharlo y aborrecerlo. Esto no significa que debamos odiar a los que hacen el mal. El Señor nos ha dado un ejemplo: toda su labor en favor de los pecadores era motivada por su amor, pero nunca excusó el mal, ni atenuó su gravedad.

En nuestro trato con los que van por mal camino, sean incrédulos o creyentes, a menudo no es fácil combinar la aversión al mal con el amor a las almas y el deseo de serles útil.

Los peligros del contacto con el mal

Todo contacto humano ejerce una influencia en nosotros. Cuando prevemos un contacto, debemos vigilar qué rumbo tomará esa influencia. La persona a la que queremos ayudar, ¿saldrá beneficiada, o seremos nosotros los perjudicados? La Palabra nos advierte de los peligros a los que estamos expuestos. “Las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres” (1 Corintios 15:33). “Vete de delante del hombre necio, porque en él no hallarás labios de ciencia” (Proverbios 14:7). “No te entremetas con el iracundo, ni te acompañes con el hombre de enojos, no sea que aprendas sus maneras” (22:24-25).

Cuando el Señor nos llama a servirle, ocupándonos de un incrédulo o de un creyente que anda por un camino equivocado, actuemos con temor, siendo conscientes de nuestra fragilidad.

Tolerancia, insensibilidad al mal y longanimidad

Bajo la influencia de las religiones y basándose en normas humanas, el mundo ha perseguido a menudo a quienes piensan y actúan de manera diferente a las formas establecidas. Pero hoy en día, en nuestros países, la situación es más bien la contraria. La consigna es la tolerancia, la libertad de pensamiento y de acción.

El creyente que se somete a la Palabra de Dios tiene una actitud que contrasta con todo esto, y a menudo le reprochan ser intolerante o intransigente. Consciente de que un día todos los hombres incrédulos tendrán que comparecer en juicio ante Dios, el creyente se esfuerza por llevarlos a reconciliarse con Él. Conocedor también de que los redimidos del Señor son llamados a comportarse de tal manera que glorifiquen a Dios y hagan al Evangelio digno de alabanza, tampoco es indiferente al mal que pueda haberse introducido en la vida de sus hermanos y hermanas en la fe. Si los ama, se esforzará en traerlos por el buen camino, por su bien y por la gloria de Dios.

La Palabra nos exhorta a soportarnos los unos a los otros, incluso cuando se trata de cosas que nos hacen sufrir injustamente (1 Corintios 6:7; Efesios 4:2; Colosenses 3:13; 1 Pedro 2:19). Asimismo nos exhorta a soportar a los opositores, al menos durante un tiempo: “El siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad” (2 Timoteo 2:24-25). Sin embargo, la disposición a soportar todo, hasta las falsas doctrinas y el pecado, no es ciertamente la voluntad de Dios. Pablo temía que los corintios estuvieran dispuestos a aceptar a quienes vinieran a predicar otro evangelio (2 Corintios 11:4). Asimismo, el Señor aprueba a la iglesia de Éfeso porque no podía “soportar a los malos” (Apocalipsis 2:2).

Orgullo religioso, autosatisfacción y espíritu de crítica

Cuando el Señor vino a la tierra, la clase religiosa se caracterizaba por una piedad exterior sumada a un “corazón… lejos de Dios” (Mateo 15:8). Los pequeños detalles de la ley se observaban estrictamente, pero lo esencial se dejaba de lado. El Señor les reprocha: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello” (23:23).

A las prescripciones de la ley, este pueblo había añadido aspectos de sus tradiciones, cuyo incumplimiento se consideraba un pecado. Tenían los ojos puestos en los hombres a su alrededor, buscando la más mínima falta. Así, le reprocharon a Jesús que sus discípulos no se lavaban las manos antes de las comidas (15:2).

Aquí también hay peligros que nos acechan: el de satisfacer la conciencia observando las prescripciones externas mientras cerramos los ojos al mal estado de nuestro propio corazón —lo que el Señor llama “limpiar lo de fuera del vaso y del plato” (Lucas 11:39)—, y el de considerarse superior al prójimo, creyendo ver el mal en él.

 No juzguéis

Este es el estado espiritual al que se refiere el Señor cuando dice a sus discípulos: “No juzguéis, para que no seáis juzgados” (Mateo 7:1). No cabe duda de que debemos tener un buen juicio de las cosas, pero la disposición a buscar y encontrar el mal en nuestro prójimo es algo odioso. Es una manifestación de orgullo y demuestra la falta del verdadero amor cristiano. El Señor advierte a sus discípulos sobre este espíritu de juicio mostrándoles las consecuencias que este puede acarrear según el gobierno de Dios: “Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido” (v. 2).

El apóstol Pablo da una enseñanza sobre esto en Romanos 14. Ciertos creyentes a los que se dirige eran de origen judío y tenían dificultades para desprenderse de las caducas prescripciones de la ley, mientras que otros, procedentes de todas las naciones, eran completamente libres en este sentido. Unos tendían a juzgar a los otros, y estos a despreciar a los primeros. El apóstol les escribe: “¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno?” (v. 4). “Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo” (v. 10). “De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí. Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros” (v. 12-13).

En Mateo 7, Jesús también dice: “¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?” (v. 3). Tenemos la triste tendencia a agrandar las faltas de nuestros hermanos y a minimizar las nuestras, por muy grandes que sean. El Señor muestra que primero debemos tratar el estado de nuestro propio corazón ante Dios, antes de pensar en considerar el de nuestro hermano. “Saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano” (v. 5).

¡Que Dios nos ayude a discernir con justicia y rectitud el mal que germina en nuestros propios corazones, y que con demasiada frecuencia se manifiesta en nuestras vidas! ¡Y que nos haga ser muy prudentes cuando creamos percibir el mal en nuestros hermanos y hermanas!

Cuidado pastoral adaptado a las necesidades

“También os rogamos, hermanos, que amonestéis a los ociosos, que alentéis a los de poco ánimo, que sostengáis a los débiles, que seáis pacientes para con todos” (1 Tesalonicenses 5:14). Esta exhortación se dirige a los creyentes que ya han “aprendido de Dios a amarse unos a otros”, y se les anima a “abundar en ello más y más” (4:9-10). Destaca la diversidad de estados de corazón y estados espirituales que pueden caracterizar a quienes nos rodean. Puede haber creyentes ­débiles, ignorantes e inexpertos, quizá frágiles de salud. Necesitan ayuda espiritual y una consideración especial. Puede haber creyentes que estén abatidos bajo el peso de las pruebas que les resultan difíciles de soportar. Necesitan consuelo y aliento. También puede haber otros que caminen, aun sin tener mala conciencia, por una senda que se aleja de la que nos traza la Palabra. Hay que advertirles. Pero en todos los casos es necesaria la paciencia: “Que seáis pacientes para con todos”.

 Tener conciencia de que nosotros mismos estamos expuestos, no solo a fracasar, sino también a caer considerablemente, debe mantenernos humildes y temerosos. El amor cristiano y la preocupación por nuestros hermanos nos llevarán a no apartar la vista de sus problemas y de los peligros espirituales a los que puedan estar expuestos.

El que era el Pastor de Israel dijo: “Yo buscaré la perdida, y haré volver al redil la descarriada, vendaré la perniquebrada, y fortaleceré la débil” (Ezequiel 34:16). Procuremos seguir su ejemplo.

Grados de gravedad de un pecado

Si bien, por un lado, todo pecado es abominación para Dios y debe ser tratado ante él mediante la humillación y la confesión, también es cierto que la Palabra nos muestra pecados, o estados de pecado, de especial gravedad (Génesis 39:9; Éxodo 32:31; 1 Samuel 2:17; 2 Reyes 17:21; etc.). En todo caso, el mal nunca debe tomarse a la ligera.

En la vida de un creyente, un pecado no juzgado lo expone a una falta más grave, porque la conciencia se endurece gradualmente. Por lo tanto, si los cuidados son necesarios, no deben posponerse indefinidamente para más tarde. Por supuesto, hay que ver también quién puede y debe darlos.

 

Intentemos esbozar algunas situaciones:

1.     Casos en los que es mejor no actuar

Imaginemos por ejemplo a alguien que haya dicho algo inapropiado —y quizás se haya arrepentido después. Debemos cuidarnos de “los que hacen pecar al hombre en palabra” (Isaías 29:21). Imaginemos también a alguien que haya herido involuntariamente a su hermano o hermana por su mala conducta. La Palabra nos enseña: “El amor cubrirá multitud de pecados” (1 Pedro 4:8). “Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:32).

2.     Casos en los que se puede alentar y ayudar

A veces un creyente va por el camino equivocado por desánimo. Esto le sucedió a David cuando huyó a la tierra de los filisteos: “Dijo luego David en su corazón: Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl” (1 Samuel 27:1). El resto de la historia muestra que este paso en falso fue el punto de partida de un camino descendente, del que la disciplina y la gracia de Dios lo hicieron salir más tarde. También fue el desánimo lo que llevó a los discípulos de Emaús a ir en la dirección equivocada. Estas historias nos comprometen a “alentar a los de poco ánimo” (1 Tesalonicenses 5:14).

Muchos creyentes necesitan ayuda. Un pasaje de la Palabra, citado o leído en el momento oportuno, puede iluminarles y mostrarles el camino correcto, o llevarlos a reconocer un defecto del que no eran claramente conscientes. Es un servicio de amor. “Los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos” (Romanos 15:1). “Sobrellevad los unos las cargas de los otros” (Gálatas 6:2).

3.     Casos en los que es necesaria la reprensión

“Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gálatas 6:1). Este es el caso en el que se ha cometido una falta. Aquí se debe dar una reprimenda para llevar al ofensor a confesar su pecado, para que su comunión con el Señor, interrumpida por la falta, pueda ser restaurada. Pero, ¿quién debe realizar este servicio? ¡Creyentes “espirituales”, hermanos o hermanas que tienen un buen discernimiento y se dejan guiar por el Espíritu!

Este pasaje habla más bien de un pecado accidental. Pero también puede darse el caso de que un creyente vaya continuamente por mal camino. Esto ya es más serio.

La reprensión es un servicio difícil. Cuando se reprende sin sabiduría ni amor, o cuando lo realiza un creyente que debería poner primeramente en orden su propia vida, no produce buenos resultados (compárese con Mateo 7:5). Con todo, la Palabra de Dios nos anima: “Como zarcillo de oro y joyel de oro fino es el que reprende al sabio que tiene oído dócil” (Proverbios 25:12).

4.     Casos en los que es necesaria la distancia

Puede haber casos en los que la reprensión no sea suficiente. Una actitud de reserva y distancia hacia el que persiste en un camino equivocado puede generar que reflexione más seriamente sobre su conducta, y hacerle volver. Una enseñanza sobre este tema se encuentra en 2 Tesalonicenses. Allí había creyentes que “andaban desordenadamente, no trabajando en nada, sino entremetiéndose en lo ajeno” (3:11). El apóstol les ordena “que trabajando sosegadamente, coman su propio pan” (v. 12). Además, ordena a los creyentes de esta iglesia que “se aparten” de tales hermanos, que no se junten con ellos (v. 6 y 14). Con esta actitud de distanciamiento se espera producir arrepentimiento. “Para que se avergüence”, dice el apóstol. Pero el hermano en cuestión no fue excluido de la iglesia, como muestra el final de este pasaje: “No lo tengáis por enemigo, sino amonestadle como a hermano” (v. 15).

5.     Casos en los que la iglesia debe separarse

La gravedad del pecado puede ser tal que la iglesia deba excluir al causante de dicho mal. Ya no puede participar de la Cena del Señor, que expresa la comunión entre los creyentes y con el Señor. Todos deben evitar todo tipo de relación con él, incluso más que con la gente del mundo (1 Corintios 5:9-13). La iglesia es responsable de purificarse del mal (v. 7), identificándose con el pecado cometido con espíritu de humillación. Pero la disciplina de la iglesia también tiene como objetivo la restauración del culpable. Lo que se nos presenta en 1 Corintios 5 tiene una continuación alentadora en la segunda epístola (véase capítulos 2 y 7).

Nuestro testimonio ante el mundo

Nos hemos centrado en la actitud que la Palabra de Dios nos enseña respecto al mal que se puede encontrar en los creyentes que nos rodean. Digamos algunas palabras más sobre los incrédulos que nos rodean.

Nuestra primera preocupación debe ser su salvación y no los detalles de su conducta. No se puede esperar que los que no están en relación con Dios caminen según los principios divinos. Nuestro testimonio ante ellos es doble: el de nuestras palabras y el de nuestra conducta. Por un lado: “Somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (2 Corintios 5:20). Por otra parte, “buena… manera de vivir entre los gentiles”, “nuestras buenas obras que ellos consideran”, constituyen un testimonio silencioso que puede dar fruto (compárese con 1 Pedro 2:12). Los que han sido hechos “luz en el Señor” y andan “como hijos de luz”, deben incluso “reprender” “las obras… de las tinieblas”. “Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo” (Efesios 5:8-16).