En Abraham tenemos a un creyente que, fiel a su llamamiento, vive fuera de este mundo. Es un ciudadano del cielo, extranjero y forastero sobre la tierra; tiene su corazón en el cielo, allí se encuentra su patria.
El llamamiento de Dios lleva a este fiel testigo a realizar dos cosas: 1) la separación con su antigua patria, la Mesopotamia y 2) tener el carácter de extranjero en Canaán, tierra de la promesa. Salido de su parentela, viene a ser peregrino en medio de un nuevo pueblo. Su posición se resume así: santa separación para Dios, en relación con las exigencias de la naturaleza y al mismo tiempo en relación con la corrupción que lo rodea. Puesto bajo el llamamiento del Dios de gloria, no tiene el derecho de otorgar concesión alguna ni a la carne ni al mundo. Como consecuencia, dos cosas toman un lugar preeminente en su vida: la tienda y el altar.
Su vida en una tienda muestra que no tiene herencia en este mundo, “ni aun para asentar un pie” (Hechos 7:5). Su altar en donde él invoca el nombre de Dios, da testimonio de sus relaciones con el mundo invisible; trae la prueba de que el Dios vivo le es suficiente.
Abraham vive en todo lugar bajo una tienda. Una tienda no tiene cimientos; se arma y se desarma. Satisfecho con tal refugio pasajero, el patriarca “habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:9-10).
No hace la más mínima tentativa para comprar una parcela de tierra a los poseedores del país; al contrario, declara a los hijos de Het: “Extranjero y forastero soy entre vosotros” (Génesis 23:4). Pero en vista de la resurrección, busca hacer negocio con ellos para adquirir un terreno para sepultura. Lo compra por el precio justo. Igualmente negocia con el “pueblo de aquella tierra” pero sin tener comunión. Su dependencia de Dios y su posición de extranjero celestial son claras. No acepta nada del rey de Sodoma para que este no diga: “Yo enriquecí a Abram” (14:23). Cuando hay contienda entre sus pastores y los de Lot, renuncia a las cosas visibles y deja generosamente escoger a Lot, siendo él mismo el mayor y a quien Dios llamó.
¿Qué le permite conservar el carácter de extranjero en un país que le fue prometido, sabiendo que se trata de una tierra prometida pero no de posesión inmediata? ¿Por qué medio obtiene la fuerza de renunciar a las cosas de la tierra y elegir al Dios de la eternidad como parte suya y contentarse con una tienda como habitación?
Es en el altar edificado y en comunión con Dios, donde su ojo considera los lugares celestiales; mira de lejos, y cree, y saluda lo prometido (aun en presencia de la muerte), confesando que es extranjero y peregrino sobre la tierra (Hebreos 11:13).
Antes de que se nos hable de tienda, la Palabra nos dice que Abraham “edificó allí un altar a Jehová, quien le había aparecido” (Génesis 12:7). No se atreve a invocar a Dios conforme a él le parece para luego honrarlo según la inspiración de su razonamiento. El altar de Atenas llevaba la inscripción: “Al Dios no conocido” (Hechos 17:23). No sucede así con el altar de Abraham. Él conoce al Dios que le había aparecido y lo honra según la revelación que Él había dado de sí mismo. Este acto también muestra la obediencia con la cual Abraham siguió el llamamiento de Dios.
Desde Siquem recorre el país como peregrino y planta su tienda entre Bet-el y Hai. Su dependencia se profundiza y aprende que Dios, quien le ha aparecido, “ama también al extranjero” (Deuteronomio 10:18), que no se avergüenza de llamarse Dios de los que anhelaban una patria mejor, esto es, celestial (véase Hebreos 11:16). Siendo peregrino y extranjero, él edifica en Bet-el otro “altar a Jehová, e invocó el nombre de Jehová” (Génesis 12:8).
Más tarde, habiendo demostrado a Lot que él sabe renunciar a todo lo que el mundo puede ofrecer, por el gozo de la comunión con su Dios, edifica el altar del renunciamiento en Hebrón poniendo su tienda en el encinar de Mamre (13:18).
Tienda y altar están siempre acompañados el uno del otro. Obediencia, dependencia y devoción, estos tres caracteres de la separación para Dios, se manifiestan así delante del mundo.
Al mismo tiempo la tienda y el altar constituyen un conjunto inseparable. Vivir en la tienda, es decir estar separado exteriormente, no es suficiente. Muy al contrario, la separación interior la cual podemos aprender solamente en el altar, en la presencia de Dios, debe preceder a la separación exterior; entonces se producirá la separación con las cosas del mundo y la santidad en el andar y en el testimonio que se da.
Una debilidad en la vida de Abraham nos recuerda seriamente esta verdad. Bajo la presión de las circunstancias (hambre), se desvía del sendero de la fe y va a Egipto donde no hay ni altar ni comunión con Dios (12:10). El patriarca continúa viviendo bajo una tienda, pero a su testimonio le falta la fidelidad y la firmeza de los días precedentes. Las riquezas terrenales que encuentra en ese camino vienen a ser para él, después de su restauración, por aguijones en sus ojos y por espinas en sus costados (véase Números 33:55); porque es precisamente la ganancia material adquirida en Egipto que será causa de contienda entre sus pastores y los de Lot. La gracia de Dios restaura al que se desvió del camino, pero los días pasados en Egipto son vanos; son perdidos. El patriarca vuelve al punto de partida “hasta el lugar donde había estado antes su tienda entre Bet-el y Hai, al lugar del altar que había hecho allí antes” (Génesis 13:3-4); debe recomenzar (véase Números 6:8-12).
Solamente aquel que vive regularmente en el santuario de Dios, que anda en una comunión ininterrumpida con Dios, puede ser un testigo eficaz para este mundo. ¿No hemos hecho a menudo nuestro camino dos veces? Al lado de nuestra tienda faltaba el altar. En consecuencia, poco progreso espiritual ha sido registrado en nuestra vida práctica.
Una lección más seria nos es dada por la conducta de Lot. Se dice de él que “fue poniendo sus tiendas hasta Sodoma” (Génesis 13:12). No se trata del altar. Además Lot levanta sus tiendas en el lugar donde son atraídos “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida” (1 Juan 2:16). Más tarde se le abrirá la puerta de la ciudad. Allí, abandona su tienda y lo encontramos “sentado a la puerta de Sodoma” (Génesis 19:1), ocupando un lugar de autoridad reservado a los hombres respetados e influyentes.
Sin embargo está escrito de él: “Este justo, que moraba entre ellos, afligía cada día su alma justa, viendo y oyendo los hechos inicuos de ellos” (2 Pedro 2:8). El creyente puede caer tan bajo que los dos signos distintivos de su posición, la tienda y el altar, estén ausentes; solo la agitación y los tormentos de su conciencia testifican de su posición. ¡Cuán humillante es esto!
Notemos todavía la diferencia entre la infidelidad de Abraham y la de Lot. El hambre que cayó sobre la tierra en que moraba Abraham lo lleva a descender a Egipto para encontrar socorro. La falta de fe lo hace titubear y desviarse del camino de obediencia. Pero la gracia de Dios lo restaura y le hace capaz de seguir viviendo en su dependencia, de afirmarse en el camino de la fe con verdadera fuerza espiritual. Es lo mismo hoy. Una real restauración aumenta nuestra fuerza espiritual, porque ella nos eleva por encima de todo lo que la hizo necesaria.
Para Lot fue distinto. No fue la necesidad que lo incitó a poner “sus tiendas hasta Sodoma”; fue el amor al mundo, el deseo de una vida fácil, las riquezas de esta tierra, el goce de los placeres y honores de este mundo. Todo esto lo atrae. Podemos aplicarle el versículo 15 del Salmo 106: “Y él les dio lo que pidieron; mas envió mortandad sobre ellos”. Lot se hunde cada vez más, y es “salvo, aunque así como por fuego” (véase 1 Corintios 3:15).
Descuidando el altar de la adoración, comenzamos suavemente a poner nuestra tienda hacia Sodoma, hacia un mundo que ama la prosperidad sobre la tierra y desprecia las cosas divinas. La tendencia de Lot está en nosotros y, si el mundo no se muestra en su forma pagana como en los días de Sodoma, es sin embargo siempre el mismo mundo del judío religioso, del griego cultivado y del orgulloso romano que crucificó a Cristo.
No pertenecemos más a este mundo. Escogidos por Dios antes de la fundación del mundo, librados del presente siglo malo, solo somos dejados aquí para morar en tiendas, glorificar al Señor y ser enseñados por Dios en los diversos caminos por los que nos hace pasar. Somos cartas de Cristo aunque correspondamos tan pobremente a esa vocación. Estamos llamados a manifestar el segundo hombre, hombre del cielo, en un mundo que lo rechazó. Sí, estamos unidos a Cristo en la gloria y su medida de separación es también la nuestra.
Asir estas verdades nos hace comprender lo que debe ser nuestra separación para Dios en este mundo, como testigos, por la tienda y el altar, que nuestro llamamiento es celestial. ¡Oh cuán débiles somos y poco consecuentes en la realización de estas cosas! Consideremos a Jesús en su vida aquí abajo, siguiendo su sendero maravilloso de separación en este mundo impuro, recordando su palabra: “Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo” (Juan 17:18). ¡Quedamos avergonzados al ser conscientes de esto!
La gracia de Dios atrajo muchos creyentes a lo que es “desde el principio”. Pero varios se contentan en una posición de separación exterior, que tomaron de manera eclesiástica. Están orgullosos de ello, pero poco conscientes del andar práctico que se debe seguir en el camino de separación. Se contentan con vivir en la tienda faltándoles el altar. No hay verdadera comunión con Dios, sin andar en luz. Como consecuencia falta ese vigor espiritual en sus relaciones con el mundo.
Nuestro Señor y Salvador jamás tuvo comunión con la manera de pensar y las aspiraciones del mundo. Al contrario, buscaba hacer volver los pensamientos del hombre hacia Dios. Si nos dejamos influenciar por los pensamientos de los hombres de este mundo hasta compartir su manera de ver, caemos progresiva, pero inevitablemente, en un estado espiritual bajo; venimos a ser como la sal que se desvanece y “no sirve más para nada” (Mateo 5:13). Cuanto más nos comprometemos con el mundo, más nutrimos nuestras almas de las cosas de la tierra en vez de nutrirnos de Cristo, entonces los variados aspectos del mundo modelan nuestro carácter y comportamiento. Imitamos a ese pequeño insecto que toma siempre el color de la hoja de la que se nutre.
¡Cuán expuestos están los creyentes que por sus negocios mantienen relación con el mundo! Olvidamos fácilmente que somos discípulos de aquel que, aquí abajo, no tenía donde recostar su cabeza. Corremos el peligro de actuar según los principios de aquellos que nos rodean. Contrariamente a Abraham, la atracción de la ganancia o de los honores pueden atraernos. ¡A pesar de esto, profesamos ser peregrinos, extranjeros, “elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo” (1 Pedro 1:2)!
Pero no caigamos tampoco en el error que consiste en querer parecer más piadosos de lo que somos realmente.
El corazón que verdaderamente está separado del mundo es aquel en el que Cristo tiene el primer lugar. El principio: “Para mí el vivir es Cristo” (Filipenses 1:21) dirige a tal creyente en sus negocios y en su andar. Nutre el deseo que sea “magnificado Cristo en mi cuerpo, o por vida o por muerte” (v. 20). Su camino y su carácter vienen a ser celestiales, su morada en la tienda es una realidad; todo lo que se puede ver de él, “conducta, propósito, fe, longanimidad, amor, paciencia” (2 Timoteo 3:10) lo atestigua en medio de las circunstancias y dificultades de los últimos días.
Los pensamientos de ese creyente son los pensamientos de Cristo. No busca ni su interés, ni su propia gloria, sino la gloria de Dios y el bienestar de sus hermanos. La imagen de Jesús, caracterizada por la bondad y la humildad, es visible en él. Rodeado de un ambiente sombrío, es como una luz brillante. Como Pablo o Timoteo o Epafrodito, sirve al Señor con un amor desinteresado (Filipenses 2).
Con la energía de la fe, ese cristiano pone la mira hacia arriba. Olvidando lo que queda atrás, y extendiéndose a lo que está delante, prosigue a la meta, al premio del supremo llamamiento celestial de Dios en Cristo Jesús (3:13-14). Ve a Cristo glorificado a la diestra de Dios, su meta. Separado para el Señor, encuentra su gozo, su todo en Jesús. Está por encima de las circunstancias de esta vida. En Cristo posee una fuerza que lo hace independiente de los hombres y de las circunstancias.
Pablo, como verdadero nazareo, podía decir: “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (4:11-13).
¡Quiera el Señor concedernos el plantar aquí abajo, con mano firme tanto la tienda como el altar, con corazones llenos de la completa suficiencia de Jesucristo! ¡Ceñidos nuestros lomos y nuestras lámparas encendidas! Y ¡que el testimonio dado a los tesalonicenses pueda sernos aplicado: Se convirtieron “de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” (1 Tesalonicenses 1:9-10)!