“Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:14).
Sin duda, para los que pertenecen al Señor Jesús, es de suma importancia ser guiados por el Espíritu de Dios. El Espíritu Santo mora en el creyente. Él quiere guiarle y dirigirle. Cada decisión debería tomarse bajo la dirección del Espíritu sobre la base de la Palabra de Dios. A veces se cita Romanos 8:14 para confirmar este pensamiento.
Con seguridad, podemos aplicar este versículo de la manera mencionada previamente. Sin embargo, si examinamos el contexto de Romanos 8, nos damos cuenta de que Pablo apunta a un aspecto muy particular de la dirección del Espíritu. Veamos algunos detalles.
En la carne — en el Espíritu
Romanos 8:5-11 muestra que hay una diferencia sustancial entre alguien que es “de la carne” y alguien que es “del Espíritu”. Un hombre “de la carne” es un incrédulo. Actúa según la motivación de su vieja naturaleza (la carne). No puede hacer otra cosa. Está totalmente bajo el control de la carne. En contraste, aquel que es “del Espíritu” (un creyente) actúa conforme a la nueva naturaleza. Ya no vive “según la carne” sino “según el Espíritu”. Esta es la forma en la que Dios lo ve.
Esta perspectiva divina está relacionada con nuestra responsabilidad práctica. Esto es lo que Pablo retoma en el versículo 12: “Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne”. Es pura gracia que Dios ya no nos vea “según la carne” sino “según el Espíritu”. Pero esto no nos quita de ninguna manera nuestra responsabilidad. Si tenemos en alta estima lo que Dios nos ha dado en Cristo (la posición cristiana), el resultado solo puede influir en nuestra vida cotidiana. Entonces estaremos dispuestos a aceptar la dirección del Espíritu y a rechazar la actividad del pecado en nosotros.
En otras palabras, bajo la guía del Espíritu Santo mostramos en nuestra vida diaria cuál es nuestra posición ante Dios. No es posible disfrutar de la posición cristiana y vivir una vida como a nosotros nos gustaría. Nuestra posición debe reflejarse en la práctica.
Vivir según la carne
El hecho de que ya no seamos “de la carne” (posición) no significa que no volvamos a veces a vivir “según la carne”. La realidad demuestra que podemos vivir de forma “carnal” o “según la carne”. Romanos 13:14 nos anima a no “proveer para los deseos de la carne”. Aunque seamos “del Espíritu”, es posible cultivar la carne en nosotros. Los resultados se llaman las “obras de la carne” (Romanos 8:13), las cuales siempre son todo lo contrario al “fruto del Espíritu” (Gálatas 5:19-23).
Somos conscientes de que por nuestra antigua naturaleza no hay poder en nosotros para no vivir según la carne. Necesitamos el poder de alguien más y este es el Espíritu Santo. Imagine una gaviota, supera sin problemas la fuerza de la gravedad y se eleva. El ave tiene el poder en sí misma para hacerlo. Pero imagine que la gaviota cae sobre petróleo derramado y este se impregna en el plumaje. Ya no podrá elevarse. Se necesita una ayuda externa para liberar al pájaro. Como esta ave, tenemos un poder en nosotros mismos: Romanos 8:2 lo llama el “Espíritu de vida en Cristo Jesús”. El Espíritu Santo que mora en nosotros nos da la capacidad de vivir para la gloria de Cristo. Sin embargo, nos es posible ser contaminados por la suciedad del pecado. En este caso, necesitamos ayuda externa para librarnos de la contaminación de la carne. Es de nuevo el Espíritu Santo quien nos proporciona esta ayuda.
Un camino de muerte
En Romanos 8:13 se afirma que, si vivimos según la carne, moriremos. Esta es una declaración seria. No nos hace dudar de nuestra salvación eterna, ya que esta nunca podrá sernos arrebatada si somos verdaderos creyentes. Como hijos de Dios, hemos sido librados de la ley del pecado y de la muerte (Romanos 8:2). Somos capaces de vencer la carne en el poder del Espíritu. Sabemos que el pecado ha sido juzgado y podemos considerarnos “muertos al pecado” (Romanos 6:11). Sin embargo, es posible que vivamos una vida según la carne. Si lo hacemos, operamos en el terreno de la vieja naturaleza. Esto es algo grave porque el fin de este camino es la muerte.
La muerte significa separación. Los que viven según la carne no tienen comunión con Dios. Si un creyente vive una vida así, está en un camino que termina en la muerte. Es cierto que Dios nunca permitirá que la muerte obtenga la victoria sobre nosotros. No hay condenación para los que están en Cristo Jesús (Romanos 8:1). Pero esto no cambia la afirmación de que ese mismo camino lleva a la muerte. Por un lado, nadie debería dudar de su salvación eterna, que está asegurada por Cristo mismo (Juan 10:27-30). Por otro lado, nadie debe adormecerse en una falsa sensación de seguridad. Una profesión no es suficiente.
Utilicemos un ejemplo para ilustrarlo. Imagine que una oveja y un cerdo caen en el barro. El cerdo inmediatamente se sentirá feliz y no intentará salir. La oveja, por el contrario, hará cualquier cosa para irse lo antes posible. ¿Por qué reaccionan de forma tan diferente? Porque tienen una naturaleza diferente. El creyente puede ser comparado con la oveja. No se siente feliz cuando vive según la carne.
Hacer morir las obras de la carne
La segunda mitad del versículo 13 muestra la manera de evitar vivir una vida según la carne. Bajo el poder del Espíritu Santo hacemos morir las obras de la carne. Esta es la verdadera vida, de ahí la afirmación de Pablo: “si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis”. Esta es una vida en comunión con Dios. Es una vida que comienza en la tierra y que se disfrutará plenamente en la eternidad. Las obras de la carne son los malos resultados de la actividad de la misma (la vieja naturaleza). Tenemos que hacerlas morir. Esto es lo que se afirma también en Colosenses 3:5, y este versículo da algunos ejemplos de las cosas que hay que hacer morir. La cuestión no es crucificar la carne en nosotros de nuevo. Dios lo hizo de una vez por todas en la cruz. La carne, siendo la raíz de estas obras malas, fue crucificada (Gálatas 5:24). Es imposible hacerlo de nuevo. El juicio fue pronunciado y ejecutado. Pero, como consecuencia práctica, tenemos que desechar de la manera más radical las manifestaciones de la carne cuando se presentan en nuestra vida.
Recordemos tres hechos vitales que se mencionan en Romanos:
- En la carne no mora el bien (Romanos 7:18). La carne en nosotros es absolutamente indigna y corrupta.
- Dios ha condenado el pecado en la carne (Romanos 8:3). Esto se hizo de una vez por todas en la cruz.
- Nos consideramos muertos al pecado y vivos para Dios (Romanos 6:11). Nosotros (no el pecado en nosotros) estamos muertos. El viejo hombre —el hombre antes de su conversión, marcado por el pecado— ya no existe a los ojos de Dios. Ha sido desechado.
Si hemos comprendido estas verdades podremos hacer morir las obras de la carne. Y no lo haremos con nuestro propio poder, sino bajo la dirección, la guía y el poder del Espíritu Santo.
Hacerles morir no significa usar la violencia física y herirnos corporalmente. Al contrario, significa poner las obras de la carne bajo el juicio de la muerte de Cristo. Nos juzgamos a nosotros mismos. Para usar otra ilustración, comparamos al viejo hombre con un árbol que ha sido cortado. El tronco sigue existiendo y tratará de producir nuevos brotes verdes. Estos brotes son como las obras de la carne. Si no los cortamos, crecerán y se harán más grandes.
Hijos de Dios — guiados por el Espíritu de Dios
La conclusión se encuentra en el versículo 14 de este capítulo 8, como lo demuestra el uso de la palabra “porque” al principio del versículo: “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios”. Ahora el contexto es claro; es una marca distintiva de los hijos de Dios hacer lo que está escrito en el versículo 13. Los hijos de Dios son personas guiadas por el Espíritu para hacer morir las obras de la carne, es decir, saben lo que significa el juzgarse a sí mismos. Los hijos de Dios no son guiados por la carne (aunque puedan caer en pecado), sino que son guiados por el Espíritu Santo al examinarse diariamente. Esta es una de sus características.
Es verdad que Dios nos ha hecho sus hijos. Esa filiación habla de la posición a la que hemos sido llevados por tener el Espíritu Santo. Somos hijos de Dios por el nacimiento.
El Nuevo Testamento nos muestra diferentes aspectos de nuestra filiación. Me gustaría mencionar cuatro de ellos:
- Un hijo comparte (en alguna medida) los pensamientos de su padre y tiene una cierta comprensión de ellos. Nosotros, como hijos de Dios, tenemos pensamientos comunes con él sobre su Hijo. Es el Espíritu del Padre (“su Espíritu”) quien nos permite tener tales pensamientos, fortaleciéndonos “con poder en el hombre interior” (Efesios 3:16).
- Como hijos, hemos sido puestos en una relación con el Padre, una relación marcada por la dignidad y la libertad, en contraste con la esclavitud (Gálatas 4:5-7). Los que están bajo la ley son comparados a los sirvientes (esclavos), pero los cristianos son hijos y herederos.
- Un hijo es capaz de representar a su padre cuando este está ausente. Como hijos de Dios somos sus representantes en la tierra. Esto se verá plenamente en un día futuro cuando los hijos de Dios serán manifestados (Romanos 8:19).
- Un hijo es alguien que honra a su padre con su comportamiento. Este es precisamente el aspecto que se nos presenta en Romanos 8:14. Dios nos ha predestinado para la adopción por medio de Jesucristo, “hijos suyos… según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia” (Efesios 1:5-6). Nótese que la adopción aquí no es principalmente para nosotros (aunque sea una gran bendición), sino que es “para sí mismo” (V.M.) y “para alabanza de la gloria de su gracia”. Dios quiere ser honrado por sus hijos. Esto será absolutamente cierto en un día futuro, pero debería ser una realidad ahora.
Dios quiere tener hijos en la tierra que vivan para Él y en los que se complazca. Cuando el Señor Jesús estuvo aquí en la tierra, glorificó a Dios de una manera única. Dios abrió los cielos sobre Él y se oyó la voz: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). El Señor Jesús era perfecto e inmaculado. No había ninguna obra de la carne que tuviera que hacer morir. ¡Ninguna en absoluto! Esto supone una gran diferencia. Si queremos vivir para agradar y glorificar a Dios en nuestros cuerpos (1 Corintios 6:20), es imperativo hacer morir las obras de la carne y vivir en el ejercicio diario de juzgarnos a nosotros mismos. Esto lo hacemos bajo la dirección del Espíritu Santo. Esto es lo que Pablo quiere enseñarnos cuando afirma: “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios”.
Un último reto
Terminemos con una pregunta: ¿Nos conformamos solamente con saber que el Espíritu de Dios mora en nosotros y que somos hijos de Dios? Esta es, en efecto, una posición de bendición. Pero no es todo. Deberíamos dar al Espíritu en nosotros plena libertad para que nos guíe y nos ayude a dar muerte a todos los horribles frutos de la vieja naturaleza que se manifiestan tan fácilmente en nuestra vida.1 Llegará el día en que seremos “conformes a la imagen de su Hijo” (Romanos 8:29). Esta es la predestinación de Dios, y se cumplirá cuando Jesús aparezca con poder y gloria en la tierra y nosotros con él. Pero, ¿por qué deberíamos esperar hasta ese momento? El Espíritu quiere ayudarnos a ser más parecidos a Cristo incluso ahora, para gloria y placer de nuestro Dios y Padre.
- 1Aunque esto es algo importante, no es la actividad principal del Espíritu Santo en nosotros. Su actividad preeminente es mostrarnos a Cristo. El mismo Señor Jesús dijo: “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:14). Podríamos llamar a esto la actividad «positiva» del Espíritu Santo, mientras que su actividad de llevarnos a juzgarnos a nosotros mismos nos muestra el lado «negativo».