Jonatán

1 Samuel cap. 13 al 31

Jonatán, hijo de Saúl

Años después de que Dios liberara a Israel en Mizpa en respuesta a la insistente oración de Samuel (7:5-14), el pueblo sufría de nuevo la presión de los filisteos. Era el enemigo habitual, el del interior, el que moraba en el país que Dios había dado a Israel y al que jamás consiguieron echar. Israel no estaba en guerra franca con los filisteos en ese momento, pero sufría su ley sin reparar en sus artimañas (13:19-21). Los filisteos se aprovechaban de su relación de vecindad para acaparar toda la competencia y la actividad económica en el trabajo de herrería. Les ofrecían deliberadamente sus servicios, seguramente ventajosos, para el suministro y mantenimiento de los utensilios agrícolas. De esa manera llegaron a privarlos de las armas necesarias para la guerra. Indistintamente, el mundo se complace en cooperar con los cristianos si de alguna manera puede privarlos de sus armas espirituales.

“Así aconteció que en el día de la batalla no se halló espada ni lanza en mano de ninguno del pueblo que estaba con Saúl y con Jonatán, excepto Saúl y Jonatán su hijo, que las tenían” (v. 22). El primero en tomar conciencia de la necesidad de sacudir el yugo de los filisteos fue Jonatán: “Jonatán atacó a la guarnición de los filisteos que estaba en el collado” (v. 3; “en Geba”, V.M.). Esta guarnición de los filisteos, establecida en una de las ciudades de los sacerdotes en Benjamín (Josué 21:17), era el símbolo de la sujeción de Israel al enemigo del interior.

Una seria advertencia para nosotros los creyentes que, en el entorno mundano gobernado por los deseos de la carne, perdemos fácilmente la conciencia de su dominio sobre nosotros.

Jonatán, hombre de fe

Esta primera victoria de Jonatán muestra que Dios se sirve del hombre de fe para hacer el bien a su pueblo. Esta suscita la ira de los filisteos que se juntan para pelear contra Israel obligando a Saúl y al pueblo a reunirse en Gilgal. Pero Saúl, aunque proclama a su favor la victoria de Jonatán (1 Samuel 13:3-4), tiembla de miedo ante la perspectiva de ser atacado por los filisteos. No aguarda el tiempo fijado por Samuel, ofrece él mismo el holocausto y es rechazado por Dios a causa de su desobediencia. Siendo Saúl puesto de lado moralmente, ahora es Jonatán quien pelea solo la batalla de la fe. Sin temor ante el abandono de su pueblo, ni desánimo por la posición de inferioridad estratégica de la tropa de Israel, se dispone a luchar a la espera de una señal divina. Su esperanza: “Quizá haga algo Jehová por nosotros”, se basa en la certeza de que “no es difícil para Jehová salvar con muchos o con pocos” (14:6). Comparte esta actitud con su compañero, el paje de armas, pero no con Saúl, con quien no puede asociarse.

Jonatán se muestra con valentía a la vista del enemigo y recibe la indicación de que Dios va a entregárselo en su mano. Sin dejarse intimidar por la dificultad ni el sufrimiento, sube la empinada cuesta “trepando con sus manos y pies”, seguido por el paje de armas. Dios responde a la fe de estos dos combatientes haciendo caer delante de ellos como veinte hombres (v. 13-14). Y hay pánico en el campamento en Micmas (13:5). El acontecimiento no se limita solamente a los dos guerreros. “Gran consternación” (14:15; “terror de Dios”, V. J.N.D.; véase también Génesis 35:5) cae sobre los enemigos de Israel porque estos dos hombres son, por la fe, los instrumentos de la voluntad de Dios en ese momento. El resultado es una gran salvación para todo el pueblo que obliga a los filisteos a volver a su lugar (v. 45-46).

Jonatán ilustra la energía de la fe en un contexto de pasividad generalizada, pues, a pesar de estar solos, él y su paje andan y actúan con Dios. Este acto de fe es una bendición para todos. En toda circunstancia hay un camino preparado por Dios para la fe; solo puede ser percibido y seguido por ella. “El camino de Jehová es fortaleza al perfecto; pero es destrucción a los que hacen maldad” (Proverbios 10:29).

La conducta de Jonatán, artífice de la victoria, es tan incomprendida por Saúl, desprovisto de fe y de discernimiento, que la acción y el deseo intempestivos de este habrían conducido a su hijo a la muerte si Dios no hubiera tenido cuidado de que Saúl fuera desaprobado por el pueblo. La gran victoria cumplida por el acto de fe de Jonatán tiene como resultado consolidar la realeza de Saúl sobre Israel (1 Samuel 14:46-48), pero sin entrar en el camino de la fe. Su desobediencia a las órdenes de Dios —a través de Samuel— con respecto a Amalec provoca su rechazo definitivo (cap. 15).

David, escogido por Dios y vencedor de Goliat

Entonces Dios envía a Samuel a ungir al que ha elegido para reinar sobre Israel. Es David, el varón conforme a su corazón, un humilde pastor desestimado en la casa de su padre, pero apreciado por aquel que mira el corazón (16:7). Sin embargo, sus cualidades llaman la atención de un criado que informa a Saúl: “He aquí yo he visto a un hijo de Isaí de Belén, que sabe tocar, y es valiente y vigoroso y hombre de guerra, prudente en sus palabras, y hermoso, y Jehová está con él” (v. 18). Saúl lo llama a su lado y David se convierte tanto en su arpista como en su paje de armas. Lo ama por los servicios que le presta, pero no lo conoce realmente: pronto se olvida de él.

Son muchos hoy los que quisieran encontrar en Cristo una tranquilidad de espíritu y socorro en sus dificultades, pero no saben o no quieren discernir en él al Señor, al Hijo de Dios como único Salvador.

Cuando los filisteos se agrupan para pelear contra Israel, envalentonados por la fuerza sobrehumana de su paladín Goliat, Saúl y sus siervos se juntan también, pero se turban y atemorizan por los ultrajes y la apariencia aterradora del gigante. Ninguno de los hombres valientes de Saúl puede hacer frente al desafío de Goliat. El propio Jonatán no aparece: la batalla que se va a librar es de una escala diferente a las que había ganado hasta ahora. Está reservado al verdadero “ungido de Jehová” el destruir al gran enemigo. Nadie piensa en David que, despachado por Saúl momentáneamente, ha vuelto al cuidado de sus ovejas. David, enviado por su padre a servir a sus hermanos, es despreciado por ellos, pero sus palabras llenas de confianza en Dios no pasan desapercibidas: son referidas a Saúl. Este lo hace venir y hablándole como a un desconocido y con desdén declara: “No podrás tú ir contra aquel filisteo, para pelear con él” (17:33; “Tú no eres capaz de...” V. J.N.D.). Sin embargo debe inclinarse ante el testimonio de confianza de David: “Jehová, que me ha librado de las garras del león y de las garras del oso, él también me librará de la mano de este filisteo” (v. 37). David rechaza la coraza y la espada que Saúl le ofrece y avanza solo hacia Goliat, sin otro equipamiento que sus vestiduras de pastor y honda en la mano.

Antes de pasar a las armas, el enfrentamiento es ante todo verbal. Goliat expresa su enorme desprecio por David y le maldice por sus dioses. David no desprecia a Goliat y reconoce la fuerza de sus armas, pero declara: “Tú vienes a mí con espada y lanza y jabalina; más yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado. Jehová te entregará hoy en mi mano, y yo te venceré... y toda la tierra sabrá que hay Dios en Israel” (v. 45-46; “...hay un Dios por Israel” V. J.N.D.). Es como si el combate ya hubiera tenido lugar y el resultado estuviera asegurado porque “de Jehová es la batalla” (v. 47). Dirigida por Dios, la piedra tirada con la honda por David queda clavada en la frente del gigante siendo inmediatamente abatido. David se adelanta, le saca la espada y le corta la cabeza.

Esta victoria de David, el ungido de Dios, sobre el adversario de Israel es una asombrosa imagen de la victoria de Cristo que destruyó “por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14).

Jonatán ligado a David

David es llevado delante de Saúl por Abner, general del ejército. Sosteniendo la cabeza del filisteo en su mano se presenta delante de Saúl y de sus siervos, admirados y al mismo tiempo reticentes ya que esta hazaña los salva y los humilla. ¿Cómo es posible que este del que no se conoce ni su nombre pudiera cumplirla? Solamente un hombre se pronuncia a su favor. Jonatán, hijo de Saúl, supuesto heredero del trono, héroe nacional en Israel, se adelanta, se quita su manto de príncipe y se lo da a David. Deposita a sus pies otras ropas suyas, hasta su espada, su arco y su talabarte. Su alma queda ligada con la de David: “Lo amó Jonatán como a sí mismo” (1 Samuel 18:1). Nada más cuenta ya para Jonatán. No solo aprecia sin ofensa ni reticencia la proeza de alguien más poderoso que él, sino que su corazón es ganado por la hermosura moral de aquel cuya humildad iguala a su fuerza y coraje. Renuncia a su título porque discierne en David a aquel a quien son debidos el reino y la sumisión. Al mismo tiempo lo toma como objeto de su afecto, amor y devoción. E hicieron pacto Jonatán y David y se mostró indeclinable en su amor.

¿Hemos sido así “asidos por Cristo Jesús”, cuya grandeza, victoria, hermosura y gracia, sobrepasan infinitamente las de David? Pablo lo fue y dijo: “Ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:8, 12).

David perseguido por Saúl

La victoria de David y los éxitos que consigue después le dan un gran prestigio frente a todo Israel. Los siervos de Saúl, luego su hija Mical, lo aprecian y lo aman cada uno a su manera. Los celos de Saúl se transforman rápidamente en odio. Amenazado varias veces, David debe estar atento e incluso esconderse.

Solo Jonatán le muestra a David un apego infalible. Mientras que los siervos de Saúl participan de sus malvados designios, Jonatán resiste a su padre, quien quiere hacerlo matar, y lo defiende con ímpetu. Hace ver que los éxitos militares de David son muy ventajosos para el rey y para todo Israel, y Saúl se deja convencer (1 Samuel 19:1-6). Después de haber estado otra vez en peligro de muerte y obligado a huir, David viene a Jonatán. Este se compromete a esclarecer las intenciones de Saúl. Jonatán está convencido de que David debe reinar y le hace prometer hacer misericordia con él y su familia cuando esté sentado sobre el trono. “Jonatán hizo jurar a David otra vez, porque le amaba, pues le amaba como a sí mismo” (20:17).

Se expone a la ira de su padre y al tiro de su lanza al explicar el motivo de la ausencia de David. Poniendo su vida en peligro por él, Jonatán muestra que lo estima más que a sí mismo: “Tenía dolor a causa de David, porque su padre le había afrentado” (v. 34). Saúl ha afrentado y amenazado personalmente a Jonatán, pero no es esto la causa principal de su sufrimiento, es la afrenta hecha a David.

Nosotros, de igual modo, ante el desprecio del mundo, deberíamos sentir más fuertemente la afrenta hecha a Cristo que la nuestra propia.

Jonatán visita a David

El encuentro entre David y Jonatán está marcado por muchas lágrimas, sobre todo por David. Es el comienzo de los vagabundeos del fugitivo. “Y él se levantó y se fue; y Jonatán entró en la ciudad” (v. 42). Durante varios años (cap. 21 a 30), David andará errante de un lugar fortificado a otro, en los desiertos, y en cuevas donde se le unen hombres desesperados que lo reconocen como jefe, pero es perseguido por Saúl “así como quien persigue una perdiz por los montes” (26:20).

Durante todo este tiempo, Jonatán permanece en la corte del rey, su padre, pero sin participar en su acción. Una vez más visita a David, en secreto, en el desierto de Zif, en Hores, y lo anima (23:16-18). Jonatán reafirma su pacto con David, convencido de que este debe reinar. Aun así, su preocupación por su propio destino y por el de su familia, le impide unirse a él, como su afecto debería haberle llevado a hacer. En un encuentro anterior había admitido su fragilidad de estar junto a Saúl: “Si yo viviere, harás conmigo misericordia de Jehová, para que no muera” (20:14). Esta vez dice: “Tú reinarás sobre Israel, y yo seré segundo después de ti” (23:17). Seguramente que David deseaba en su corazón que Jonatán se asociara con él cuando reinara, y no tenía necesidad de que este le pidiera hacer misericordia con los suyos. Pero Jonatán no supo afligirse con David compartiendo su rechazo y siguió gozando de las ventajas temporales que tenía en la corte. Tristemente resuena la conclusión del último encuentro de los dos amigos: “David se quedó en Hores, y Jonatán se volvió a su casa” (v. 18). Preguntémonos a nosotros mismos, cada uno en particular: El Señor es precioso para mí y creo que lo amo. Pero, ¿estoy dispuesto, en la práctica, a seguirlo de cerca mientras siga siendo rechazado en este mundo y a compartir el desprecio que se le tiene por encima de todo?

Jonatán en el monte de Gilboa

Los filisteos se juntan nuevamente para hacer guerra contra Israel. Saúl está aterrado porque Dios no le responde más (28:4-6). Su decadencia moral es tal que va a pedir consejo a una mujer que tiene espíritu de adivinación, lo que es una abominación para Dios. Por medio de Samuel, Dios interviene entonces para confirmar a Saúl su rechazo y anunciarle su muerte inminente: “Mañana estaréis conmigo, tú y tus hijos; y Jehová entregará también al ejército de Israel en mano de los filisteos” (v. 19). Los hijos de Saúl asociados con él deben compartir el mismo destino. A la mañana siguiente, en el monte de Gilboa, “siguiendo los filisteos a Saúl y a sus hijos, mataron a Jonatán, a Abinadab y a Malquisúa, hijos de Saúl” (31:2).

¿Quién puede medir las consecuencias de la unión deliberada de un cristiano con lo que el Señor ya ha condenado?

David en duelo por Jonatán

No hay nada más conmovedor que el lamento de David por las pérdidas de Saúl y Jonatán. Recuerda sus hazañas; hasta olvida todo el daño que le hizo Saúl e invita a Israel a llevar duelo por él. No le reprocha nada, pero debe decir con mucho dolor: “Saúl y Jonatán, amados y queridos; inseparables en su vida, tampoco en su muerte fueron separados” (2 Samuel 1:23). Su profundo afecto por Jonatán y su gran pesar se expresan de manera elocuente: “¡Cómo han caído los valientes en medio de la batalla! ¡Jonatán, muerto en tus alturas! Angustia tengo por ti, hermano mío Jonatán” (v. 25-26). ¿Sería posible que Jonatán pereciera por manos de los filisteos, contra los enemigos que tanto el uno como el otro habían combatido victoriosamente con la ayuda de Dios? No supo ponerse al abrigo de aquel que Dios había escogido, como lo hizo Abiatar, a quién David había dicho: “Conmigo estarás a salvo” (1 Samuel 22:23). El amor de Jonatán era grande y puro. David lo había apreciado y lo recuerda: “Me fuiste muy dulce. Más maravilloso me fue tu amor que el amor de las mujeres” (2 Samuel 1:26). Pero el amor de David por Jonatán lo supera con creces y perdura más allá de la muerte.

Difícilmente nos dejamos instruir por los ricos ejemplos de la Escritura. Sin embargo, si la actitud de Jonatán nos llevara a aferrarnos al Señor para seguirlo de cerca, aceptando ser rechazados con él... ¡cuántas pérdidas nos evitaríamos! Y el Señor no se privaría del gozo de darnos su aprobación.

La bondad de David hacia el hijo de Jonatán

Después de la muerte de Saúl, David, ungido rey sobre la tribu de Judá, manifiesta mucho respeto por la familia de Saúl; inclusive hacia Abner, jefe del ejército, que trata de conservar en el trono de Israel a Is-boset hijo de Saúl (2:12). Y cuando David reina sobre todo Israel, el recuerdo de Jonatán le inspira este llamamiento: “¿Ha quedado alguno de la casa de Saúl, a quien haga yo misericordia por amor de Jonatán?” Mefi-boset, hijo de Jonatán, “lisiado de ambos pies”, gusta de esta “misericordia de Dios” a la mesa del rey, como uno de sus hijos (cap. 9). Él es quien recibe los beneficios que David tenía reservados para Jonatán.

¡Hermosa imagen de la bondad con la que el Señor se acuerda de cada uno de los que lo aman, olvidando sus faltas! Dejémonos estimular por las Escrituras para amar al Señor de manera concreta, buscando su presencia, como los dos discípulos que le preguntaron: “¿Dónde moras?” (Juan 1:38). Él dijo: “Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor” (12:26).