La educación y formación que los padres dan a sus hijos incluyen la reprensión y la corrección. Ya en el Antiguo Testamento Dios se sirve de esta imagen para poner en claro los cuidados y las atenciones que él dedica a los suyos. “Jehová al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere” (Proverbios 3:12).
Hebreos 12 cita y comenta en detalle este pasaje de Proverbios. Con una sabiduría infinitamente más elevada que la de nuestros padres, Dios nos disciplina “para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo... pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (v. 10-11).
En cuanto a la manera con la cual recibimos este castigo, o disciplina, se nos advierte de dos peligros:
- el de menospreciarla, es decir, considerarla fruto de la fatalidad en vez de proveniente de la mano de Dios,
- el de desmayar ante la reprensión divina, olvidando que es la manifestación de sus cuidados y de su amor.
¿Somos conscientes de que nuestra vida se caracteriza por muchas carencias y debilidades? Tenemos necesidad no solamente de ser instruidos, sino también de ser reprendidos y castigados. Y si los padres que aman a sus hijos se sirven a veces de la vara (véase Proverbios 23:13-14), nuestro Dios quién nos ama no puede eludir las pruebas que son necesarias para nuestra formación.
En algunos casos, si es Su voluntad, estas pruebas tienen el carácter de sanción, al mismo tiempo que de aprendizaje: “para que participemos de su santidad”. Cuando se trata de pruebas que afectan a nuestros hermanos y hermanas guardémonos de pensar que cosechan lo que sembraron. Pensando de esta manera nos pareceríamos a los tres amigos de Job a los que Eliú, mensajero de Dios, debe hacer severos reproches a causa de sus razonamientos injustos. Pero si se trata de nuestras propias pruebas, con rectitud podemos poner nuestras conciencias a la luz de Dios y pedirle que nos muestre si estas tienen relación con alguna mala obra o algún estado que no hemos juzgado delante de él.
La historia de José nos presenta tres ejemplos muy diferentes de la disciplina divina. En los tres casos la prueba es muy grande, pero el fruto es admirable.
Por envidia y odio contra José, su hermano menor, los hijos de Jacob lo venden como siervo y hacen creer a su padre que alguna mala bestia lo devoró (Génesis 37). José, siendo de edad de diecisiete años, es llevado a Egipto y viene a ser siervo de Potifar, oficial de Faraón. Luego es acusado calumniosamente por la mujer de su amo y puesto en la cárcel hasta la edad de treinta años. ¿Quién podría describir el cúmulo de sufrimientos morales y físicos que soportó este joven durante todo ese tiempo?
Pero Dios dirige todo desde lo alto. Utiliza las acciones de los hombres, incluso las peores, para lograr sus propósitos. Llega el momento en que, instruido por Dios, José interpreta un sueño de Faraón. De un día para otro, el joven cambia su estado de prisionero por el de gobernador de Egipto.
Después de los siete años de abundancia que José había predicho, hay hambre en todos los países. Jacob, obligado por la situación, envía a sus hijos a comprar trigo en Egipto. Son llevados hasta su hermano menor que no reconocen y se inclinan delante de él; pero él sí los conoce (Génesis 42).
1) El ejemplo de los hermanos de José
El comportamiento de José hacia sus hermanos es muy notable. Ciertamente es dirigido por Dios para que se haga un trabajo de conciencia en ellos y reconozcan su falta. En cierta medida su manera de proceder es una imagen de los caminos disciplinarios de Dios para con nosotros.
Con gran sabiduría, José combina actos de bondad y de severidad, actos aparentemente duros (Génesis 42:7). El objetivo no se lograría con muestras de afecto o de perdón. Sus hermanos deben abrir los ojos y reconocer delante de Dios lo que habían hecho veinte años atrás.
José actúa como si no los conoce, y les habla ásperamente, los acusa de ser espías y los pone juntos en la cárcel por tres días. En ese momento todavía tienen buena opinión de sí mismos y osan afirmar: “Somos hombres honrados” (v. 11).
Después de esos días en que tuvieron la ocasión de reflexionar, José los pone a prueba: pueden ir a su país con el trigo que vinieron a comprar con la condición que quede preso uno de ellos. Este no será librado si no vuelven a Egipto con su hermano menor, Benjamín. Pero saben de antemano que Jacob no querrá dejarlo ir. La angustia se apodera de ellos. El trabajo empieza a obrar en sus corazones. “Y decían el uno al otro: Verdaderamente hemos pecado contra nuestro hermano, pues vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y no le escuchamos; por eso ha venido sobre nosotros esta angustia” (v. 21). No murmuran contra el gobernador de Egipto que les impone tales exigencias, sino que reciben para sí esta prueba como un acto del gobierno de Dios. Rubén dice, y con razón, hablando de su hermano: “He aquí también se nos demanda su sangre”, pero desafortunadamente se distancia de sus hermanos al echarles la culpa de todo (v. 22).
En un nuevo acto de generosidad, José manda devolver el dinero a sus hermanos, poniéndolo en su saco, y les da comida para el camino (v. 25). Con gran asombro se percatan de ello al llegar: “Entonces se les sobresaltó el corazón, y espantados dijeron el uno al otro: ¿Qué es esto que nos ha hecho Dios?” (v. 28). Otra vez atribuyen a Dios lo que les sucede.
Cuando le cuentan a su padre Jacob las exigencias del señor de la tierra de Egipto, reciben un no categórico (v. 38). Pero el hambre, que es grande en la tierra, está trabajando en sus corazones y los obliga a descender a Egipto para comprar alimento (cap. 43). Esta vez Benjamín los acompaña. Son recibidos favorablemente por José, quien libra el hermano preso y los invita a comer con él. Sus costales se llenan de alimento y de dinero para cada uno, y son despedidos en paz. Pero José previó una prueba para sus corazones, severa y decisiva, al hacer poner secretamente su copa en el costal de Benjamín (cap. 44). Aquel en quien se hallare la copa sería su siervo, y los demás podrían irse libremente. ¿Cómo responderán ante esta prueba? ¿Reaccionarán frente a José como la última vez o será ahora distinto? ¿Pensarán en el dolor de su padre Jacob o serán insensibles a él?
Cuando el mayordomo descubre la copa en el costal de Benjamín, rasgan sus vestidos y vuelven a José (v. 13). La aflicción produce frutos considerables y las palabras de Judá son muy conmovedoras (v. 14-34). Abre su corazón, expone todo lo que siente y se ofrece a quedarse como esclavo en Egipto en lugar de Benjamín.
Entonces, y solo entonces, José puede dar libre curso a la expresión de su amor por sus hermanos y darse a conocer a ellos. “No podía ya José contenerse... entonces se dio a llorar a gritos” (45:1-2).
La forma en que borra la culpa de sus hermanos —si podemos expresarlo así— es admirable. “No os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros” (v. 5). “Dios me envió delante de vosotros... para daros vida” (v. 7). “No me enviasteis acá vosotros, sino Dios” (v. 8). De ningún modo está exagerando, queriendo agradarles. Es totalmente cierto que Dios, quien tiene todo en sus manos, se sirvió de este crimen para traer bendición. Pero esto no se hubiera podido expresar sin haberse producido un previo arrepentimiento en sus corazones. ¡Y qué expresión del entero perdón que José da a sus hermanos! Algo particularmente emocionante en todo este relato es la compasión de José. El servicio que presta a sus hermanos exige severidad, pero por momentos debe apartarse de ellos para llorar (42:24; 43:30-31...). Esto nos recuerda lo que nos es dicho de Dios: “Antes si aflige, también se compadece según la multitud de sus misericordias; porque no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres” (Lamentaciones 3:32-33).
2) El ejemplo de Jacob
Toda la vida del patriarca estuvo marcada por la disciplina de Dios. A menudo esta disciplina vino por medio de la cría de ovejas, a lo que él se había dedicado. Un ejemplo es cuando estuvo con Labán: el que engañó a su vez fue engañado.
Nos detendremos solamente ante la prueba que conoció Jacob cuando envió a sus hijos a Egipto.
Con el corazón todavía herido por la pérdida de José, toma un cuidado especial en no enviar al joven Benjamín a un viaje tan peligroso (42:4). Cuando vuelven solo nueve de los diez hijos y se le pide enviar a Benjamín, se niega rotundamente. Pero Dios se sirve del hambre, y tal vez incluso de otras circunstancias, para quebrar su voluntad. Y Jacob cede. Después de poner los mejores medios humanos posibles, recurre a la misericordia de Dios, como tantas otras veces en su vida, y concluye: “Y si he de ser privado de mis hijos, séalo” (43:14). ¡Qué difícil es el camino que quiebra la propia voluntad y acepta la voluntad de Dios, cualquiera que esta sea!
Tal es el trabajo de Dios en el alma de un hombre enérgico y voluntarioso. Poco después Jacob volverá a recobrar todo, aun a José, a quien creía definitivamente perdido.
3) El ejemplo de José
En contraste con la disciplina de los hijos de Jacob que tiene por objetivo señalar su pecado, la larga y dolorosa prueba de José tiene absolutamente otro carácter. La Escritura no menciona ninguna falta en José. Sin embargo, Dios permite que sufra maldades e injusticias a manos de los que lo rodean y soporta sufrimientos poco comunes. Sin embargo, este tipo de disciplina también da frutos admirables.
Este hombre que pasó por el dolor, y lo pasó estando con Dios (39:2, 21), tiene un corazón compasivo. No se endurece por la posición de alto cargo que se le otorga ni por el gran poder del que dispone. Y puede ser un instrumento en la mano de Dios, no solo para librar multitudes del hambre sino también para llevar a cabo una labor de arrepentimiento y restauración en el corazón de sus hermanos.
Para terminar, recordemos el testimonio de un hombre, cuyo nombre no conocemos, que estuvo bajo la disciplina de Dios y que es consciente que fue de bendición para él:
- “Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba; más ahora guardo tu palabra” (Salmo 119:67).
- “Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos” (v. 71).
- “Conozco, oh Jehová, que tus juicios son justos, y que conforme a tu fidelidad me afligiste” (v. 75).