Jacob estaba en Siquem, bajo la conmoción suscitada por la acción violenta de sus hijos contra los moradores de este lugar. A vista humana ¿qué sería de él? Los cananeos no dejarían de vengarse, y, como él dijo: “Teniendo yo pocos hombres, se juntarán contra mí y me atacarán, y seré destruido yo y mi casa” (34:30). Es lo que hubiese sucedido si Dios lo hubiera dejado bajo las consecuencias de su estancia en Siquem y de la conducta de sus hijos. Pero Dios le había dicho: “Yo soy el Dios de Bet-el, donde tú ungiste la piedra, y donde me hiciste un voto. Levántate ahora y sal de esta tierra, y vuélvete a la tierra de tu nacimiento” (31:13). Esta mención del “Dios de Bet-el”, recordándole el voto que había hecho cuando dejaba la casa paterna, debió darle la seguridad de que los cananeos no podrían destruirlo, ni a él, ni a su casa, porque Dios le había dicho: “He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho” (28:15). Si Jacob no se acordaba de esas promesas, Dios sí, y cumpliría lo que había dicho. Es lo mismo para nosotros los cristianos; si Dios nos dejara bajo las consecuencias de nuestra infidelidad y paradas en este mundo donde perdemos el carácter de extranjeros durante nuestro camino al cielo, nunca alcanzaríamos la meta. Es lo que nos enseñan Hebreos 3 y 4: “Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún la promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no haberlo alcanzado” (4:1). Jacob no parecía haber alcanzado la meta a la cual Dios lo llevaba cuando edificó casa e hizo cabañas en Sucot, y compró un campo en Siquem (Génesis 33:17-19). Toda demora en el camino de la fe es peligrosa y dañina. Por eso somos exhortados a correr “con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:1-2).
Pareciera que Jacob no tenía prisa en ir a Bet-el, el lugar del encuentro con Dios. Esta presencia lo había atemorizado (Génesis 28:17). La había perdido de vista todo el tiempo de su estadía en Harán. No se daba cuenta de que solo en esta presencia es posible ser dichoso y es allí donde Dios quiere llevarlo.
A menudo Dios es llamado “el Dios de Jacob”. Se ocupaba especialmente de él para hacerle permanecer en la posición privilegiada que le había dado al elegirlo como patriarca de su pueblo, antes que escoger a su hermano Esaú. Ya lo había encontrado en Peniel, para enseñarle que la fuerza que necesitaba se encontraba en Dios y no en su naturaleza independiente e intrigante. Ahora viene a Jacob en este momento tan sombrío en que, a simple vista, sería destruido y le dice: “Levántate y sube a Bet-el, y quédate allí; y haz allí un altar al Dios que te apareció cuando huías de tu hermano Esaú” (35:1). Jacob no solo debía pasar por Bet-el, sino quedarse allí y hacer un altar, el cual es una figura del culto. Es lo mismo para nosotros los cristianos: Dios hizo todo lo que era necesario para que podamos estar en su presencia y practicar el culto que desea, buscando adoradores que le adoren en espíritu y en verdad (Juan 4:23). La obra de Cristo nos puso en la presencia de Dios, en luz, como él está en luz. Entramos allí por la eternidad el día de nuestra conversión. Viviendo en el sentimiento de esta presencia, el corazón está lleno de agradecimiento, y una alabanza continua puede subir de nuestros corazones a Dios, no solo cuando adoramos reunidos como iglesia, sino en todo momento, como está escrito en la epístola a los Hebreos: “Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (13:15).
Gozando de la presencia de Dios comprendemos mejor la inmensidad de su amor; allí nos olvidamos de nosotros mismos para gozar de la gracia maravillosa de la que somos objeto. Si nuestros corazones estuvieran constantemente dispuestos a apreciar esta gracia de Dios, nuestra vida entera le sería ofrecida en agradecimiento. “Por las misericordias de Dios” el apóstol Pablo ruega que presentemos nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios (Romanos 12:1). Cuando nos reunimos para ofrecer el culto en la iglesia, con qué fervor haríamos subir delante de Dios las alabanzas y la adoración, si nuestros corazones estuvieran habitualmente llenos de agradecimiento hacia Aquel que es el autor, la fuente y la causa de nuestra eterna felicidad.
En los versículos siguientes (Génesis 35:2-5), el llamamiento de Dios hizo comprender a Jacob otra gran e importante verdad que había descuidado, o ignorado hasta aquí, y que tiene también su importancia para nosotros. En el capítulo 32:24, Jacob se había quedado solo cuando Dios luchó con él; estaba siendo preparado personalmente. Pero aquí Jacob sintió la responsabilidad sobre su casa que, como testimonio, estaba en la misma posición que él, y debía estar también en la práctica en un estado conveniente para presentarse delante de Dios. Un padre de familia no debe caminar solo en la presencia de Dios, y se encuentra aquí con todos los suyos. Josué también lo había comprendido cuando dijo: “Yo y mi casa serviremos a Jehová” (Josué 24:15). Sin recibir instrucciones al respecto, Jacob dijo a su familia y a todos los que con él estaban: “Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos. Y levantémonos, y subamos a Bet-el; y haré allí altar al Dios que me respondió en el día de mi angustia, y ha estado conmigo en el camino que he andado”. Aunque sus hijos comprendieran o no los motivos que hacían actuar así a su padre, ellos debían obedecer. La conducta de Jacob debía ser consecuente con el llamamiento de Dios. Es probable que él, al no gozar de su relación con Dios, fue negligente en no hablar con sus hijos de ella. Cuando Dios operó en su corazón, pudo decirles algo de lo que fue para él en su camino. No les pudo decir que caminó con Dios, como Enoc o Abraham, pero sí que Dios veló sobre él a lo largo de todo su camino. Esto debe hacernos comprender la importancia que hay para un padre de familia en tener una relación personal con Dios, gozar de ella, y de andar en obediencia a su Palabra para poder educar a sus hijos en el temor de Dios y hacerles comprender que están siempre bajo Su mirada. Y cuando, desdichadamente, esto no tiene lugar, podemos siempre, como Jacob, escuchar el llamamiento de Dios: “Sube a Bet-el”, y morar allí, juzgando primeramente todo lo que es incompatible con Su presencia, para andar como es digno del Señor, agradándole en todo, y recibir la bendición que se relaciona con la obediencia.
Había dioses extranjeros en la familia de este patriarca. Figura de lo que, en nuestros corazones, toma el lugar que le pertenece a Dios. Esto debe ser juzgado. Cada uno puede darse cuenta de qué naturaleza son esos dioses extranjeros en sí mismo y en su casa. El que los resume todos y al que estamos más fácilmente sometidos es a nuestro «yo». Después de haber dicho: “Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros”, Jacob dijo: “limpiaos, y mudad vuestros vestidos”. Debían separarse de toda suciedad, luego, todo el cambio que se operaba en ellos debía manifestarse en su andar, lo que implican los “vestidos”, figura de la profesión. Lo que es visto del exterior debe corresponder a un buen estado del alma, sino la profesión es sin valor delante de Dios.
Todos los dioses extranjeros y los adornos de la carne fueron escondidos debajo de una encina, junto a Siquem. Era allí mismo, todavía sobre el terreno del mundo, que Jacob escondió todas esas cosas antes de irse. Cuando hubieron obedecido, Dios puso su terror sobre las ciudades que los rodeaban para que no los persiguieran.
Obedeciendo a Dios para andar fielmente en su presencia, lo veremos actuar a nuestro favor hasta con aquellos a los cuales hemos dado ocasión de hacernos mal.
Como siempre, hay progresos en un caminar de obediencia. Llegado a Bet-el, Jacob edificó allí un altar que llamó El-bet-el, o Dios de la casa de Dios, porque es allí donde Dios se le había revelado cuando huía de su hermano. Cuánto habría ganado en tiempo y bendiciones si hubiese tenido confianza en Dios cuando se le había aparecido en este lugar. Pero Dios, que en su bondad lo había seguido, lo volvió a traer a este punto y fue desde ese momento que comenzó a caminar en comunión con Dios, hasta el día de dejar este mundo.
Si hay progreso en el gozo de la comunión con Dios, también lo hay en el juicio de uno mismo. Es lo que nos enseña la muerte y el entierro de la nodriza de Rebeca. No solo hay que dejar cosas externas a nosotros mismos debajo de la encina de Siquem, sino también hay costumbres, maneras de actuar que provienen de la educación o la enseñanza recibida, que hay que abandonar, cueste lo que cueste. En figura, es debajo de “la encina del llanto” (véase 35:8, nota) que hay que sepultarlas. Jacob había sido el alumno de su madre Rebeca, con la cual había crecido en tiendas (25:27-28). Débora había sido la nodriza de Raquel; las dos venían del país de Labán trayendo costumbres de allí. Nosotros también tenemos muchas cosas de este tipo que dejar de lado, para que nuestras costumbres y manera de conducirnos provengan de la enseñanza de la Palabra de Dios y no de nuestra naturaleza. Comprendemos que fue doloroso para Jacob romper con lo que le recordaba a su madre. Pero, aunque sea muy doloroso romper con lo que es incompatible con la presencia de Dios, es necesario juzgarlo, sepultarlo, dejarlo en la tumba donde Cristo dejó todo lo que caracteriza al viejo hombre.
Los progresos se acentúan en un andar de santidad. Dios apareció otra vez a Jacob y lo bendijo (35:9-15). Le reiteró el cambio de su nombre como lo había hecho en Peniel (cap. 32), porque ahora él puede llevar ese nombre con la conciencia de lo que es: “Israel”, príncipe de Dios (nota versión francesa J.N.D.) en vez de “Jacob”, “el que suplanta” (véase 25:26, nota). Igualmente, nuestra conducta debería ser consecuente al nombre de “cristiano” (Hechos 11:26), que es el de Cristo, y que reemplazó nuestro nombre en Adán. Luego Dios le reveló su nombre: “Yo soy el Dios omnipotente” (Génesis 35:11), revelación que no estaba en condiciones de recibir en Peniel, cuando dijo al ángel: “Declárame ahora tu nombre” (32:29). Ahora conocía a Dios como lo conocía Abraham en el capítulo 17, Aquel que es Todopoderoso (v. 1) para cumplir, en su tiempo, las promesas que hizo. De aquí en adelante, Jacob andará sobre las huellas de Abraham hasta el final de su carrera.
La historia de Jacob es alentadora. Vemos aquí la bondad y fidelidad de Dios hacia uno de los suyos, al que nos asemejamos mucho. A menudo podemos dirigirnos a Dios como en el Salmo 84 diciendo: “Escucha, oh Dios de Jacob” (v. 8); sabiendo que lo que él fue para Jacob, lo será también para nosotros. Hay momentos en que estamos desanimados por las circunstancias penosas debidas a nuestra infidelidad. En vez de dejarnos lidiar con ellas, Dios nos dice: “Sube a Bet-el, y quédate allí”, es decir: Vuélvete a mí y goza de mi presencia. Tal vez objetamos que no estamos en estado de hacerlo, pero hay que imitar a Jacob, quitar los falsos dioses, limpiarnos, juzgar el mal, a menudo volver lejos hacia atrás, para poder gozar otra vez de la comunión con Dios. Así seremos más conscientes de lo que somos, de lo que la gracia de Dios hizo de nosotros y por nosotros, y conoceremos muchísimo mejor lo que él es para nosotros, no solo como el Omnipotente sino también como nuestro Padre. Muy a menudo, en vez de subir a Bet-el, juzgando todo lo que es incompatible con Dios, en nosotros mismos y en nuestras casas, permanecemos a distancia, sin paz, sin gozo, expuestos a alejarnos aún más del camino de la bendición. ¿Qué hubiese sido de Jacob en las circunstancias en que vivía en Siquem, por su falta y la de sus hijos, si Dios no se le hubiese acercado en tan triste situación, si no le hubiese dicho: “¿Sube a Bet-el, y quédate allí”? Escuchemos esta voz que nos dice a menudo esas mismas palabras.