La ley y el andar del cristiano

El don de la ley

La ley fue “ordenada por medio de ángeles en mano de un mediador” según Gálatas 3:19. También lo dice Esteban en su discurso ante el Sanedrín: “Este es aquel Moisés que estuvo en la congregación en el desierto con el ángel que le hablaba en el monte Sinaí, y con nuestros padres, y que recibió palabras de vida que darnos” (Hechos 7:38).

Moisés fue ese mediador: fue él quien recibió de Dios las tablas de la ley y las instrucciones para la construcción del tabernáculo, como lo encontramos en el libro del Éxodo. También recibió las ordenanzas levíticas con respecto a los sacrificios y el sacerdocio (véase Levítico 1:1).

Por lo tanto, es un hombre, Moisés, a quien Dios usó como mediador para constituir la ley. Ella no podía ser la plena revelación de lo que Dios es en sí mismo. Es la expresión de lo que Dios tiene derecho a exigir del hombre y de lo que su santidad y justicia demandan en presencia del pecado. Solo una persona divina podía revelar lo que Dios es. Esa persona es el Señor Jesús, el Hijo de Dios. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18).

 

La ley y su finalidad

Los siguientes pasajes establecen el propósito por el cual la ley fue dada por Dios:

Gálatas 3:19: “¿Para qué sirve la ley? Fue añadida a causa de las transgresiones”, es decir, con la intención de resaltar el mal a través de las transgresiones. La ley manifiesta el pecado como una desobediencia formal a la voluntad de Dios.

Romanos 7:13: “El pecado, para mostrarse pecado, produjo en mí la muerte por medio de lo que es bueno, a fin de que por el mandamiento el pecado llegase a ser sobremanera pecaminoso”. La ley pone de manifiesto este carácter de oposición a Dios del hombre caído en el pecado.

1 Timoteo 1:9-10: “conociendo esto, que la ley no fue dada para el justo, sino para los transgresores y desobedientes, para los impíos y pecadores, para los irreverentes y profanos, para los parricidas y matricidas, para los homicidas, para los fornicarios, para los sodomitas, para los secuestradores, para los mentirosos y perjuros, y para cuanto se oponga a la sana doctrina”. La ley fue dada para los pecadores. Los condena destacando el mal cometido, es decir, todo lo que es contrario a las ordenanzas dadas por Dios para la vida individual y social del hombre, dondequiera que esté.

Pero el hombre no puede ser justificado por el principio de la ley, es decir, por el cumplimiento de la ley. La Palabra lo deja bien claro: “sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado” (Gálatas 2:16). El hombre en la carne es incapaz de cumplir la ley “por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; ­porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7).

 

La ley y sus atributos

Romanos 7:12: “De manera que la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno”. La ley es santa; al que se dedica a comprenderla se le enseña a apartarse del mal.

1 Timoteo 1:8: “Pero sabemos que la ley es buena, si uno la usa legítimamente”. Es buena; por lo tanto, lleva el carácter de Aquel que es bueno. Coloca al hombre en su responsabilidad ante Dios y manifiesta su estado de irremediable perdición.

El mandamiento es santo y justo: es conforme a la naturaleza de Dios, corresponde a lo que Dios instituyó para el hombre en la creación, antes de que esta última fuera sujetada a vanidad por la caída del hombre (Romanos 8:20).

El mandamiento es bueno: solo Dios es bueno, su bondad es para siempre. Jesús le dijo al que se dirigía a él como “maestro bueno”: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino solo uno, Dios” (Marcos 10:18; Lucas 18:19). Todo lo que Dios ordena, todo lo que Dios hace es para el bien de su criatura.

Romanos 7:14: “Porque sabemos que la ley es espiritual; más yo soy carnal, vendido al pecado”. La ley es espiritual: se opone al carácter del hombre en la carne. La ley solo puede ser comprendida en toda su extensión por el hombre espiritual, nacido de nuevo, nacido del agua y del Espíritu. Estos atributos de la ley son descritos en el Nuevo Testamento, y más precisamente en las epístolas que exponen las verdades del cristianismo. Por tanto, no rechazamos las enseñanzas de la ley, pero estamos llamados a comprender su significado espiritual, a discernir en ellas las características de un andar digno de Dios.

 

La ley y la posición cristiana

La ley no tiene autoridad sobre el creyente, sino sobre el incrédulo: “¿Acaso ignoráis, hermanos (pues hablo con los que conocen la ley), que la ley se enseñorea del hombre entre tanto que éste vive?” (Romanos 7:1). La ley tiene autoridad sobre el hombre en la carne. El ­creyente murió y resucitó con Cristo. Ya no está en la carne, sino en el Espíritu (Romanos 8:9). Así, la ley ya no tiene autoridad sobre él. La ley ya no se dirige a la persona renovada como una obligación. El creyente puede decir: “Porque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:19-20).

El creyente ha sido liberado: “Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud” (Gálatas 5:1). Es la libertad de vivir para la gloria de Dios, siendo liberados de la esclavitud del pecado. “Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6:6).

 

El legalismo

El legalismo es para la carne y quiere satisfacerla. Se caracteriza por dos palabras: coacción y dominación.

El legalismo coacciona al creyente sometiéndolo a servidumbre, y le hace perder todo el beneficio de la obra de la cruz y de lo que implica para él la muerte de Cristo. Así, al comienzo de la historia de la Iglesia, “algunos que venían de Judea enseñaban a los hermanos: Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos” (Hechos 15:1). Fue la introducción del judaísmo en la Iglesia y el retorno a la ley como regla de vida. Esto se expresa en la epístola a los Gálatas: “y otra vez testifico a todo hombre que se circuncida, que está obligado a guardar toda la ley” (5:3). Los que enseñaban esto añadían algo a la pura gracia de Dios, haciendo perder todo el beneficio de la obra de Cristo. “He aquí, yo Pablo os digo que, si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo... De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído” (5:2 y 4).

Hoy en día, el legalismo no pide a los creyentes que se circuncidan, sino que adopta otras formas: somete al hombre y juzga según las apariencias. El legalismo se presenta y pretende agradar a Dios obligando al hombre a obrar de tal o cual manera. De hecho, los que enseñan así se dirigen al hombre en la carne. Ahora bien, la carne está dominada por el pecado; es el principio por el cual actúa. La carne, incluso religiosa, de ninguna manera puede agradar a Dios. Poner al creyente bajo obligaciones es dejar de lado el hecho de que “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:3-4).

Aquellos que profesan una enseñanza legalista buscan gobernar sobre las almas y quedar bien: “Todos los que quieren agradar en la carne, éstos os obligan a que os circuncidéis, solamente para no padecer persecución a causa de la cruz de Cristo. Porque ni aun los mismos que se circuncidan guardan la ley; pero quieren que vosotros os circuncidéis, para gloriarse en vuestra carne” (Gálatas 6:12-13).

 

El temor de Dios, el temor del Señor

Sin embargo, aunque el creyente no está obligado, sí que está llamado a caminar en el temor del Señor, el temor de Dios. Este temor lo coloca ante Dios en todo lo que hace. Él camina delante del Señor. Esto es lo que Dios le había enseñado al patriarca Abram cuando: “le apareció Jehová y le dijo: Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto” (Génesis 17:1). El alma no actúa entonces para ser vista por los hombres sino en el conocimiento de que el Señor tiene sus ojos puestos en ella. Ella busca agradarle.

El temor del Señor siempre conduce a la separación del mal. “El temor de Jehová es aborrecer el mal” (Proverbios 8:13). Y: “con el temor de Jehová los hombres se apartan del mal” (Proverbios 16:6). Es de sabios hacerlo, como encontramos en el libro de Job: “He aquí que el temor del Señor es la sabiduría, Y el apartarse del mal, la inteligencia” (28:28).

El que teme al Señor se comporta consciente de la relación en la que está puesto ante Dios: “Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación” (1 Pedro 1:17). Rechaza todo tipo de vinculación dudosa, se separa de todo yugo desigual como enseña 2 Corintios 6:14-18, y se limpia de toda contaminación para caminar en santidad: “Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios 7:1). Así, el temeroso de Dios presta atención a la exhortación de Efesios 5:15: “Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios”.

El temor de Dios no debe confundirse con el legalismo. No se puede acusar de legalismo a quien, por conciencia ante Dios, se abstiene de ciertas cosas o actúa de determinada manera. Puede ser débil en la fe, pero actúa tomando en consideración al Señor (Romanos 14:1, 6-8). Cada uno dará cuenta de sí mismo por su conducta (Romanos 14:10; 2 Corintios 5:10).

Por otro lado, “estad firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres” (Gálatas 5:1, véase también el v. 13). Así llevaremos las cargas los unos de los otros, cumpliendo la ley de Cristo (Gálatas 6:2). Esta libertad nos conduce a un ejercicio en nuestros corazones para buscar cuál es, en todas las cosas, la conducta aprobada por el Señor, para su gloria y el bien de aquellos con quienes convivimos.

Tenemos un ejemplo de esto en la conducta del apóstol Pablo. En Jerusalén, Tito, un griego, no fue obligado a ser circuncidado. Falsos hermanos se habían introducido furtivamente para espiar la libertad que Pablo y sus compañeros tenían en Cristo Jesús, para reducirlos a servidumbre. Ellos no cedieron en su misión ni por un momento para defender la verdad del evangelio (Gálatas 2:3-5). En Listra, ciudad de naciones, Timoteo, de padre griego, fue circuncidado a causa de los judíos que allí estaban (Hechos 16:1-3). Son dos actitudes que parecen opuestas. Pero no hay liviandad ni inconstancia, sino la búsqueda de lo que es justo a los ojos del Señor y por el bien de aquellos entre los que Pablo se encontraba. Cuidémonos, pues, de juzgar precipitadamente la conducta de nuestros hermanos, tachándola de legalismo o tratando de ligero o abierto a aquello que no lo es. El juez de todo es el Señor, el único que conoce los secretos del corazón (1 Corintios 4:3-5; véase también Romanos 2:16).

 

¿Hará el creyente lo que le agrada?

Si, por un lado, el creyente no está bajo la ley, como hemos visto, el temor del Señor lo lleva a andar “como es digno del Señor, agradándole en todo” (Colosenses 1:10).

En tal andar no hará lo que agrada a la carne. “Los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7). No actuará según su propia voluntad, porque esto es practicar el pecado. “¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? En ninguna manera”. Así se expresa la Palabra en Romanos 6:15, añadiendo: “¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?” (v. 16). Así, andar según la propia voluntad y hacer lo que agrada al hombre natural vuelve a poner al creyente bajo el yugo de la servidumbre, bajo la esclavitud del pecado. “Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado” (Romanos 6:17-18). Y somos “hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna” (Romanos 6:22).

El creyente que se ha beneficiado de la liberación en la que le ha situado la cruz de Cristo, buscará cuál es la voluntad del Señor, como se nos advierte en Efesios 5:17: “Por tanto, no seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor” para hacer la voluntad de Dios de corazón (Efesios 6:6).

Así el creyente sabe que está libre de pecado (Romanos 6:22). Está llamado a permanecer muerto al pecado, pero vivo para Dios en Cristo Jesús (Romanos 6:11). Despojado de toda esclavitud, es puesto en libertad (Gálatas 5:1), no para usar la libertad como ocasión para la carne (Gálatas 5:13), sino para esforzarse diligentemente en agradar al Señor (2 Corintios 5:1-9).