La comida de Jesucristo

Juan 4:32, 34

Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis... Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:32, 34).

En el camino de Judea a Galilea, los discípulos acabaron de regresar de un pueblo cercano donde compraron comida. Invitaron al Señor a comer de lo que habían traído. Esto le dio la oportunidad de enseñarles sobre una comida que no conocían. Eran sus discípulos, habían creído en él y nacido de nuevo, pero esta comida les era desconocida. Pensando solo en la comida material, se preguntaron: “¿Le habrá traído alguien de comer?” (v. 33).

Todo ser humano necesita comida, y normalmente come de buena gana. Nadie puede ni quiere vivir sin comer. Lo que el Señor Jesús dijo aquí nos permite mirar profundamente en el corazón de Aquel que fue enviado por Dios Padre. Dios envió a su Hijo al mundo “para que el mundo sea salvo por él” (Juan 3:17). Y Jesús dijo: “El Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar” (12:49; compárese con 14:24). Cumplir todo esto en perfección fue la comida del Hijo de Dios hecho hombre en el mundo.

El Señor no solo está hablando de obediencia. Bajo la ley, que los discípulos aún conocían y observaban, se trataba de hacer la voluntad de Dios en absoluta obediencia. Esto es también lo que hizo el Señor Jesús. Él nos dio el ejemplo de obediencia perfecta e ilimitada, que ningún otro hombre jamás podría lograr. No vino para abrogar la ley o los profetas, sino a cumplir las Escrituras (véase Mateo 5:17). Sin embargo, en Él no solo había obediencia a las ordenanzas de la ley. Para Él, la voluntad de Dios implicaba mucho más.

Como hombre, nuestro Señor aprendió la obediencia. Era algo completamente nuevo para él. Como el Hijo eterno de Dios, por quien todas las cosas fueron creadas, no conoció la obediencia. Fue Él quien “dijo, y fue hecho; Él mandó, y existió” (Salmos 33:9). Pero como hombre, “aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia” (Hebreos 5:8). Ya vemos esto en su tentación en el desierto (véase Mateo 4:1-10). Un sufrimiento insondable fue el precio de su obediencia, desde el principio hasta el final de su camino en la tierra.

Así Cristo cumplió la voluntad de Aquel que lo envió. Su obediencia se caracterizó por una completa devoción a su Dios y Padre. Él “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). Él obedeció incluso cuando se trataba de la muerte. Fue una dedicación perfecta.

Este carácter de la obediencia de Cristo se nos presenta en el pasaje de Juan 4:32, 34. Su comida era hacer la voluntad de Aquel que lo envió y acabar su obra. Tal comida para el corazón y para el alma era hasta ahora desconocida para los hombres. Solo el Señor la conoció en perfección y la disfrutó. La “voluntad” de quien lo envió fue el elemento determinante en su vida. No conoció otra voluntad que la de su Padre, también en Getsemaní y en la cruz. “Su obra” fue la revelación de Dios al mundo y trabajó para glorificarlo en su vida sobre la tierra. También fue el cumplimiento de la obra de expiación en la cruz, para que Dios fuera plenamente glorificado y los pecadores perdidos pudieran ser salvo, como la mujer con la que acababa de hablar. Todo era parte de su servicio como hombre, y lo hizo con total dedicación. Era su comida espiritual y la fuente de su fuerza, e incluso su delicia, hacer la voluntad de Aquel que lo había enviado. Y así caminó por la tierra en perfecta armonía y completa unidad con su Padre. Su corazón estaba lleno del cumplimiento de la complacencia de Dios.

¡Pero qué precio tan inmenso pagó por esta dedicación a su Dios y Padre, esta obediencia hasta la muerte! Por la voz profética le oímos decir: “Fueron mis lágrimas mi pan de día y de noche, mientras me dicen todos los días: ¿Dónde está tu Dios?” (Salmo 42:3). “Porque mi alma está hastiada de males, y mi vida cercana al Seol” (Salmo 88:3). ¿Quién podría sondear el precio exigido por su dedicación a Aquel que lo envió? Isaías 49 nos permite echar un vistazo a los sentimientos de su corazón: “Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas; pero mi causa está delante de Jehová, y mi recompensa con mi Dios” (v. 4).

Sin embargo, a pesar de todos sus sufrimientos, no se dejó desviar de su objetivo. Por eso bebió enteramente la copa que el Padre le había dado a beber. Finalizada la obra de la redención, se cumplió la palabra profética: “Verá el fruto de la aflicción [o trabajo (V.M.)] de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53:11). El trabajo implicado en la dedicación a su Dios y Padre está terminado para siempre. No fue en vano. El Hijo perfectamente obediente puede ver el fruto que satisface su alma, ahora y en la eternidad. En el versículo anterior (v. 10), no solo “verá linaje” después del sacrificio cumplido, sino también “la voluntad de Jehová será en su mano prosperada”. Como el grano de trigo que cae en tierra, “lleva mucho fruto” por su resurrección (Juan 12:24). Este fruto será la comida con la que estará eternamente satisfecho. Conocía la comida que consistía en cumplir el beneplácito de Dios. Pero vació el amargo cáliz de los sufrimientos expiatorios y conoció la amargura de la muerte. Nunca debemos olvidarlo cuando contemplamos sus sufrimientos. Ya disfruta ahora —y disfrutará después del regreso del futuro remanente judío— del fruto del trabajo de su alma, que representan para Él todos sus redimidos.

Reconozcamos que, en nuestra vida diaria, la obediencia a veces nos resulta difícil, ya sea para los niños frente a sus padres o para todos nosotros en nuestra relación con Dios. Y cuando obedecemos, puede ser de mala gana. Hacemos algo por obediencia, sin estar realmente de acuerdo con ello. Dios quiere que tengamos otra actitud. Filipenses 2 nos presenta a Cristo como modelo: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (v. 5-8).

¡Que su “sentir” esté en nosotros! Una obediencia basada en una dedicación total y un amor verdadero.