Un colaborador excepcional de Pablo
Timoteo fue el colaborador y compañero de viaje de Pablo con el cual tuvo una relación particularmente estrecha. Lo llamaba “hijo” e “hijo mío” (1 Timoteo 1:18; 2 Timoteo 2:1). En la epístola a los Filipenses testificó que sirvió con él en el Evangelio “como hijo a padre” y que nadie como él “tenía del mismo ánimo” y se interesara por los creyentes y las iglesias (Filipenses 2:20, 22).
Podemos preguntarnos quién era ese hermano del que Pablo podía dar tal testimonio. La Biblia nos da algunas indicaciones sobre esto. Timoteo es mencionado por la primera vez cuando Pablo pasó de Derbe a Listra, al principio de su segundo viaje misionero. Allí aprendemos algo concerniente a sus padres: “Había allí cierto discípulo llamado Timoteo, hijo de una mujer judía creyente, pero de padre griego; y daban buen testimonio de él los hermanos que estaban en Listra y en Iconio” (Hechos 16:1-2). En la segunda epístola a Timoteo, Pablo menciona a su madre y a su abuela, nombrándolas: Eunice y Loida. La una como la otra estaban caracterizadas por una “fe no fingida” (1:5). Un poco más adelante en la misma epístola el apóstol recuerda a Timoteo que “desde la niñez” conocía “las Sagradas Escrituras” (3:15).
No se nos dice por qué esta mujer judía había contraído matrimonio con un hombre griego, y cuál era la actitud de este frente a la fe. No debemos hacer suposiciones sobre ello. Pero la Biblia nos muestra cómo esta madre había ejercido una influencia positiva sobre su hijo. Por un lado, Timoteo estaba caracterizado por una “fe sincera”, una fe que no es una apariencia expresada, y por otro lado, su madre lo había claramente instruido en las Santas Escrituras.
Sobre estos dos puntos deseamos ocuparnos, aplicándolos a nosotros mismos en el tiempo presente. Nuestros hijos y nietos ¿son criados en una atmósfera marcada por una fe sincera y por la Palabra de Dios?
Una fe sincera
“Trayendo a la memoria la fe no fingida que hay en ti, la cual habitó primero en tu abuela Loida, y en tu madre Eunice, y estoy seguro que en ti también” (2 Timoteo 1:5).
La abuela, la madre y el hijo estaban caracterizados por una fe sincera. Esta fe no solo existía sino que moraba en estas personas; se encontraba sólidamente establecida en ellas.
Aquí no se trata de la fe que es el punto de partida de la vida cristiana, sino de la fe que está activa cada día de nuestra vida. No solamente somos salvos por la fe, sino que vivimos continuamente en la fe y por la fe. La fe nos une al mundo invisible de Dios y hace que las realidades del cielo sean nuestra posesión presente. Así podemos vivir sobre la tierra como hombres celestiales permaneciendo en contacto con las cosas que están arriba. “Porque por fe andamos, no por vista” (2 Corintios 5:7). Pedro escribe mencionando al Señor Jesucristo: “...a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8).
Dirigiéndose a Timoteo, Pablo no se limita a hablar de la fe de esas tres personas, sino que la describe como una “fe no fingida”, es decir una fe sincera. No se trata de una fe que usamos para tener buena apariencia no correspondiendo a la realidad. Una fe sincera se muestra tal como es realmente.
Es un ejemplo que nos habla y estimula. Tanto en nuestra vida personal como en nuestra vida de familia, esta fe verdadera y sincera debe estar en actividad. Ya sea en nuestros pensamientos, en nuestras palabras o en nuestro comportamiento, debemos ser rectos y sinceros. Seamos diligentes en mostrar realmente lo que somos. Un cristiano no debe utilizar una máscara.
La fe y la vida de fe es algo muy personal. La fe no se hereda. Sin embargo, Dios desea que, en nuestras casas, la fe se desarrolle y continúe de manera que motive a aquellos que nos siguen. En la familia de Timoteo, por lo menos con respecto a Loida y Eunice, reinaba un buen clima espiritual. La madre había aprendido de la abuela, y el joven Timoteo tenía bajo los ojos dos ejemplos que lo instruían. Tal clima es una condición esencial para el crecimiento espiritual de nuestros niños y jóvenes. Los niños miran a sus padres. Pueden discernir muy rápido si la fe de su padre o madre es fingida o verdadera. Notan muy rápido si somos cristianos de domingo que, desde el lunes se comportan diferentemente de lo que Dios espera de los creyentes. El ejemplo de Eunice y Loida nos anima a tener y a mostrar una fe sincera.
Las Santas Escrituras
“Desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 3:15).
Aún una vez, aunque de manera diferente, Pablo menciona a su joven colaborador aquellas de quien desciende. En la casa de su madre y de su abuela, la fe no era solamente vivida sino también enseñada. Las dos cosas van juntas. Hablar sobre la fe no tiene sentido si no la ponemos en práctica y la mostramos en nuestra vida. Si no es así nos parecemos a los escribas y fariseos de los cuales el Señor tuvo que decir: “Todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen” (Mateo 23:3).
“Desde la niñez”: La palabra utilizada por el apóstol hace alusión a un niño pequeño. Timoteo fue familiarizado con las “Sagradas Escrituras” desde niñito; su madre y abuela le hablaron de ellas. Nunca será demasiado temprano para familiarizar a nuestros hijos con la Biblia. Ya en el Antiguo Testamento Dios había dado instrucciones sobre esto (véase en particular Deuteronomio 6:7; 11:19-21).
Las “Sagradas Escrituras” que Pablo menciona en el versículo 15 eran, por supuesto, el Antiguo Testamento. Era lo que esta madre y esta abuela tenían a disposición cuando Timoteo era niño. Pero en el versículo siguiente le habla de que “toda la Escritura es inspirada por Dios”, y nos dice que ella es “útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (v. 16). Para nosotros significa la Biblia entera.
La llamamos las Santas Escrituras o Sagradas Escrituras. La palabra “Santa” ocupa el lugar correcto. Evoca la excelencia de este libro único e incomparable. “Los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:21). Sin duda estamos agradecidos en poseer buenos comentarios bíblicos. Pero nada puede ser comparado a las Santas Escrituras, a la Palabra de Dios. Ella sola es perfecta y segura. “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo” (Salmo 19:7).
Preguntémonos qué parte tiene efectivamente la Palabra de Dios en nuestra vida personal y de familia. ¿Qué lugar le damos en nuestras casas? Nuestros niños y jóvenes ¿aprenden desde temprana edad a conocer el valor de esta Palabra? ¿Notan ellos nuestro respeto por ella? ¿Les comunicamos algo de la hermosura y del valor de la Palabra de forma adaptada a sus edades? ¿Saben ellos que es nuestro alimento espiritual indispensable? Y sobre todo ¿los ponemos en contacto con Aquel que es el punto central de toda la Escritura, el Señor Jesús mismo? Si esto es hecho con una “fe sincera”, para ellos será una buena indicación del camino a seguir.