“También le irritaron en las aguas de Meriba; y le fue mal a Moisés por causa de ellos, porque hicieron rebelar a su espíritu, y habló precipitadamente con sus labios” (Salmo 106:32-33).
Seguramente ya se ha notado una frase muy llamativa concerniente a Moisés en el capítulo 12 de Números. Nuestra atención no es atraída, en este caso, por su aptitud como conductor del pueblo de Israel, o por su sabiduría como legislador —con toda su grandeza y el honor que se desprende de ello— sino por su mansedumbre extraordinaria: “Y aquel varón Moisés era muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (v. 3).
Las circunstancias que llevaron a dar ese testimonio con respecto a Moisés fueron tales que aumentaban su valor. Ellas muestran que, en un momento de intensa provocación, Moisés conservó su calma y no pecó con sus labios. Su hermano Aarón y su hermana María, impulsados por los celos, murmuraron contra él. Habían dicho: “¿Solamente por Moisés ha hablado Jehová? ¿No ha hablado también por nosotros?” (v. 2). A vista humana hubiese sido suficiente para ofenderlo. Durante casi 40 años, él había estado con el pueblo, guiándolo a través del desierto hasta la tierra prometida. Ahora los miembros de su familia se unían para acusarlo de imponerse. En general aceptamos menos las críticas de nuestra propia familia que de los de afuera. Y a menudo las personas dan libre curso a la ira sobre sus familias. Pero Moisés cerró su boca. Es entonces que encontramos el hermoso testimonio de su mansedumbre mencionado más arriba. Dios intervino en favor de su siervo silencioso, reprendió a Aarón y a María con severidad, y golpeó a esta última con lepra.
Poco tiempo después de este incidente, encontramos una escena en la que la conducta de Moisés contrasta extrañamente con la que acabamos de recordar. Los hijos de Israel habían llegado al desierto de Zin donde no había agua. No era una experiencia nueva para el pueblo. Durante el largo viaje a través del desierto, habían tenido muchas ocasiones de experimentar el poder y la bondad de Dios que proveía para sus necesidades.
Pero el pueblo habló contra Moisés y murmuró, e indirectamente lo hacía contra Dios. En su maravillosa gracia, Dios dijo a Moisés que tomara la vara de Aarón que había sido puesta delante de Él y hablara a la roca para que el agua salga y satisfaga las necesidades del pueblo (Números 17:10; 20:8-9).
Moisés obedeció al principio. Tomó la vara sacerdotal del tabernáculo. Pero, ya delante de la roca, estaba en tal estado de ira que Dios tuvo que decirles más tarde: “Fuisteis rebeldes a mi mandato en el desierto de Zin” (Números 27:14). En lugar de hablarle a la roca levantó la mano y la golpeó una y dos veces. Su agitación interior, largamente contenida, se mostró en esta docena de palabras sin peso: “¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña?” (Números 20:10).
¿Era posible que Moisés, este hombre muy manso, se dejara llevar de esta manera a tal punto de estallar de ira después de una larga vida de paciencia ejemplar, tan poco tiempo después del brillante triunfo moral del que hemos hablado anteriormente? Sí, bien puede ser Moisés, porque la perfección absoluta se encuentra solamente en Aquel que debía venir más tarde.
Esta falta nos es relatada en las Escrituras para que tengamos cuidado de no caer en un error semejante. Fue solo unos instantes que dejó sus labios sin control, pero las palabras ardientes que pronunció estarán allí para siempre. Durante un breve momento no tuvo cuidado, no veló, y su lengua sin freno pronunció una desdichada frase que le costó la entrada a la tierra prometida. Desde la cumbre del Pisga, Moisés pudo contemplar esa tierra de la cual fluían leche y miel, pero Dios le impidió entrar en ella (Deuteronomio 34:1-4).
Nos podría parecer que era un castigo muy severo para un error relativamente pequeño. Pero no fue una falta pequeña. Cuanto más alta sea la posición del infractor, más grave es la falta. Lo que deseo hacer resaltar es la extrema importancia de una vigilancia continua. Es lo que nos enseña esta historia. Lea atentamente lo que Santiago escribe en relación con la lengua (Santiago 3:1-12). Las palabras precipitadas pronunciadas en el enojo pueden hacer daños irreparables. Y esto sucede cuando no lo pensamos. A veces tenemos la impresión, con o sin razón, que se nos dijo una palabra hiriente, y antes que nos demos cuenta nuestra indignación se inflama, palabras inadecuadas son pronunciadas y poco después lo lamentamos. Pero el mal está hecho.
Le suplico aprender a contener la ira. Y si falló, llore sobre su mal actuar y sus faltas en la presencia de Dios. Pídale ayuda para controlar sus pasiones e impulsos naturales. Y si está encolerizado, rechace categóricamente abrir sus labios para pronunciar algo. Quédese tranquilo, por temor a hablar precipitadamente. El libro de los Proverbios nos dice: “Mas el que refrena sus labios es prudente” (10:19); “El que ahorra sus palabras tiene sabiduría; de espíritu prudente es el hombre entendido” (17:27).
Sobre todo, ¡que “la mansedumbre y ternura de Cristo” (2 Corintios 10:1) nos sea de ejemplo! Él fue “manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29). Aprendamos de él.