El Evangelio de la gloria

Introducción

La Escritura menciona el amanecer, en su esplendor y majestad (véase Salmo 19:5-6; 2 Samuel 23:4; Proverbios 4:18). Esta salida gloriosa y progresiva del sol puede servir como una ilustración de la revelación e introducción del Evangelio del que habla Pablo en Colosenses 1:23: “El evangelio que habéis oído, el cual se predica en toda la creación que está debajo del cielo; del cual yo Pablo fui hecho ministro”. El comienzo del libro de los Hechos nos presenta el desarrollo del carácter del Evangelio anunciado y la extensión de la esfera de su predicación. 

Hechos 1 se relaciona directamente con el final del evangelio de Lucas. El Señor Jesús, resucitado de entre los muertos, cerca de ser elevado al cielo, da a sus discípulos la misión de predicar “el arrepentimiento y el perdón de pecados” (Lucas 24:47). Serán sus testigos “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). ¡Qué gracia en su corazón! Sus mensajeros deben comenzar en el lugar donde fue crucificado. En la cruz había orado: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Ahora, de acuerdo con esta oración, el testimonio que ofrece el perdón será proclamado a aquellos que lo mataron.

Jesús ordena a sus discípulos: “Quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (24:49). Luego es llevado arriba al cielo. Estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, dos varones con vestiduras blancas les anuncian que Jesús vendrá otra vez, así como le habían visto ir al cielo (Hechos 1:9-11).

Si, en este momento, sus ojos miran al cielo, la mirada de su corazón en realidad se dirige a la tierra. Su preocupación era: “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (v. 6). Todavía no había llegado el tiempo, en el desarrollo del testimonio divino, para la revelación completa del Evangelio de Dios. No obstante de acuerdo con los propósitos eternos de Dios, el hombre en la tierra debía tener un lugar en asociación con el Hombre de sus consejos en el cielo.

El Mesías, el Hijo de David

En Hechos 2, una Persona divina, el Espíritu Santo, desciende desde donde se encuentra el Hombre que está en el cielo para anunciar aquí abajo la revelación de su gloria allá. El testimonio del Espíritu Santo, por medio de Pedro, se dirige a los hombres de Jerusalén y Judea. Es el cumplimiento de la primera parte de la misión dada por el Cristo resucitado. La esfera del testimonio es el lugar donde Jesús fue crucificado. Y el carácter de este testimonio, al principio, es presentar al Señor Jesús como el Hijo de David, el Mesías glorioso anunciado por las Escrituras.

La función del Espíritu es siempre dar testimonio de Cristo y glorificarlo. Por medio del apóstol Pedro, el Espíritu aquí se complace en recordar la maravillosa historia que registran los evangelios. Pedro habla de la vida y el ministerio de nuestro Señor, sus obras de poder, su descenso a la muerte, su resurrección triunfante y su exaltación gloriosa (v. 22-24). Todo lo que se ha visto en el camino del Hombre perfecto en la tierra ha sido registrado por Dios como un tesoro precioso. Y hemos sido llevados a una posición en la que podemos aprovechar lo que el Espíritu nos enseña sobre el Señor Jesús en todo su camino, desde el nacimiento hasta la gloria. 

En el mensaje de los apóstoles, todo está presentado para que la conciencia de la nación sea alcanzada (v. 33-36). Dios estaba listo para enviar a Jesús nuevamente, si la nación se hubiera arrepentido (véase Hechos 3:19-21).

Aquel a quien ellos habían crucificado, Dios lo ha resucitado de los muertos, lo ha glorificado, sentado a su diestra y lo ha hecho “Señor y Cristo” (2:36). Cuando estuvo aquí en la tierra, era verdaderamente Señor y Cristo en la gloria de su persona. El grito había resonado: “He aquí, tu Rey viene a ti”, pero ellos respondieron: “No tenemos más rey que César” (Mateo 21:5; Juan 19:15). Manos inicuas habían cometido el crimen más espantoso de la historia. Pero Dios lo había exaltado al lugar más alto. Como Señor, ha recibido la autoridad suprema; como Cristo, tiene el poder y la sabiduría perfecta para realizar todo el pensamiento de Dios para la bendición de Israel.

El Espíritu reivindica los derechos de Cristo y la gloria de su persona, e Israel es llamado a arrepentirse. ¿Y cuál es su respuesta a la presentación de un Cristo glorificado? No es diferente a la respuesta que dieron a la venida de un Cristo humilde aquí abajo.

El Hijo del Hombre

En Hechos 7, ante el concilio, Esteban describe los caminos de Dios para Israel. Llama la atención sobre varias figuras clave de la historia del pueblo. Ahora, en el poder del Espíritu, sus ojos están puestos en el cielo. Llegamos a un punto de inflexión en el desarrollo del testimonio de Dios. El cielo está abierto. No para que Cristo entre, sino para que un hombre en la tierra pueda mirar hacia arriba y considerar todo lo que hay allí. Esteban, “lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios, y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios” (v. 55-56).

Diferentes rayos de gloria divina habían brillado en estos notables hombres de Dios en la historia de Israel, pero ahora todos están eclipsados. Los cielos están abiertos. Hay un Hombre en la gloria. Una persona divina —el Espíritu Santo— descendió a la tierra para morar en nuestras almas y unirnos a Cristo en la gloria. El Espíritu nos dice que todos los rayos de la gloria de Dios se han reunido y concentrado en el Hombre que ha hecho sus delicias. Ahora nos pertenece mirar al cielo y ver a Cristo allí, el Hijo del Hombre glorificado.

El primer pasaje del Nuevo Testamento en el que Jesús se nos presenta como el Hijo del Hombre es Mateo 8:20: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza”. En este pasaje, este título es el del hombre pobre y rechazado. En Hechos —como en el Salmo 8 y en muchos otros pasajes— es su título de supremacía universal. Si, como Hijo de David, tiene la autoridad y el poder de realizar la voluntad de Dios para Israel, como Hijo del Hombre, tiene la autoridad y el poder de gobernar el mundo entero para el placer de Dios. Lo vemos ahora en el lugar de poder y gloria a la diestra de Dios. Se acerca el día en que todas las criaturas inteligentes del universo pondrán su atención fija en él y tendrán que reconocer su dignidad. Será el día de su manifestación en gloria. 

Cuando Cristo es presentado así a los jefes de Israel, la ira de ellos no conoce límites. Desahogándola sobre Esteban, lo apedrean y lo matan, enviándolo así al cielo (Hechos 7:57-58). Su respuesta al mensaje de Esteban y el rechazo al Cristo glorificado, confirman su declaración anterior: “No queremos que éste reine sobre nosotros”.

Esteban, mientras las piedras caen sobre él, manifiesta algo de la belleza de su Señor a quien contempla: “Invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (v. 59-60; compárese con Lucas 23:34, 46). Esto muestra otro aspecto del ministerio del Espíritu hoy: formar en la vida del creyente una copia moral del Hombre glorificado. Es como si Dios dijera: «El pueblo ha rechazado a mi Cristo, pero en el poder del Espíritu Santo su vida continúa en mis santos». Es el triunfo moral de Dios. En el mundo que crucificó al Señor Jesús, él libra a las personas de la ruina y, atándolas a Cristo, reproduce en ellas la belleza moral de esta preciosa vida, como un testimonio al mundo que lo negó.

El Hijo de Dios

Al llegar a Hechos 9, vemos a Saulo de Tarso convertido por la revelación de Cristo en la gloria.

El carácter del testimonio acerca del Señor Jesús se había desarrollado. Vemos al mismo tiempo una ampliación de la esfera de este testimonio. Ya no está limitado a Jerusalén y Judea. Samaria ha sido evangelizada y el Evangelio ha triunfado allí. En Hechos 8, un etíope recibe el Evangelio. En Hechos 9, un hijo de Israel aprende a conocer a Jesús, y en Hechos 10 será un centurión romano. Toda la raza humana debe ser visitada por el testimonio de Dios.

En la misión que el glorificado Señor confía a Saulo de Tarso en el camino a Damasco, se vislumbra el último de la tierra (véase Hechos 13:47; 22:15; 26:16-17). El alcance de la verdad acerca de nuestro Señor Jesucristo es tal que la esfera de su proclamación debe ampliarse en consecuencia. Israel no es lo suficientemente grande como para contener este testimonio. Dios quiere que toda la raza humana comprenda que el Hombre a quien han despreciado y ofendido es el Hombre que desea honrar.

Unos días después de ser llamado, Saúl entra a las sinagogas y predica a Jesús, “diciendo que éste era el Hijo de Dios” (9:20). Aquí llegamos a la cumbre del testimonio del Evangelio. Su objetivo final es la presentación del Hijo de Dios. Dios ha sido revelado plenamente en su naturaleza y caracteres, en el Hijo. A través de él, las relaciones divinas y eternas del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así como los afectos que le son propios, han sido plenamente revelados. También se ha dado una respuesta completa a todo lo que ha sucedido, en el sentido de que el Hijo de Dios, vestido para siempre de humanidad, ha entrado en el cielo.

El cielo ahora está abierto a los hombres en la tierra para que puedan entrar por medio del Espíritu, siendo asociados al Hijo de Dios, en todas las riquezas de la verdad divina y las bendiciones que les han sido dadas en Cristo. Pueden hacerlo con inteligencia, disfrutando de su inmenso privilegio y siendo conscientes de la responsabilidad que esto implica.

Conclusión

Nuestra bendición ya sería grandiosa si Dios simplemente hubiera perdonado nuestros pecados. Pero nos ha llevado, por su perdón, a un océano de bendiciones. También nos invita a conocer su plenitud por el hecho de que estamos ligados a Cristo, a fin de que por el Espíritu se opere aquí abajo la continuación moral de la vida del Hombre que se halla en el cielo. A la luz de esto, vemos que es muy justo decir que nuestra parte como creyentes es la más privilegiada de todos los tiempos. Todas las riquezas de los tesoros de Dios nos han sido traídas ahora, en el poder del Espíritu y en relación con nuestro Señor Jesucristo: Hijo de David, Hijo del Hombre, Hijo de Dios. 

En Hechos 20, el apóstol indica las características principales de su ministerio: el arrepentimiento y la fe (v. 21), el Evangelio de la gracia de Dios (v. 24), el reino de Dios (v. 25), todo el consejo de Dios (v. 27), la Iglesia del Señor (v. 28). El apóstol de los gentiles —grande en su oficio y ministerio— es visto aquí en el poder práctico de la verdad que ha presentado. Es así que él habla de lo que era entre los creyentes. Él “sirvió al Señor con toda humildad, y con muchas lágrimas, y pruebas” (v. 19). De ninguna cosa hace caso, ni estima preciosa su vida para sí mismo, con tal que acabe su carrera con gozo, y el ministerio que ha recibido (v. 24). Para él el vivir es Cristo (Filipenses 1:21).

No tenemos que pasar por todo lo que el apóstol tuvo que enfrentar. Pero, ¿cuál ha sido el efecto producido en nosotros por la revelación del Hombre que está a la diestra de Dios, en el poder del Espíritu Santo enviado aquí de su parte? ¡Que Dios nos conceda estar animados en el espíritu y la actitud del apóstol Pablo! Vivir así y enriquecernos de la verdad, moral y doctrinalmente para la gloria de Cristo, para agradar a Dios y servir a los creyentes, solo es posible si mantenemos una comunión sostenida con Cristo en el poder del Espíritu. ¡Que así sea para cada uno de nosotros!