Respetos mutuos

Romanos 14:1-23 – Romanos 15:1-7

Diferentes estados de crecimiento espiritual (14:1-3)

Durante los primeros tiempos del cristianismo hubo serias dificultades respecto a la comunión entre los creyentes. Algunos de ellos eran de origen judío y otros venían de países paganos. En ambos casos, sus antiguas costumbres y las enseñanzas que habían recibido seguían marcando fuertemente sus vidas y podían ser un obstáculo para la plena aceptación de la verdad cristiana. Aquellos que han sido criados en países donde el cristianismo está bastante difundido tienen dificultad para entender los obstáculos casi insuperables que existían en el principio para la comunión entre los judíos y los gentiles en la Iglesia de Dios.

Constantemente se planteaban cuestiones sobre lo que podía o no comerse, y sobre los días particulares que debían observarse. Para responder a estas dificultades, el apóstol, guiado por el Espíritu, fue llevado a dar una enseñanza sobre este tema.

No pensemos que la necesidad de esta instrucción ha cesado. Problemas similares pueden existir hoy. Los principios aquí enunciados son de suma importancia, y probablemente no hay ninguna reunión de creyentes en la que esta enseñanza sea inútil. La necesidad de tener respeto mutuo es constante. Entre los hijos de Dios siempre habrá quienes tengan más luz que otros. Algunos ­tienen más libertad, otros disfrutan más de la liberación de la ley, mientras que varios están en mayor o menor medida apegados a las reglas de esta.

 

No menospreciar, no juzgar (14:1-4)

Echemos un vistazo más de cerca a las diversas exhortaciones expresadas por el apóstol sobre el respeto entre los hermanos, entre aquellos llamados “los fuertes” y “los débiles”. Los fuertes eran los que habían comprendido plenamente la libertad cristiana; los débiles eran los que todavía se sentían obligados a respetar las prescripciones de la ley de Moisés. “Uno cree que se ha de comer de todo”, mientras que “otro, que es débil, come legumbres” (v. 2). ¿Deben estos dos creyentes discutir por esto? ¡No! “El que come, no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come; porque Dios le ha recibido” (v. 3). El que es débil en la fe debe ser recibido por el fuerte, y el fuerte por el débil, porque ambos son igualmente objetos de la gracia de Dios.

Este principio nos muestra cuán atentos debemos estar a los escrúpulos de nuestros hermanos y hermanas en la fe, y cuán lentos debemos ser a la hora de juzgar a aquellos que tienen más libertad que nosotros. El apóstol subraya así el principio de la responsabilidad personal, para que no juzguemos “al criado ajeno” (v. 4). Esto no significa que no debamos expresar un juicio sobre las cosas que son claramente anti-escriturales, sino que debemos evitar criticarnos mutuamente, ya sea sobre cuestiones relacionadas con la libertad cristiana o sobre cosas que nos negamos hacer porque nuestra conciencia —quizás por falta de luz— no nos lo permite. En ambos casos, el “criado... está en pie, o cae” para su propio Señor; y el que actúa ante Dios “estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme” (v. 4).

 

Estar plenamente convencido en su propia mente (v. 5-9)

La siguiente exhortación está relacionada con la observación de los días, pero tiene un alcance general. Al respecto, el apóstol escribe: “Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente” (v. 5). Se trata de mantener una buena conciencia y de hacer todas las cosas “para el Señor” (v. 6), sea en cuanto al alimento, o en cuanto a la observación de los días. Puede que alguien tenga una convicción errónea, pero si realmente actúa para el Señor y ante él, está bien.

A partir de ahí, el apóstol amplía su tema y afirma que “ninguno de nosotros vive para sí” y que “ninguno muere para sí” (v. 7). Vivimos o morimos “para el Señor”. Cualquier cosa que hagamos, debemos recordar que somos del Señor. ¡Llevar el yugo del Señor sobre nosotros en cada circunstancia de nuestra vida, es la verdadera libertad! Pero para realizar esto, es necesario conocer la liberación de la que habla Pablo, cuando dice: “La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (8:2). El fundamento de todo esto es la muerte y resurrección de Cristo, “para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (14:9). Él está por encima de todo; y en su posición de supremacía, pide nuestra sumisión, en razón de su amor, y así pone en nuestros corazones el deseo de hacer todas las cosas como para él. Esto nos acerca no solo al Señor sino también los unos a los otros. Él es nuestro vínculo de comunión.

 

Compareceremos ante el tribunal de Cristo (v. 10-12)

El apóstol nos recuerda que aún no ha llegado el día de poner en orden todas las cosas: “Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo” (v. 10). Recordar esto nos guardará de juzgarnos unos a otros y nos conducirá a abandonar todas estas cuestiones al Juez infalible. En este sentido decía el apóstol, cuando era juzgado por otros: “Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros... pero el que me juzga es el Señor. Así que, no juzguéis nada antes de tiempo” (1 Corintios 4:3-5).

Cuando tenemos la tentación de juzgar a nuestros hermanos, o somos juzgados por ellos, permanezcamos pacientes, con la certeza de que “cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (v. 12). El apóstol nos dice en otro lugar: “Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Corintios 5:10). Dado que todo el juicio fue entregado al Hijo, el tribunal que se denomina “de Dios” (según nota en la V.M.) en Romanos 14, se llama “de Cristo” en 2 Corintios 5.

 

Preocuparse los unos por los otros (v. 13-18)

Habiendo definido así el fundamento sobre el cual deben tener lugar nuestras relaciones mutuas, el apóstol continúa subrayando la responsabilidad de tener respeto por nuestros hermanos y hermanas y de no ser para ellos tropiezos u ocasiones de caída. Por ejemplo, podemos tener plena libertad para comer de todo, porque “nada es inmundo en sí mismo” (v. 14), pero si utilizamos esta libertad ante un hermano que no la disfruta, podemos herir su conciencia o animarle a actuar contrariamente a ella. Al hacerlo, no caminamos según el amor. La importancia de este principio es inmensa. Este se destaca porque el apóstol añade: “No hagas que por la comida tuya se pierda aquel por quien Cristo murió” (v. 15), y también por lo que dice más adelante: “No destruyas la obra de Dios por causa de la comida” (v. 20). Esta palabra “destruir” no significa que podamos provocar la perdición de nuestro hermano, sino que, al afirmar nuestra libertad ante él, podemos actuar de una manera que le cause un grave daño espiritual. Un amor verdadero nos lleva a proteger a nuestro hermano de todo lo que le puede hacer daño, a tener en cuenta su debilidad y soportarla, buscando su edificación e instrucción en la medida de lo posible.

“El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz, y gozo en el Espíritu Santo” (v. 17). Es fácil caer en un cristianismo hecho de apariencias exteriores y perder de vista lo esencial, es decir, el estado del alma. Incluso podemos ser celosos de la libertad cristiana cuando nuestra alma está debilitada por la falta de alimento divino. Si cultivamos la justicia, la paz y el gozo en el Espíritu Santo, nuestro corazón rebosará de amor hacia nuestros hermanos y hermanas, y esto nos llevará a tener naturalmente las consideraciones necesarias para su debilidad.

En la misma epístola leemos: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley” (13:8). Por una conducta que resulta del amor, la ley ya se cumple incluso antes de que sus exigencias sean presentadas. Si es así, en lugar de proclamar nuestra libertad o de hacer valer nuestra opinión, buscaremos el bien de nuestros hermanos y hermanas. Quizás tengamos más luz que ellos, pero si es así, mostrémosla con humildad y busquemos todas las oportunidades de servirnos los unos a los otros en el amor. “Porque el que en esto sirve a Cristo, agrada a Dios, y es aprobado por los hombres” (14:18).

 

Seguir lo que contribuye a la paz y a la mutua edificación (v. 19-23)

Pensando en la conciencia del débil que puede ser herido, el apóstol dice: “Todas las cosas a la verdad son limpias; pero es malo que el hombre haga tropezar a otros con lo que come” (v. 20). Por lo tanto: “Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni nada en que tu hermano tropiece, o se ofenda, o se debilite” (v. 21). Si siempre estuviéramos gobernados por este principio divino, la comunión práctica entre hermanos sería mucho mejor. La dureza, la crítica y los juicios carentes de bondad serían reemplazados por la benevolencia, la consideración, la aceptación mutua y el amor.

Alguien preguntará: ¿Pero nunca debemos usar la libertad completa en la que Cristo nos ha puesto? Sí, responde el apóstol: si tienes fe, la fe para usar esta libertad, “tenla para contigo delante de Dios” (v. 22). Úsala en privado, no en público, si sabes que la práctica de esa libertad puede hacer tropezar a un hermano más débil. Sin embargo, si esta libertad se utiliza en lo privado, debe ser siempre “delante de Dios”. El apóstol da entonces una advertencia: “Bienaventurado el que no se condena a sí mismo en lo que aprueba” (v. 22). Asegurese de que es una libertad cristiana y que la utiliza ante Dios sobre un principio de fe; porque “todo lo que no proviene de fe, es pecado” (v. 23). La libertad puede decaer progresivamente en permisividad y en voluntad propia, y ciertamente conducirá a esto, si nuestra conciencia no se ejercita y no actuamos con fe, bajo la mirada de Dios.

 

Conclusión (15:1-7)

Al comienzo del capítulo 15, el apóstol finaliza el tema con una conclusión que todos debemos sopesar muy seriamente. Primero: “Así que, los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos” (v. 1). Notemos bien el “debemos”. Luego: “Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación” (v. 2). Esto implica la ausencia de toda búsqueda de uno mismo y la entrega total a Cristo, sirviendo a los suyos en plena comunión con él. Por eso se introduce este ejemplo: “Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo” (v. 3). Por una parte nos anima a seguir sus pisadas, y por otra parte nos compromete a dejar de lado el egoísmo que se desarrolla tan fácilmente en nosotros. Si Cristo no buscó agradarse a sí mismo, sino que lo soportó todo en el camino de humillación en el que “por lo que padeció aprendió la obediencia” (Hebreos 5:8), también nosotros debemos actuar con el mismo espíritu. Solo así podremos ser discípulos fieles.

Luego, después de recordar el valor permanente de las Escrituras, el apóstol expresa el deseo: “Pero el Dios de la paciencia y de la consolación os dé entre vosotros un mismo sentir según Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (v. 5-6). Pablo deseaba intensamente que sean reparadas las brechas que pudieran aparecer en la Iglesia y que se fortaleciera la unidad práctica de los creyentes, para que Dios fuera glorificado en medio de ellos. Esta unidad de corazón era un elemento básico de su alabanza y adoración. Añade además: “Por tanto, recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios” (v. 7). Tomemos a pecho esta exhortación, recordando que es la gloria de Dios la que determina los límites de nuestra comunión fraternal. ¡Que nuestra actitud hacia los demás sea un reflejo de la actitud de Cristo hacia nosotros!