“Os ruego por la mansedumbre y ternura de Cristo” (2 Corintios 10:1), escribe el apóstol Pablo. Estos caracteres de Cristo brillan en casi todas las páginas de los evangelios. Es muy útil meditar en este tema, sobre todo porque pone de relieve el contraste entre lo que el Señor ha manifestado y la dureza propia de nuestro corazón.
El apóstol menciona estos caracteres del Señor para hacer un llamamiento solemne que debe dirigir a los corintios. Estaban en peligro de apartarse de su enseñanza. No habían rechazado del todo su autoridad apostólica, pero ya sea en sus afectos o en la doctrina se habían distanciado de él bajo la influencia de “falsos apóstoles”, “obreros fraudulentos” (11:13). Es en tales circunstancias que Pablo los exhorta a la mansedumbre y ternura de Cristo. Sus oponentes habían afirmado que su “presencia corporal” era “débil, y la palabra menospreciable” (10:10), quizás porque el carácter de su Maestro había brillado en su ministerio. Porque estos rasgos de humildad no convienen a quien pone al hombre en primer lugar, que busca lo que glorifica al hombre. En este texto, antes de dirigirse a los corintios con alguna severidad, el apóstol pone ante todos los corazones el carácter de mansedumbre y ternura que manifestó Cristo.
El Señor mismo dijo: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29). La mansedumbre está ligada a la humildad. En el creyente, la verdadera humildad solo puede provenir de una voluntad quebrantada. Donde la voluntad propia ha sido prácticamente dejada de lado por la disciplina de Dios, habrá mansedumbre. Habrá esa paciencia, esa falta de resistencia frente al mal, que acepta las pruebas y sufrimientos de la mano de Dios. Habrá esta bondad de espíritu y comportamiento hacia todos. Y “un espíritu afable y apacible… es de grande estima delante de Dios” (1 Pedro 3:4).
La voluntad de Cristo nunca tuvo que ser quebrantada, ¡de ningún modo!, porque ella era perfecta. Él había venido a hacer la voluntad del Padre. Siempre vivió en completa sumisión al Padre. El Hijo no hizo nada por sí mismo (Juan 5:19-20). Estaba transmitiendo lo que el Padre le había mandado decir (12:49). Él siempre hizo lo que agradaba al Padre (8:29). Cuando se encontró ante el desborde de la maldad de los hombres y el poder de Satanás, dijo: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (18:11). Era amable incluso frente a toda la violencia que afluyó contra él. “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (Isaías 53:7).
Lo que se vio en Cristo debe verse ahora en nosotros. El apóstol Pablo dijo a los filipenses: “Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres” (Filipenses 4:5). Es nuestra conducta ante todos los hombres, creyentes o no, lo que está a la vista siempre. La mansedumbre se manifiesta en no insistir en la opinión propia o en lo que uno piensa que son sus derechos. Nos lleva a la calma y a la moderación, a retirarnos, a ocupar el último lugar, a ceder ante los demás, en la medida en que la fidelidad a Dios y a su Palabra no nos obligue a mostrar firmeza. Aquí se da un motivo poderoso para animarnos a tener esta mansedumbre: “El Señor está cerca” (v. 5). Podemos dejar de lado cualquier exigencia pensando en el día en que el Señor regrese y todo se pondrá en su lugar.
Esforcémonos en imitar en nuestro comportamiento algo de la ternura y la mansedumbre de Cristo. Lo que se interpone en el camino son los caracteres de la carne que está en nosotros: impaciencia, impetuosidad, obstinación, voluntad propia etc. Vemos esto en Pedro, durante los años que estuvo con el Señor en la tierra. Sus defectos a menudo provenían de la rapidez de la carne en manifestarse, a pesar de su ardiente amor por el Señor. Para que los rasgos de Cristo se manifiesten en nosotros, debemos aprender por experiencia cuáles son los caracteres de la carne. Tenemos que descubrir, a veces a través de una disciplina dolorosa, que no hay nada bueno en ella. Pero recordemos que nuestro viejo hombre ya fue juzgado ante Dios en la cruz de Cristo. Fue juzgado y condenado para siempre. Dios nos considera muertos con Cristo. Él ha puesto su Espíritu en nuestros corazones, y este Espíritu tiene el poder de producir en nosotros el carácter de Cristo.
¡Que Cristo tenga el control total de nuestras vidas! ¡Que su voluntad nos guíe en todo momento! ¡Que sea el objeto de nuestros corazones! Por la operación de su Espíritu en nosotros, podemos ser más como él. Y recordemos estas palabras del apóstol: “llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Corintios 4:10).