Cuando el pueblo de Israel cruzó el Mar Rojo, entonó espontáneamente un hermoso cántico de alabanza. Pero tan pronto terminaron de cantar, comenzaron a murmurar contra Moisés, diciendo: “¿Qué hemos de beber?” (Éxodo 15:24). Aunque habían sido esclavos bajo el yugo de hierro del Faraón, no estaban preparados para las pruebas del desierto; y como resultado, sus corazones se llenaron de rebelión y murmuraron.
Tres cosas amargaban su vida cotidiana, y todas ellas son muy instructivas para nosotros:
— En primer lugar, no había pan ni agua (Éxodo 15:24 y 16:2-3; Números 21:5);
— en segundo lugar, se cansaron del pan que Dios les proporcionaba, diciendo: “Ahora nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven nuestros ojos” (Números 11:6);
— y, en tercer lugar, anhelaban la comida de Egipto: primero sus “ollas de carne” (Éxodo 16:3), y más tarde, el pescado, los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos (Números 11:5).
Estas tres cosas juntas les resultaron tan insoportables que declararon varias veces que preferían volver a Egipto. “Estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos” (1 Corintios 10:11).
Sin pan ni agua (Números 21:5)
Su primer tormento fue no encontrar pan ni agua en el desierto. Como dice el salmista, encontraron “tierra seca y árida donde no hay aguas” (Salmo 63:1). Habiendo salido de Egipto, imagen del mundo, es decir del hombre en su condición natural, habían perdido su alimento habitual; y el desierto en el que habían entrado carecía de todas las fuentes alimenticias que habían usado hasta entonces, así como de las que ahora necesitaban para su vida y sustento. Al cruzar el Mar Rojo habían perdido para siempre su antigua vida, la que Egipto alimentaba; y ahora poseían una nueva vida, cuyas fuentes estaban lejos del lugar que atravesaban.
Así es ahora para el creyente. No hay pan ni agua en el desierto para la nueva vida que tiene en Cristo resucitado. Hubo un tiempo, antes de ser hallado por la gracia de Dios, en el cual lo “llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9), cuando todas las fuentes de su vida estaban en el mundo; pero ahora el mundo se ha convertido para él en un vasto desierto, y debe aprender que este no puede ofrecerle nada: ni para sostener sus fuerzas, ni para refrescarle en su camino como peregrino. No es del mundo, como tampoco Cristo era del mundo (Juan 17:16); ha muerto al mundo con Cristo, así como ha resucitado con él. ¿Cómo pues podrá encontrar un alimento adecuado o saciar su sed en esos arroyos contaminados?
Estas verdades nos son familiares; pero para nuestros corazones es un desafío continuo ponerlas en práctica. ¿Nos damos cuenta habitualmente de que, aparte de las simples exigencias de nuestro cuerpo, el lugar de nuestra peregrinación no contiene nada para nosotros, nada que nos sostenga o reconforte? Por el contrario, nos ofrece todo lo que puede dañar la vida que tenemos en Jesucristo. Es de suma importancia tener siempre presente que en el desierto no hay pan ni agua para nuestras almas, pues pertenecemos a otro lugar. Cristo mismo, que está sentado a la diestra de Dios, es nuestra vida (Colosenses 3:1, 3-4), y es solo de allí, de donde podemos sacar nuestro alimento y nuestra fuerza. “Todas” nuestras “fuentes” (Salmo 87:7) se encuentran en un Cristo resucitado y glorificado. Solo con él “está el manantial de la vida” (36:9). El creyente que atraviesa el mundo en el poder de esta verdad, sin esperar más que trampas y peligros, se mantendrá separado de él. Será consciente de que su vida no tiene afinidad con nada de lo que le rodea. Y manifestará una vida alimentada desde lo alto que, brillando como una luz en la oscuridad moral de esta era, será un testigo para Cristo, un testigo de gracia y también del juicio venidero, que desdichadamente, habrá para este mundo.
Fastidio de este pan tan liviano (Números 21:5)
Lo segundo que les sucedió a estos peregrinos fue que se cansaron del alimento que Dios les daba. Fue en respuesta a sus murmuraciones (pues aún no estaban bajo la ley, no habiendo llegado al Sinaí) que les había dado el maná, en su bondad y misericordia. “Toda la congregación de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón en el desierto; y les decían los hijos de Israel: Ojalá hubiéramos muerto por mano de Jehová en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos; pues nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud” (Éxodo 16:2-3).
Semejante conducta merecía ser juzgada, pero Dios actuó con gracia, y por eso dijo a Moisés: “He aquí yo os haré llover pan del cielo” (v. 4). Y así lo hizo, día tras día, durante cuarenta años, hasta que cruzaron el Jordán (Josué 5:12). El maná era el alimento de Israel, alimento apto para el desierto, y se cansaron de él, hasta que se atrevieron a decir: “Nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano” (Números 21:5). El maná es imagen de Cristo, de un Cristo humilde, de todo lo que fue en su ternura, su gracia, y simpatía... en su paso por este mundo; de todo lo que, por tanto, necesitamos en el desierto como extranjeros y peregrinos. Cristo es, pues, en este carácter de verdadero maná, nuestro único alimento (véase Juan 6:35), el único “pan de vida” que puede sostenernos y fortalecernos. Le necesitamos a Él y nada fuera de él; ya que es nuestra vida (Colosenses 3:4), solo él puede alimentarla.
Entonces, ¿cómo es posible que los creyentes se cansen de él?
Esto se debe a que tenemos dos naturalezas, la vieja y la nueva, y ambas “se oponen entre sí” (Gálatas 5:16-17). Entonces, si no andamos en el Espíritu, la carne manifestará sus deseos, y esta nunca ama a Cristo; “los designios de la carne son enemistad contra Dios” (Romanos 8:7). Es pues la carne la que se cansa de Cristo y, deseando su propio alimento, crea en nosotros una aversión por el maná celestial. La carne es sutil, y cuando actúa así en el creyente, generalmente logra ocultar su verdadero carácter. Sin embargo, la carne sigue siendo carne, cualquiera que sea la forma en que se exprese; y así como Satanás puede disfrazarse “como ángel de luz” (2 Corintios 11:14), la carne sabe adoptar las formas más piadosas. Por tanto, debemos estar alertas, no sea que caigamos también nosotros en el grave pecado de tener “fastidio de este pan tan liviano”.
Los signos de esta tendencia aparecen a menudo cuando menos lo esperamos. Por ejemplo, si preferimos un ministerio que apela al intelecto antes que al corazón y a la conciencia; si favorecemos la exposición de principios interesantes, en los que el hombre natural puede deleitarse, en vez de una simple presentación de Cristo mismo; si no sufrimos la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, amontonamos maestros conforme a nuestras “propias concupiscencias” (2 Timoteo 4:3); si acudimos a libros que tratan de temas intelectuales o teóricos, en vez de privilegiar los que desarrollan la excelencia y la gracia de Cristo; si buscamos la compañía de aquellos con quienes tenemos mucho en común social y naturalmente, con preferencia a otros con quienes podríamos tener comunión espiritual, pero con quienes solo Cristo sería nuestro vínculo; si perdemos el interés por las Escrituras y —vale añadir también— la conciencia de nuestro carácter peregrino, y empezamos gradualmente a disfrutar de lo que nos rodea en este mundo: entonces es de esperar que empecemos a tener fastidio por “este pan tan liviano”.
Pero esta constatación puede traer efectos positivos. Preguntémonos entonces seriamente si estamos satisfechos con Cristo, plenamente satisfechos de él como alimento cotidiano. Hagámonos esta pregunta en nuestros hogares, nuestra vida social cotidiana, en nuestros momentos de ocio, cuando escuchamos la presentación de la Palabra, y cada vez que nos reunimos como iglesia. Una cosa es cantar:
«Te pedimos toda gracia excelente:
Aliméntanos hoy con tu pan celestial»
y otra cosa es hacerlo. Que el Señor nos guarde del grave pecado de perder nuestro apetito por él.
Nos acordamos de lo que comíamos en Egipto (Números 11:5)
Además, en el caso de los israelitas, había un intenso deseo por la comida de Egipto. ¿Cuántas veces recordaron con nostalgia las “ollas de carne”, “del pescado... de los pepinos, los melones, los puerros...” de Egipto? La pérdida del interés por Cristo es a veces la consecuencia, y otras la causa de buscar los alimentos apetecibles de Egipto. Pero seamos claros sobre lo que esto significa. Anhelar la comida de Egipto es, para el creyente, buscar los mismos placeres y diversiones que el hombre del mundo. El hombre natural tiene un alimento apropiado, en el que se esfuerza por encontrar su vida, así como el cristiano tiene el suyo. Si el creyente mira con deseo los placeres y diversiones sociales del mundo, si se deleita en lo que enorgullece al mundo —la pintura, la escultura, la arquitectura, la grandeza nacional—, si admira a sus grandes hombres en la ciencia, la filosofía, la literatura o el arte, si se interesa por la política y los conflictos partidistas, si alimenta su mente con libros seculares, si busca la compañía del mundo, sus modas, lujos y recompensas, si adopta sus hábitos y forma de vida, si, en resumen, se vuelve hacia una de las fuentes de la tierra, una de sus fuentes de alegría, orgullo, placer o gloria, está, en realidad, buscando las “ollas de carne” de Egipto.
¿Qué debemos concluir de esto? ¿Estamos nosotros, usted o yo, en esta situación? No hay espectáculo más triste que el que ofrecen aquellos que una vez supieron lo que era alimentarse de Cristo, y encontrarlo todo en él, pero ahora se vuelven hacia las mismas cosas que habían rechazado gustosamente por amor a él. Andaban bien, pero los deseos de la carne, los deseos de los ojos o la vanagloria de la vida (1 Juan 2:16) vinieron a ser un obstáculo para ellos. Todo lo que no es Cristo, y de Cristo, es Egipto, y de Egipto. Así que necesitamos ser tan atraídos, poseídos y absorbidos por el Señor, de manera que cada uno de nuestros deseos sean satisfechos por él y en él.