Velar y orar
Supongamos que supiéramos con certeza que un ladrón está constantemente observando nuestra casa, buscando robarnos lo que tenemos, o que personas sin escrúpulos, crueles y despiadadas están siempre al acecho para hacernos daño. ¿Qué haríamos? Estaríamos en todo momento en guardia. Tomaríamos todas las medidas necesarias para librarnos de esta situación, en lo posible.
Del mismo modo, el cristiano es exhortado seriamente en la Palabra a velar, no solo en ciertos días particularmente peligrosos, sino en todo tiempo, hasta llegar al cielo, cuando no habrá necesidad de hacerlo.
¿Por qué esta exhortación? Tal vez ni siquiera se trate de sus posesiones materiales, aunque de todas formas, no debería poner su corazón en ellas. Además, en cuanto dependa de él, está llamado a estar en paz con todos los hombres. Así, como ser humano, tendrá pocos enemigos.
Pero constantemente hay ladrones y enemigos que quieren robarle las riquezas de su fe, y buscan causarle daño espiritual de todas las maneras posibles. Por eso el Señor exhorta con tanta insistencia a sus discípulos: “Velad y orad” (Marcos 14:38). Es también por la misma razón que los apóstoles aconsejaban a los creyentes a velar en todo tiempo.
Hay una serie de puntos a los que debemos prestar especial atención.
El diablo anda alrededor — como león rugiente
Pedro advirtió a los creyentes de la dispersión en Asia Menor: “Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 Pedro 5:8).
“El diablo... anda alrededor”, ¡ahora como en el pasado! Esto es motivo suficiente para hacer sonar la alarma y estar alerta hoy, mañana y todos los días. El diablo odia a los creyentes, la Iglesia de Dios en la tierra y su testimonio de la verdad. Quiere silenciarla. Es poderoso, puede reunir a los enemigos de la verdad para que se resistan a ella, e incluso provocar una persecución pública.
¿Qué deben hacer entonces los creyentes? ¡Precisamente velar y orar! Se trata de vigilar los peligros con una conciencia alerta. Con su rugido, el león quería asustar a estos creyentes, para que dijeran: «Esto no puede seguir así. Ya no podemos más proclamar la Palabra. Se ha vuelto peligroso dar testimonio del Señor Jesús. Nos trae persecución; cosechamos enemistad y desprecio, y perdemos nuestras posesiones e incluso nuestras vidas». Esa reacción no hubiera sido buena. Los creyentes no debían velar por su propia vida, sino que se les exhortaba a hacerlo para resistir al diablo “firmes en la fe” (v. 9). Debían tener cuidado de que la preocupación por sus propias vidas no se convirtiera en una razón para dejar de difundir el Evangelio.
Este león también rugió en Jerusalén. Pedro y Juan habían sido seriamente amenazados “para que no hablen de aquí en adelante a hombre alguno en este nombre (de Jesús)” (Hechos 4:17). Pero, ¿qué hicieron estos valientes testigos? Vinieron a los suyos y oraron juntos: “Ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra... Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios” (v. 29, 31). Habían velado y orado. Por lo tanto, fueron capaces de resistir al enemigo y sus malas intenciones por el poder del Espíritu Santo.
Hoy en día, en nuestras regiones, solo podemos oír débilmente el «rugido del león». El testigo fiel no arriesga su vida, ni la pérdida de sus bienes, sino solo un poco de vituperio por causa de Jesús... Pero, ¿es eso suficiente para que dejemos las armas o para que nos quedemos callados? ¿Dormimos alguna vez? ¡Eso sería impensable! Velemos, oremos y resistamos firmes a las intenciones del enemigo. Entonces seremos como aquellos testigos fieles: “Ellos salieron de la presencia del concilio, gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre” (5:41).
El diablo anda alrededor — como una serpiente astuta
El diablo nunca duerme. Nuestro adversario está siempre despierto. Él “rodea la tierra” (Job 1:7) y “anda alrededor”. Él vigila a los creyentes como lo hizo con Job, y a través de siglos de experiencia, sabe cómo atraparlos. Para lograr su objetivo, puede cambiar su rostro. Si no puede conseguir lo que quiere siendo león rugiente, puede presentarse como un “falso profeta… con vestidos de ovejas” (Mateo 7:15) o una “serpiente” astuta. ¡Qué peligro para nosotros! ¿Cómo reaccionamos cuando nos encontramos con él?
La primera pareja había recibido el mandato divino de “labrar” y “guardar” el huerto de Edén (Génesis 2:15). No sabemos cuántos días lo hicieron fielmente, ni cuánto tiempo hubo en ellos confianza y temor de Dios, estando sus pensamientos dirigidos hacia este Dios creador que se les había revelado en su infinita bondad. Ah, cuando el corazón se aleja de él, ¡qué rápido se desvían los pies del camino de la obediencia a sus mandamientos!
El diablo entró en el huerto bajo la forma de una serpiente astuta (cap. 3). No se le oyó venir. Vino cuidadosamente enmascarado. ¿Y a quién encontró? A una Eva y a un Adán que no habían estado velando. Consiguió torcer la Palabra de Dios y sembrar en sus corazones la desconfianza hacia Dios, así como el deseo de tomar el fruto prohibido. Los llevó a ambos a desobedecer el único mandamiento que Dios les había dado. ¡Qué terribles consecuencias tuvo su falta de vigilancia! Arrastraron a toda la raza humana a un abismo de pecado y corrupción. “Un poco de sueño, cabeceando otro poco, poniendo mano sobre mano otro poco para dormir; así vendrá como caminante tu necesidad, y tu pobreza como hombre armado” (Proverbios 24:33-34).
Pero por la gracia de Dios, el redimido está “en Cristo”, elevado del profundo abismo a los lugares celestiales. Se le ofrecen todas las bendiciones celestiales, bendiciones que van mucho más allá de lo que Adán conoció en sus días de inocencia (véase Efesios 1 y 2).
Satanás no puede robarle a ningún creyente estas bendiciones celestiales, ni siquiera al más joven o al más débil. Pero puede confundirlos y fascinarlos con falsas doctrinas, para que dejen de disfrutar de estas bendiciones. Y esto es lo que busca. Al hacerlo, perjudica la gloria de Dios, al propio redimido y a todos los que podrían haber sido bendecidos a través de él.
Así, nos enfrentamos continuamente a la “serpiente antigua” (Apocalipsis 12:9), a las “asechanzas del diablo” (Efesios 6:11). También en nuestras almas busca torcer la Palabra de Dios y perturbar la maravillosa relación de confianza y comunión con Dios.
Pero podemos fortalecernos en el Señor y en el poder de su fuerza. Tenemos la armadura de Dios. Si nos hemos vestido de ella y la usamos según Dios, podremos estar firmes contra las asechanzas del diablo.
La primera condición para ganar esta batalla sigue siendo la vigilancia: “Estad, pues, firmes” (v. 14), no «se deje llevar ni se duerma». La oración se menciona en este pasaje como la última pieza de la armadura: “Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu” (v. 18). Una vez más, hay una necesidad urgente de velar y orar.
Vigilancia en cuanto a mí mismo
No solo tenemos un enemigo terrible en el exterior, que anda alrededor de nosotros buscando hacernos daño mientras no alcancemos la meta celestial. También tenemos un enemigo dentro de nosotros: la “carne”, la mala naturaleza, el viejo hombre. La carne no encuentra placer en la persona de Cristo, ni gozo en las bendiciones y cosas del cielo. Se opone al Espíritu de Dios en nosotros y no se sujeta a la ley de Dios. “Manifiestas son las obras de la carne, que son:... fornicación, inmundicia, lascivia... celos... envidias... borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas” (Gálatas 5:19-21). La carne y sus deseos está en armonía con el mundo, así como con la vida, las acciones y las aspiraciones de los hombres que no han nacido de nuevo. Un cristiano que da lugar a la carne difiere poco o nada de un hombre de este mundo en su vida y actitud. ¡Qué infeliz es entonces!
Todos conocemos bien la maravillosa verdad de que “nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6:6). Sobre la base de este hecho consumado y definitivo, podemos considerarnos “muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (v. 11). Pero ¡cuán necesaria es la vigilancia incesante para poner esto en práctica en nuestro caminar diario entre los hombres y en medio de las tentaciones de este mundo!
La vieja naturaleza se presenta a menudo de una manera muy hermosa. Es como una manzana que parece deliciosa y apetitosa, pero que está estropeada por dentro. Cuántos cristianos inexpertos se dejan seducir por esta bella apariencia, para su propia pérdida.
Incluso Pedro, que había caminado con el Señor durante tres años y medio, fue engañado. Es cierto que amaba al Señor Jesús con toda sinceridad, y esto era sin duda un fruto de la nueva vida en él. Pero creía que podía demostrar su amor por su propia fuerza, incluso en las condiciones más difíciles. El resultado fue bastante diferente de lo que había pensado. En el momento crítico, fracasó lamentablemente, y fue evidente que ¡su vieja naturaleza se agradó a sí misma a expensas de su amado Señor, llevándolo a negar a ese Señor para evitar el oprobio!
El Señor le había advertido (Marcos 14:27-31). Incluso en la terrible agonía en Getsemaní, Jesús pensó en el estado de este discípulo y le dijo a Pedro: “Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora? Velad y orad, para que no entréis en tentación” (v. 37-38).
¿Cómo podemos entonces protegernos contra nosotros mismos, contra este yo egoísta, orgulloso, impuro y necio? Vigilando y estando en guardia en oración, sin perder de vista que “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24).
Pero si eso fuera todo, no sería suficiente. Solo sería el lado negativo. Se nos exhorta a algo más: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (v. 16). El Espíritu Santo, que mora en nosotros, quiere alimentar y llenar nuestra alma y nuestra mente con Cristo. Así busca producir en nosotros “el fruto del Espíritu” (v. 22) y conducirnos al servicio que el Señor quiere confiarnos.
Un hermano mayor solía decir: «¿Sabe quién me ha dado más trabajo en mi vida?» Como respuesta, citó su propio nombre. Afortunadamente, el Señor nos ha permitido vivir la preciosa certeza: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
El mundo nos impide esperar al Señor
Todos sabemos que el Señor Jesús “que había amado a los suyos” nos ha dejado una promesa clara: “Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 13:1; 14:3). En las epístolas inspiradas, el apóstol Pablo describe todos los detalles de esta esperanza bienaventurada, y al final de la Palabra, el Señor repite una vez más esta certeza: “Ciertamente vengo en breve” (Apocalipsis 22:20).
¡Pero qué extraño! Durante muchos siglos el cristianismo perdió esta preciosa promesa. Solo en el siglo 19 volvió a salir a la luz. Sucedió exactamente lo que el Señor había predicho en la parábola de las diez vírgenes (Mateo 25:1-13); las vírgenes, imagen del cristianismo, se adormecieron todas y se quedaron dormidas, incluso las cinco que tenían aceite en sus vasijas. Solo se despertaron cuando oyeron el llamamiento: “Aquí viene el esposo” (v. 6).
Así que conocemos bien esta verdad. Pero ¿está presente en nuestro corazón cada día como un acontecimiento esperado que nos llena de felicidad, y caracteriza y determina toda nuestra vida aquí en la tierra?
Si hemos de responder negativamente, es porque una vez más nos hemos sentado en un banco a adormecernos. Este estado de somnolencia espiritual se debe, sin duda, a que estamos demasiado vivos y celosos de las cosas terrenales, y a que nos hemos instalado en la tierra para pasar los “setenta” u “ochenta” años de nuestra vida (Salmos 90:10). Hemos colgado la capa de peregrino y nos hemos puesto el traje del país. Hay algo que no funciona cuando nos sentimos en casa en el mundo que ha rechazado al Señor. En tal estado, no podemos dar un buen testimonio de Él, ni podemos ser de ayuda a los hijos de este mundo. Tampoco podemos ser verdaderamente felices.
En relación con esto, el Señor dice: “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora” (Mateo 25:13). Debemos asegurarnos de que esta esperanza no se desvanezca nunca de nuestros corazones, ni disminuya. “Buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba...” (Colosenses 3:1-2).
No solo velar, sino también orar
Cabe señalar que en la mayoría de los pasajes no solo se nos llama a velar, sino también a orar. El que vigila tiene los ojos abiertos y reconoce si el enemigo malvado y poderoso se muestra como un león rugiente o una serpiente astuta. Además, el vigilante es muy consciente del grado de perversión de la carne en su interior, así como de la gran fuerza de atracción que el mundo ejerce sobre él cuando su corazón no está completamente orientado hacia Cristo.
Esto le llevará a orar “siempre” (Lucas 18:1) y “sin cesar” (1 Tesalonicenses 5:17), a buscar la ayuda de Aquel que nunca nos rechazará. Para cada paso del camino, desde nuestra conversión hasta la meta celestial, tenemos a nuestra disposición la gracia de Dios en medida superabundante. Pero debemos acercarnos al trono de la gracia con confianza, para que podamos recibir misericordia y encontrar gracia para la ayuda en el momento oportuno (Hebreos 4:16). Si rara vez nos acercamos al trono de la gracia y somos negligentes en la oración, es una prueba de que nuestros ojos no están lo suficientemente abiertos para ver los grandes peligros y los malvados enemigos que nos rodean. También significa que conocemos poco nuestra propia debilidad.