Versículos 1 a 3: En la cruz, el primer pensamiento de Cristo se dirigió a su Dios, el que hacía sus delicias y para quien había vivido. Y Dios lo abandonó. “¿Por qué”? Bienaventurados los que pueden responder a tal pregunta y decir: «Es por mí». A pesar de todo, este “por qué”, en presencia de Aquel que adoramos hasta la eternidad, no tendrá fin. ¿Cómo podría una pluma humana describir lo que ocurrió durante las tres horas cuando el sol se oscureció? En esos momentos, Dios estaba muy lejos de su salvación y de su clamor. ¡Qué expresión! En el salmo 32, David gimió todo el día bajo el peso de su propio pecado. En este salmo 22, es Cristo quien, herido de muerte, clamó desde el seno de las más profundas tinieblas. Sin esos dolores, nunca habría habido salvación, ni para David ni para ningún creyente, y la porción de unos y de otros, debería ser un lugar de tormento para siempre, sin reposo, día y noche. Sin embargo, la santa víctima pagó en la cruz el salario del pecado.
“Pero tú eres santo”. En ese supremo momento, Cristo pensó en la santidad de Dios, sintiendo todo el peso del juicio de Dios contra el pecado y el horror de ese juicio inexorable. ¿Quién ha conocido la santidad de Dios tanto como esa víctima que llevó el pecado y fue consumida por el fuego de su juicio? Él también pensó en las alabanzas que subían a la presencia de Dios desde el corazón de aquellos que formaban parte de su pueblo: “Tú que habitas entre las alabanzas de Israel”. ¿Quién podría alabarle si Él no hubiese sido abandonado por Dios? Nadie. Ahora tenemos el privilegio de alabar a nuestro Dios y Padre, pero, si Cristo, el Autor de nuestra fe, no hubiera muerto, nuestras bocas estarían cerradas para siempre y el Padre no tendría a nadie para darle gloria en su santuario.
Los versículos 4 y 5 tratan de otro tema que estaba en el corazón del Señor cuando estaba en la cruz. Sus pensamientos se refirieron a los suyos. Pensaba en los creyentes de antaño, los que confiaron en Dios y no fueron avergonzados. Todos ellos fueron librados. Pero Cristo fue abandonado. Si él hubiera sido librado, ¿qué hubiera sido de esos fieles que confiaron en Dios, y qué sería de nosotros hoy? El Señor pensó en los bienaventurados que fueron redimidos, cumpliendo en ese supremo momento la obra que hizo posible la remisión de aquellos a quienes él llama santos e íntegros y en los cuales halló toda su complacencia (Salmo 16:3).
En el versículo 6, Cristo considera su posición en medio de los hombres. A los ojos de éstos, no tenía más importancia que un gusano; era el oprobio de los hombres y el despreciado de su amado pueblo, y ese escarnio le quebrantaba el corazón (Salmo 69:20).
Los versículos 7 y 8 se refieren a las personas que pasaban cerca del lugar donde el Señor estuvo crucificado. El profeta Jeremías dijo: “¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido; porque Jehová me ha angustiado en el día de su ardiente furor” (Lamentaciones de Jeremías 1:12). Puso en boca de Jerusalén lo que ocurrió en el corazón de su Rey cuando llevó la ira que esa ciudad culpable había merecido. Los habitantes, sin corazón ni compasión, se burlaron de Cristo, tornando sus glorias en escarnio. Se atrevieron a servirse de las palabras de este salmo para reírse de él y cubrirle de oprobio.
Los versículos 9 y 10 nos muestran que el Señor, cuando estuvo en la cruz, se acordó de su plena confianza en Dios desde que vino a este mundo. ¡Y Dios lo abandonó! Dios siempre lo llenó de gozo y había vivido únicamente para él. Los demás fueron librados, pero para él mismo no hubo salvación.
Entonces dijo en el versículo 11: “No te alejes de mí, porque la angustia está cerca”. Esa palabra “angustia” —que tan frecuentemente hallamos en el libro de los Salmos— nos habla generalmente del “tiempo de angustia para Jacob” (Jeremías 30:7), angustia como nunca la hubo, y como jamás volverá a haberla, de la cual Jacob será librado. Sin embargo, en este salmo y en los salmos 20:1 (V.M.) y 102:2, se trata de una angustia que no se puede comparar a ninguna otra, y que el único Justo tuvo que atravesar. En el salmo 20, estaba todavía rodeado de los suyos; pero en el salmo 22, no había nadie. Durante el tiempo de su ministerio, los doce acompañaban al Señor, y aun cuando muchos de ellos no andaban con él, Pedro le dijo: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6:68). Perseveraron con él hasta en sus tentaciones, pero en los últimos momentos, uno lo traicionó, el otro lo negó y los otros diez lo abandonaron. Entró en un sendero en el cual sólo él podía caminar. ¿Quién sino solamente Él pudo ir al encuentro del juicio de Dios? Hallamos una hermosa ilustración de esa escena en Génesis 22, cuando Abraham salió para sacrificar a su hijo sobre el monte Moriah. Dijo a sus siervos: “Esperad aquí con el asno”. Desde ese momento el padre y el hijo fueron solos por el camino: “Iban juntos”. Luego, el padre levantó la mano para degollar a su hijo. Los siervos, por fieles que fuesen, no pudieron ascender al monte para asistir a la escena que tuvo lugar sobre la cima. En el salmo 22, el Hijo de Dios estaba solo; no había nadie allí para penetrar en sus pensamientos y socorrerle: Los suyos lo desampararon y Dios lo abandonó.
En los versículos 12 y 13, Cristo se hallaba solo en presencia del furor de Satanás, quien, como león rugiente y rapaz, se lanzó contra él con todos los poderes de las tinieblas. Los principales sacerdotes, con los escribas y los ancianos que, como “fuertes toros de Basán” abrieron sus bocas contra él, fueron la boca misma de Satanás. Éste descargó todo el odio que llenaba su corazón contra el único Hombre que le resistió, reduciéndolo a la impotencia. En ese supremo momento, amotinó contra Él todos los poderes de los hombres, del mundo y de los demonios. Jamás tuvo lugar semejante conflicto; fue el único en los anales de la eternidad. Un solo hombre se encontraba allí contra todo ese poder; es Él quien, en el salmo 24:8, es mencionado como el Rey fuerte y poderoso en batalla.
Sólo esta batalla tiene valor a los ojos de Dios, pues por ella el único Justo obtuvo la victoria sobre el autor de todo el mal que hay en el mundo. Consideremos más de cerca el estado en que se encontraban esos hombres en tal momento. Los hombres religiosos, en primer lugar, eran los sacerdotes que sabían que no podían acercarse a Dios sino por medio de un sacrificio: cada día ofrecían sacrificios que eran figura del sacrificio de Cristo. Luego, los escribas enseñaban la ley al pueblo, y los ancianos eran revestidos de dignidad por Dios: todos ellos estaban en compañía con el malhechor para burlarse de la santa Víctima que, en ese momento, quitaba el pecado del mundo. Ellos eran la boca misma de Satanás que rugía contra Él.
A continuación, los versículos 14 y 15 nos describen en pocas palabras quién era la persona del Señor Jesús en tal momento: “He sido derramado como aguas” ¿Qué nos quieren decir estas palabras? El pueblo de Israel, durante veinte años estuvo sin el arca. Al cabo de ese tiempo, se lamentó en pos de Jehová. Samuel habló al pueblo que se había reunido en Mizpa. Allí sacaron agua y la derramaron ante Dios y ayunaron (1 Samuel 7:2-6). Esa agua derramada al suelo ante Dios es la imagen del estado en que se encontraba el pueblo; estaba tan miserable que solamente Dios podía recogerlo y restaurarlo. Era el único que podía librarlo y consolarlo. En ese salmo, el Cordero de Dios sentía el estado en que se encontraba su amado pueblo, y conocía toda su miseria y aflicción. “En toda angustia de ellos él fue angustiado” (Isaías 63:9).
“Todos mis huesos se descoyuntaron”. No hubo nada que lo sostuviera. (Los huesos constituyen el esqueleto que sostiene el cuerpo humano en todas sus partes). Su corazón fue como cera, bajo el ardor del fuego del juicio de Dios; se derritió en medio de sus entrañas. Como un tiesto se secó su vigor, y su lengua se pegó a su paladar. Experimentaba todo el horror de ese lugar donde hasta una gota de agua fría será negada a los desdichados que no hayan querido recibir la gracia de Dios y los beneficios de la obra de los cuales nos habla ese salmo.
“Y me has puesto en el polvo de la muerte”. Aquí la causa de la muerte de Cristo es atribuida a Dios mismo. Sin duda alguna, los hombres son culpables del homicidio que han cometido, clavando al Señor de gloria en la cruz; pero aquí tenemos al Dios santo y a la víctima que llevó el pecado. “Porque la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23) y “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). El Cordero era la víctima que debía morir; la santidad del Dios justo así lo exigía. Esas cosas exceden en solemnidad todo lo que podamos concebir; y, si queremos saber lo que es el pecado a los ojos de Dios, es en la cruz donde debemos poner nuestra mirada.
Los versículos 16 a 18 hacen alusión a los soldados romanos que, sin compasión para con la víctima que estaba en sus manos, se complacían en hacer daño y se gozaban en Sus sufrimientos. Éstos fueron los que horadaron las manos y los pies del Señor. ¡Esas manos que tanto bien hicieron! Los soldados son comparados con perros crueles y violentos. “Sentados le guardaban allí” (Mateo 27:36). Podemos preguntarnos cuál será la confusión de los incrédulos que, voluntariamente, no quieran recibir el testimonio tan preciso que tenemos aquí. Más de mil años antes, David, por el Espíritu profético, nos dijo que las manos y los pies del Mesías serían horadados, que sus vestidos serían repartidos y que sobre su ropa echarían suertes. Estas cosas se cumplieron al pie de la letra cuando el Señor estuvo en la cruz.
Los versículos 19 y 20 describen el momento supremo, en el cual Cristo se dirigió al Dios inmutable, a fin de que librara su santa alma de la espada y su vida del poder del perro. Su vida era su cuerpo, único en la historia del mundo, el cuerpo de hombre nacido de mujer, sin pecado, en el cual “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9). Es un profundo misterio, insondable para el pensamiento humano, porque nadie conoce al Hijo sino el Padre. Tenemos que recibir esta verdad simplemente por la fe, tal como Dios nos la ha revelado. Esto nos basta y podemos adorar.
En el versículo 21 vemos de nuevo al león. Quiso devorar a Aquel contra el cual descargó todo su poder. Probablemente creyó que había logrado su objetivo cuando el Señor entregó su espíritu. Fue un triunfo de corta duración. El primer día de la semana, el Señor salió victorioso de la tumba: venció el poder de Satanás y de la muerte.
Fue librado “de los cuernos de los búfalos”. Es la imagen de una muerte inevitable, porque un búfalo desatado no deja de atravesar con sus punzantes cuernos todo aquello que lo irrite.
En el versículo 22, la escena cambia por completo. Un nuevo día comenzó; el poder de la vida dio lugar a los horrores de la muerte. Un hombre salió de la tumba por su propio poder. El primer resultado de esa victoria se vio cuando el nombre del Padre fue revelado a un pequeño grupo de discípulos que estaban reunidos en un aposento alto. ¡Bienaventurados hijos de Dios!, podríamos decir. Sí, pero, ¿hemos pensado en la felicidad del Padre? Ahora tiene una familia.
El Mesías no solamente murió por la nación, “sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Juan 11:51-52). Resucitó de entre los muertos y fue “el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29). En una gran familia, los hijos están gozosos de vivir en la casa del padre, pero más feliz es aún el padre al tener a sus hijos alrededor de sí. Pronto el Padre “descansará en su amor” (Sofonías 3:17; V.M.). ¡Bienaventurada eternidad!
En el versículo 22 del salmo 22, el Señor, que estuvo entre dos malhechores en la cruz, se encuentra “en medio” de todos aquellos que están congregados en su nombre. Canta un cántico nuevo, y los suyos unen sus voces para alabar a Dios que lo resucitó de entre los muertos. Todo es gozo en esta escena de resurrección: El Padre, el Hijo y los rescatados gozan de una misma comunión. Estas cosas se llevan a cabo en el seno de una pequeña congregación, donde hay algunos de sus discípulos reunidos en un aposento alto. El mundo desconoce el gozo que llena el cielo, así como todo lo que respecta a la alabanza de los bienaventurados que habitan en la Casa del Padre.
Sin embargo, los resultados de la obra de la cruz van más allá. En el versículo 23, el círculo se extiende y llega hasta los confines de la tierra: “Los que teméis a Jehová, alabadle”. Todos los muros que rodeaban a Israel se derrumban, y el Evangelio será predicado a todas las naciones. Cornelio, un centurión romano, fue las primicias de esa multitud de gentiles que formaría parte de esa familia celestial. En Hechos 10:34-35 leemos: “Pedro, abriendo la boca, dijo: En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia”. Este extranjero fue introducido en la bienaventurada familia de Dios.
Este versículo 23 es particularmente importante y precioso para nosotros, los gentiles, que hemos creído el Evangelio. Nuestro privilegio no disminuye en nada el de los judíos, pues tanto Jacob como Israel, en este mismo versículo, son invitados a alabar y glorificar a Aquel que fue rechazado por la nación. La salvación es anunciada por toda la tierra: tanto judíos como gentiles son colocados en el mismo terreno; los unos y los otros son objeto de la misericordia de Dios. “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado? Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amen” (Romanos 11:33-36).
En este salmo, así como en todo el Antiguo Testamento, nunca hallamos a la Iglesia. Era el misterio de Dios que había permanecido escondido desde los siglos (Colosenses 1:26). La pequeña congregación del principio era el pequeño remanente fiel de Israel. A la luz del Nuevo Testamento sabemos que ella ha venido a ser el origen de la Iglesia. Sólo después de la muerte y la resurrección del Señor y del descenso del Espíritu Santo, el misterio ha sido revelado, y ello muy particularmente al apóstol Pablo después de la muerte de Esteban.
En el versículo 25 encontramos una nueva clase de personas que se beneficiarán con la obra de la cruz. Es llamada “la gran congregación” en contraste con el pequeño número de aquellos que gustaron la bendición, de quienes nos habla el versículo 22. Aquí tenemos a todo Israel, el del fin, el verdadero Israel de Dios que será reunido al principio de su reino. Ése será el tiempo bienaventurado en el cual el pueblo, que todavía se encuentra disperso entre las naciones, será por fin reunido en el país de la promesa. Gozará de todo lo que le fue prometido por boca de los profetas, y esta bendición será traída por Aquel a quien traspasaron. Allí aún subirá la alabanza a la presencia de Dios, pero vemos una gran diferencia en las relaciones del pueblo con el Mesías. No tiene la preciosa comunión que caracteriza a la pequeña congregación del versículo 22. En esta última, se encuentra en medio de ellos; en la gran congregación está delante de ellos. El Rey de gloria está delante de su pueblo con toda su majestad. Los israelitas estarán gozosos de ver su gloria y su hermosura; sus corazones rebosarán dentro de ellos. En aquel día dirigirán su canto al Rey (Salmo 45:1), pero no conocerán la intimidad de la cual los cristianos gozan todavía hoy cuando ellos, pequeño rebaño, se reúnen alrededor del Señor. ¿Sabemos apreciar lo que nos revela la Palabra de Dios?
Los versículos 27 a 29 nos hablan de una tercera clase de personas que pronto gozarán de los resultados de la obra de Cristo en la cruz. Son las naciones que habrán sido liberadas del juicio y que gozarán de la bendición milenaria en la tierra; porque Aquel a quien el mundo coronó de espinas, será el Rey del universo. Dominará sobre las naciones. Las condiciones en el mundo cambiarán mucho: Hoy yace bajo el poder del mentiroso y homicida; más tarde será el reinado de justicia y de paz. En ese maravilloso tiempo, todas las familias de las naciones vendrán de año en año para prosternarse ante el Rey y para adorar en Jerusalén en la fiesta de los tabernáculos. “En aquel día estará grabado sobre las campanillas de los caballos: Santidad a Jehová” (Zacarías 14:16-20). Será un tiempo de gozo y bendición.
Los versículos 30 y 31, por fin, describen una cuarta clase de personas que gozarán los beneficios de la obra de Cristo en la cruz. Serán las multitudes que nacieron durante el reino de paz. En ese tiempo, Dios dará familias tan grandes como los rebaños: “El pequeño vendrá a ser mil, el menor, un pueblo fuerte” (Isaías 60:22). ¡Bienaventurados esos hijos! Jamás conocerán el sufrimiento, que es la parte de nuestra pobre humanidad de hoy. Gozarán de la paz, de la bendición y de las riquezas que serán otorgadas por el Rey de gloria. Adorarán cuando se les cuente lo que el Rey hizo por ellos y lo que le sucedió en su primera venida al mundo.
De estas cuatro clases de personas que se beneficiarán de la obra de la cual nos habla este salmo, ¿quienes tendrán la porción más preciosa? Sin duda serán los creyentes que hoy, en el seno de los sufrimientos, gozan de la presencia de su Señor en medio de ellos y que también conocen el nombre del Padre.
Estamos conscientes de que este salmo contiene muchas riquezas más. Meditémoslas y que todos juntos conozcamos mejor a Aquel que fue abandonado de Dios y que lo glorifiquemos en la Iglesia.