En el capítulo 11 del Éxodo se mencionan dos puntos. En primer lugar, el juicio de los primogénitos anuncia la distinción establecida “entre los egipcios y los israelitas” (11:4-7). El cordero pascual concilia estas dos cosas. Pues Dios pone de manifiesto la cuestión del pecado, y entonces indudablemente se presenta con carácter de Juez.
A partir de ese momento, tanto los egipcios como los israelitas son puestos bajo el juicio de Dios, ya que unos y otros son pecadores a Sus ojos. Es cierto que Su deseo es el de liberar a Israel fuera de Egipto, y también es cierto que, en el ejercicio de sus derechos soberanos, puede hacer una diferencia. No obstante, Dios no deja jamás de ser Dios y todos sus hechos son la expresión de lo que él es en tal o cual de sus aspectos. Si libera a Israel, pueblo tan culpable como los egipcios, al destruir a estos últimos, sólo lo hará en armonía con su propia naturaleza. En otras palabras, su justicia debe ser puesta de manifiesto tanto en la salvación de los unos como en la destrucción de los otros.
Es de suma importancia comprender que la misma gracia no puede reinar sino por la justicia (Romanos 5:21). Es el problema resuelto de este capítulo de Éxodo: cómo Dios en justicia podía liberar a Israel, cuando destruía a los primogénitos de Egipto. Para ambos se presenta como juez; y vemos que esta diferencia se funda no en alguna superioridad moral de Israel frente a Egipto, sino únicamente en la sangre del cordero pascual.
La gracia que estableció pacto con Abraham, Isaac y Jacob es también la gracia que provee el cordero; pero la sangre de ese cordero, figura del Cordero de Dios, Cristo nuestra pascua (1 Corintios 5:7), respondió a todas las exigencias de Dios para con los israelitas a causa de sus pecados. Por lo tanto, permaneciendo justo, podía ponerlos a salvo mientras que el destructor traía la muerte a todos los hogares egipcios. En virtud de la sangre del cordero, la misericordia y la verdad pudieron encontrarse, y la justicia y la paz besarse (véase Salmo 85:10). Lo veremos claramente en el transcurso del estudio de este capítulo.
El juicio de los primogénitos
Versículos 1-2: Mientras el pecador permanezca en sus pecados, el tiempo no cuenta a los ojos de Dios. Para Él, no hemos comenzado a vivir antes de estar al amparo de la sangre de Cristo. Se pueden haber vivido treinta, cuarenta o cincuenta años, pero si no hemos nacido de nuevo, esto es sólo tiempo perdido; perdido en la medida en que a Dios se refiere. Sin embargo, ¡qué consecuencias terribles para la eternidad si persistimos en esa condición! Cada día de ese período de alejamiento de Dios ha añadido a nuestra culpa, al número de nuestros pecados, inscritos en el libro que será abierto en el juicio del gran trono blanco, si hubiéremos de pasar inconversos a la eternidad.
¡Qué condenación se pronuncia sobre los esfuerzos y actividades del mundo, sobre las esperanzas y ambiciones de los hombres! Se nos habla de calidad de vida, de gloriosas hazañas, y se procura insuflar en nuestra juventud el deseo de imitar a aquellos cuyos nombres están inscritos en la historia. Pero cuando Dios habla, desecha la ilusión con una sola palabra, diciendo que tales hombres aún no han comenzado a vivir. Por muy grande que pueda parecer una vida a los ojos de los hombres, el que no tiene la vida de Dios está muerto a Sus ojos; su auténtica vida no ha comenzado. Así ocurría con los israelitas. Hasta ese momento, habían sido siervos de Faraón, esclavos de Satanás; todavía no habían comenzado a servir a Dios, de manera que el mes de su redención debía ser para ellos el primer mes del año. Ahí comenzó la historia de su verdadera vida.
Versículos 3-20: En medio del juicio, Dios se acuerda de la misericordia. Castiga a los egipcios y no puede librar a los israelitas sin ser inconsecuente con sus propios atributos, al menos que sus exigencias para con ellos no sean plena y perfectamente satisfechas. De este modo, obrando en el ejercicio de sus derechos soberanos, según las riquezas de su gracia, Dios se provee del Cordero del cual la sangre será la base sobre la cual podrá salvar en justicia a su pueblo del juicio, y hacerle salir de la casa de su esclavitud.
Tengamos en cuenta que, cuando se trata de nuestra salvación, así como para la redención de Israel, no se refiere a lo que somos, sino a lo que Dios es. Todo se funda sobre la base inmutable de su propio carácter, y así, tan pronto como la expiación se ha cumplido, como lo veremos a continuación del capítulo, todo lo que Dios es, constituye la garantía de nuestra seguridad.
Un cordero
Varios puntos en este pasaje exigen un comentario distinto y especial. Ante todo el cordero. Como ya se ha mencionado, todo el valor de ese cordero pascual reside en el hecho de que es una figura de Cristo. El apóstol Pablo dice: “Nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta” (1 Corintios 5:7-8). Somos pues revestidos de autoridad divina al ver al Cordero de Dios bajo esa notable figura, razón por la cual cada detalle de este capítulo presenta gran interés.
El décimo día del mes, era necesario tomar un cordero —macho de un año y sin defecto— y guardarlo hasta el día catorce de ese mes. Generalmente se dice que el décimo día correspondía al apartamiento del Cordero en los planes de gracia de Dios, y el decimocuarto día, al sacrificio efectivo en el tiempo. No obstante, se ha sugerido también otra cosa, la que presentamos y sometemos al juicio del lector. Según esta última, el décimo día correspondería a la entrada de Cristo en su ministerio público, cuando Juan el Bautista lo designa de una manera muy sorprendente como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Desde entonces, si el ministerio del Señor se extendió sobre un período de tres años, compuesto de dos años completos y de períodos de otros dos, ello daría, según la forma de contar de los judíos, cuatro años, y el momento de la muerte del Señor, pues, correspondería al día catorce. Se puede preguntar ¿por qué se escoge el número diez para poner aparte al cordero? Tal vez porque ése es el número de la responsabilidad para con Dios. Entonces, eso nos enseña que, antes que nuestro Señor fuese públicamente reconocido como el Cordero de Dios, ya había respondido a todas las exigencias de Dios, y así había sido puesto de manifiesto como siendo sin defecto, propio de lo que él mismo era, el sacrificio por el pecado. Era el Cordero de Dios, y el hecho de que el cordero era provisto por Dios es rico en bendición y consolación.
El hombre jamás hubiera podido saber qué sacrificio sería aceptable. Los israelitas habrían permanecido en la esclavitud hasta el día de hoy si hubiesen confiado en sí mismos para hallar un medio de satisfacer las exigencias de Dios en cuanto a sus pecados. Entonces Dios, en su gracia y misericordia, se proveyó de un cordero del cual su sangre sería suficiente para quitar el pecado del mundo. No puede haber ninguna otra forma de purificación del pecado, ninguna otra manera de estar al abrigo del justo juicio de Dios: la sangre de Cristo, que Dios mismo proveyó, es el único medio.
El cordero debía ser inmolado el día catorce del mes. “Lo inmolará toda la congregación del pueblo de Israel entre las dos tardes” (Éxodo 12:6). Todos debían identificarse con el cordero inmolado. Debía ser muerto para toda la congregación. De hecho, cada casa tenía su cordero, porque cada familia, aparte, debía ponerse bajo su protección; y, por otro lado, “la congregación del pueblo” era considerada como un todo. Esas dos unidades —la de la congregación y la de la casa— subsistieron siempre bajo la época judía. La de la familia dominaba la época de los patriarcas, pero subsistió cuando Dios llamó para sí un pueblo fuera de Egipto y cuando estableció la unidad del conjunto. Ambas se unen en la ordenanza de la pascua: las familias por separado y el pueblo en conjunto.
Al abrigo de la sangre
A continuación encontramos la necesidad de la aspersión de la sangre. El solo hecho de haber inmolado el cordero no habría asegurado la protección de ninguna casa. Si el pueblo se hubiese fundado en el hecho de que el cordero había sido muerto, el destructor no hubiera hallado ningún obstáculo para entrar en las casas. No habría habido ni un solo hogar entre todas las tribus que no hubiera tenido su muerto, tal como en los hogares de los egipcios. No era la muerte del cordero sino la aspersión de la sangre lo que les afirmaba su seguridad (v. 7, 13 y 23).
¡Que el lector preste atención! ¿No hay cierto peligro, para estar al abrigo, de apoyarse en el hecho de que Cristo murió, sin preocuparse por saber si está personalmente ante Dios bajo la eficacia y el valor bendito de esa muerte? No es el solo hecho de la muerte de Cristo, sino la fe en Él lo que salva un alma (no hablamos de niños pequeños). Es completamente cierto que Cristo hizo propiciación por el pecado, una propiciación que glorificó a Dios en todos los atributos de su carácter, y sobre la base de la cual puede en justicia y gloria otorgar completa y eterna salvación a cada uno de los pecadores que se acerquen a él, por la fe. Pues Dios ha presentado a Cristo “como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:25-26). Sin embargo, debe haber una identificación personal por la fe con la sangre derramada; si no, en cuanto a tal persona, el derramamiento de la sangre hubiese sido hecho en vano.
Consideremos cómo los israelitas se colocaban bajo la protección y el valor de ese sangre. Era simple y únicamente mediante la obediencia de la fe. Se les dijo que tomasen sangre del cordero y la pusiesen “en los dos postes y en el dintel de las casas”; “tomad un manojo de hisopo, y mojadlo en la sangre que estará en un lebrillo, y untad el dintel y los dos postes con la sangre que estará en el lebrillo; y ninguno de vosotros salga de las puertas de su casa hasta la mañana” (v. 7, 22). Así, ninguna otra cosa tenían que hacer sino creer y obedecer. No tenían que discutir el método que se les había propuesto, ni si era o no razonable, tampoco su probable valor. Todo dependía de su obediencia a la palabra de Dios.
Del mismo modo, hoy en día Dios no pide nada del pecador sino la fe: fe en el testimonio de Dios sobre la condición y culpabilidad del hombre, un estado que lo expone al juicio, y fe en el recurso preparado por la muerte de Cristo. Si un israelita, por cualquier pretexto que fuere, hubiere despreciado el mandamiento divino, no habría escapado de los golpes del destructor. Igualmente hoy, si un pecador, por cualquier motivo, rehusare inclinarse ante la Palabra de Dios, tocante a su propio estado y también en cuanto a Cristo, nada podrá alejar de él la sentencia del juicio eterno. Pero tan pronto como el israelita, simplemente obediente, rociaba con sangre su casa, estaba bajo una inviolable seguridad durante esa noche de terror y de muerte. También, tan pronto como un pecador recibe a Cristo, queda al abrigo para toda la eternidad, porque se halla bajo la protección del valor infinito de la sangre preciosa de Cristo.
La seguridad del pueblo
Para subrayar aún más esta verdad, notemos que la seguridad del pueblo no dependía en absoluto de su propio estado moral, ni de sus pensamientos, de sus sentimientos o experiencias. La única cuestión era: ¿Había sido puesta la sangre sobre la puerta tal como había sido prescrito? Si así lo era, los israelitas estaban seguros; de no serlo, quedaban expuestos al juicio que se abatía sobre todo el país de Egipto. Es posible que estuvieran temerosos y abrumados, que pasasen toda la noche haciéndose preguntas. Sin embargo, si la sangre estaba sobre sus casas, efectivamente estaban fuera del alcance de los golpes del destructor. Sólo el valor de la sangre les garantizaba esa protección. Es más, si los israelitas hubiesen sido el mejor pueblo del mundo, hablando a la manera de los hombres, sin la aspersión de la sangre, hubieran perecido de la misma manera que los idólatras egipcios. Repitámoslo, el fundamento de su seguridad se apoyaba únicamente en la sangre del cordero pascual.
Hoy en día, ocurre lo mismo. Pronto, juicios que sobrepasarán con mucho a los de Egipto caerán sobre este mundo. Serán sólo los precursores del último juicio ante el gran trono blanco, cuyo final seguro será la muerte segunda (Apocalipsis 20:11-15). Nadie podrá escapar de esos juicios, a menos que esté al abrigo de la sangre de Cristo. No se asombre el lector si le preguntamos con seriedad e insistencia: ¿Se encuentra usted al abrigo de la sangre de Cristo? No descanse hasta que haya solucionado esta cuestión, hasta que tenga la seguridad, fundada en la inmutable Palabra de Dios, de que se encuentra al abrigo tal como lo estaban los israelitas en sus casas rociadas de sangre durante aquella terrible noche.
El valor de nuestros sentimientos
Observemos además que la sangre con la cual se hizo la aspersión era para Dios. Como alguien lo subrayó, «no está escrito: «veréis», sino “veré” (Éxodo 12:13). Ocurre con frecuencia que el alma de una persona despertada no se apoya en su propia justicia, sino en la manera en que ella ve la sangre. No está ahí el fundamento de la paz, por precioso que éste pueda parecer para el corazón profundamente impresionado. La verdadera paz se funda en el hecho de que Dios ve la sangre. Él no puede dejar de estimarla según su pleno y perfecto valor para quitar el pecado. Dios es el que aborrece el pecado y fue ofendido por él; es él quien conoce el valor de la sangre para quitar el pecado. Pero alguien podría preguntarse: ¿No sería necesario que al menos creyera en su valor? Tener fe en su valor implica ver que Dios la contempla como quitando el pecado; la estimación que usted haga de este valor sólo es la medida de sus sentimientos, mientras que la fe mira los pensamientos de Dios». Las personas ansiosas se escatimarían muchos días de perplejidad y angustias si se acordaran de ello.
Lo único que se puede hacer es aceptar el propio testimonio de Dios en cuanto al valor de la sangre. “Veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto”. Todo lo que Dios es se opone al pecado; y, por consiguiente, todo lo que Él es se halla satisfecho por la sangre de Cristo. Si no, aún debería castigar el pecado. Asimismo, el hecho de que Dios declare que salvará al culpable al ver la sangre, es un claro testimonio de que la sangre ha expiado perfectamente el pecado. Si Dios está satisfecho por la sangre de Cristo, el pecador ¿no lo puede estar también? Recordemos que la indignidad del pecador no puede ser un impedimento para la eficacia de la sangre. Si así lo fuere, entonces la sangre no sería suficiente. En el momento en que Dios ve la sangre, toda su naturaleza moral es satisfecha. Obra con la misma justicia al perdonar a aquellos que son puestos bajo la protección y el valor de la sangre, que cuando tiene que matar a los egipcios.
Sin embargo, quizá se haga la pregunta de otro modo: ¿De qué manera podemos estar ahora bajo la protección de la sangre de Cristo? Los israelitas estaban al amparo de la sangre del cordero pascual por la fe. Recibieron el mensaje, creyeron su contenido e hicieron aspersión de la sangre según las ordenanzas enviadas; de esta manera quedaron a salvo del juicio. Ahora es más sencillo. La Buena Nueva de la redención por la sangre de Cristo es proclamada, el mensaje es aceptado, y tan pronto como es recibido, Dios ve a esa alma bajo toda la eficacia y el valor de la sangre. De tal manera que el que cree en el Señor Jesucristo es librado de la ira venidera. La paz con Dios se funda pues sólo en la sangre de Cristo. Porque «la sangre de la Pascua nos habla del juicio moral de Dios y de la completa satisfacción de todo lo que es en su Ser. Dios, tal como es en su justicia, en su santidad y en su verdad, no podía moralmente tocar a aquellos que estaban protegidos por esa sangre. Su amor hacia su pueblo halló esa manera de satisfacer las exigencias de su justicia contra el pecado; y a la vista de esa sangre que respondía a todas las perfecciones de su Ser, pasó por alto a los hijos de Israel, según su justicia y verdad». Repitámoslo: La paz con Dios se funda sólo en la sangre de Cristo.
(Continuará)