¿Dar o recibir?
El hombre sin relación vital con Dios no puede traerle lo que le agrada. Sólo puede depositar a sus pies, mediante la confesión, el peso de sus pecados. Entonces, librado de esta carga, recibe de él esa gracia que “se ha manifestado para salvación”, la que apareció en Cristo en favor de todo pecador (Tito 2:11).
Cuando el hombre cayó en pecado, la bondad de nuestro gran Dios salvador no tardó en manifestarse para con él, llamándole mientras trataba en vano de esconderse. Ya “al aire del día” la voz divina se dirige a él: “¿Dónde estás tú?… ¿Qué es lo que has hecho?” (Génesis 3). Luego, Dios mismo trae y pone sobre los hombros de Adán y Eva los vestidos de piel que había hecho para ellos (v. 21), adorno que prefigura a Aquel del cual los creyentes están revestidos delante de Dios. Son las “vestiduras de salvación”, el “manto de justicia”, de que estamos cubiertos (Isaías 61:10). He aquí una imagen de Cristo, quien llevó a cabo, por sí mismo, la purificación de los pecados. Él es la medida de la aceptación delante de Dios. ¿No es Él para los cristianos este “mejor vestido” que le fue llevado afuera al hijo arrepentido? (Lucas 15:22). Es el don del amor del Padre, el cual les permite estar delante de Él. En el crepúsculo del día de la gracia, esta misma voz resuena con fuerza, la voz “del que trae nuevas del bien, del que publica salvación” (Isaías 52:7). ¡Quiera Dios que encuentre todavía el camino de muchas conciencias y corazones!
El creyente, consciente de la gracia de que es objeto, está entonces en condiciones de ofrecer al Autor de su salvación el agradecimiento, la alabanza, la adoración. Y él desea hacerlo. Ya que no tiene nada que ofrecer que proceda de sí mismo, sólo puede dar a Dios lo que ha recibido de Su parte. Así como lo dice David: “De lo recibido de tu mano te damos” (1 Crónicas 29:14).
La necesidad de presentar una ofrenda a Dios anima ya a los primeros descendientes de Adán y Eva. Caín y Abel heredaron una naturaleza pecaminosa, y en eso eran iguales. Sin embargo, lo que los distingue es la conciencia de su condición delante de Dios y la percepción que cada uno tiene de la santidad de Dios. La ofrenda de Caín resulta de un trabajo duro, pero es el producto del suelo maldito a causa del hombre. No puede ser aceptada. La de Abel es la expresión de una conciencia despertada que se da cuenta de la necesidad de un sacrificio de sangre. Es agradable a Dios.
La ofrenda hecha a Dios es algo que se halla a lo largo de las Escrituras. Fue realizada, en el curso de las diversas épocas, en la medida de la revelación de los pensamientos de Dios. En el tiempo de Enós, “los hombres comenzaron a invocar el nombre de Jehová” (Génesis 4:26). Noé edificó un altar y ofreció allí holocausto; “y percibió Jehová olor grato” (8:20-21). Abraham edificó varios altares, entre los cuales el de Moriah ocupa un lugar particular (cap. 22). Moisés construyó el de Jehová-nisi, después de la victoria sobre Amalec; erigió otro al pie del monte cuando escribió el libro del pacto (Éxodo 17:15; 24:4). Las ordenanzas divinas acerca del tabernáculo y los sacrificios que tenían que ofrecerse allí subrayan lo que Dios esperaba de Israel, pueblo apartado para servirle. Dios había creado este pueblo para sí, para publicar sus alabanzas (Isaías 43:21). Y dijo: “No demorarás la primicia de tu cosecha ni de tu lagar. Me darás el primogénito de tus hijos” (Éxodo 22:29).
¡Si Israel fue llamado a ofrecer sacrificios, si en efecto alabó y celebró a Dios repetidas veces, cuánto más el pueblo celestial de Dios está en condiciones de ofrecerle algo y tiene motivos para hacerlo! Es “sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5). Si nos percatamos de lo que tenemos en Cristo, nos apresuraremos a ofrecer “siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15).
La naturaleza humana a menudo está más dispuesta a recibir que a dar. Pero el apóstol Pablo nos enseña que el Señor Jesús dijo: “Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35). El amor que se complace en dar, y que se da a sí mismo, halló su gloriosa expresión, su perfecta medida en Aquel que dio su vida por nosotros. ¿Qué podemos ofrecer para corresponder al amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Romanos 5:5), si no son las primicias de nuestros afectos y de nuestra vida? Nuestros cuerpos mismos han de ser presentados en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios.
Nuestra vida cristiana lleva en sí un ciclo completo, tanto en el ejercicio de la piedad como en nuestra vida de iglesia: Pedimos mediante la oración, recibimos por la Palabra y ofrecemos bajo formas variadas lo que es agradable al divino Dador.
Ofrecer las primicias a Dios (Deuteronomio 26:1-10)
Las ordenanzas divinas dadas a los israelitas incluían poner aparte las primicias de los productos de su tierra para Dios. Transpuesto al plan espiritual, esta institución conserva todo su valor para nosotros. El apóstol Pablo, escribiendo a los colosenses, insiste en este primer lugar que Dios dio a Cristo, y esto “en todo” (1:18). Este versículo debería tocar nuestros corazones y dictar nuestras elecciones y prioridades en todos los asuntos de la vida. Tal disposición del corazón —que no tiene nada de pesado, aun cuando implique ciertas renuncias— nos lleva a poner aparte para él las primicias, lo mejor de nuestra existencia. Concierne a Su gloria en los suyos, de nuestra prosperidad espiritual, de nuestra bendición. Así podemos “agradarle en todo” (1:10), caminar con él, delantede él y para él.
Hablando de los creyentes de Macedonia, el apóstol Pablo escribe que “a sí mismos se dieron primeramente al Señor”. Con gozo, y a pesar de su profunda pobreza, obraron espontáneamente, abundando en riquezas de su generosidad (2 Corintios 8:1-15). Y la sulamita, hablando de todo tipo de dulces frutas, nuevas y añejas, exclamó: “para ti, oh amado mío, las he guardado” (Cantares 7:13). Como lo expresa un himno, ¡que nuestro deseo sea el de poner a su servicio nuestros días, nuestros bienes, nuestros cuerpos, nuestros corazones!
¿Cómo ofrecer, y quién puede traer? (1 Crónicas 29)
Traer a Dios, ofrecer al Señor, es un privilegio otorgado a los creyentes. David comprendía este favor cuando dijo: “¿Quién soy yo, y quién es mi pueblo, para que pudiésemos ofrecer voluntariamente cosas semejantes? Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos” (1 Crónicas 29:14). En su profundo apego a su Dios, había consagrado toda su fuerza y todo su afecto para preparar en abundancia los preciosos materiales destinados a la casa de Dios. Él considera que el hecho de poder ofrecer algo a Dios para su morada es una gracia, otorgada tanto para sí mismo como para su pueblo. Hagamos resaltar algunas expresiones significativas y alentadoras en este capítulo: la ofrenda fue “preparada”, fue un acto “voluntario”, fue hecho “de todo corazón”, “con rectitud”, de manera que “se alegró el pueblo” y “asimismo se alegró mucho el rey David”.
Entonces ¿es preciso ser rico para ofrecer? Por supuesto que no. Son numerosos los pasajes que demuestran la apreciación del Señor para con los que tuvieron a pecho ofrecer a pesar de ser pobres. Ya hemos recordado el ejemplo de los creyentes de Macedonia quienes demostraron una gran liberalidad a pesar de su extrema pobreza. El don de la viuda pobre, quien echó dos blancas en el arca de la ofrenda y dio “de su pobreza”, “todo el sustento que tenía” no pasó desapercibido de los ojos de Aquel que conoce los corazones. Grande será su recompensa (Marcos 12:41-44; Lucas 21:1-4). Lo que cuenta para el Señor no es la importancia del don, sino el estado del corazón de aquel que lo hace. David estaba consciente de eso. Mientras traía a Dios la abundancia de los bienes materiales preparados para la casa que no podía construir, declaró: “Yo sé, Dios mío, que tú escudriñas los corazones, y que la rectitud te agrada” (1 Crónicas 29:2, 17).
Cuando se preparaba el tabernáculo, en Éxodo 35, se pone un acento particular en la disposición de los corazones, en los “corazones voluntarios”. Volveremos sobre esto más adelante. La invitación para ofrecer a Dios se dirige a cada uno en particular, en la medida y en la forma que el ejercicio de fe y de dependencia se haya de manifestar. Joás, un rey fiel de Judá, invitó a los sacerdotes a recibir lo que cada uno de su propia voluntad traía a la casa de Dios, para reparar las grietas (2 Reyes 12:4-5)
El don no debía ser forzado: “Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre” (2 Corintios 9:7).
Traer para la casa de Dios
Todas las veces que se construyó la casa de Dios en el Antiguo Testamento, bajo la ley, las Escrituras se complacen en subrayar el celo de los que colaboraron con diversas ofrendas. Estas ofrendas materiales traducían el valor que tenía para cada uno de ellos la presencia divina en medio de su pueblo. Bajo este aspecto, el capítulo 35 del Éxodo demuestra un celo, una diligencia que nos confunde. Cada lector puede notar el número de veces que se menciona el verbo “traer”. Varias enseñanzas de este capítulo conservan todo su valor para nosotros.
En primer lugar, ¿cuál es el oro que se pudo dar para Dios, para su casa? ¡Ciertamente no era el oro que había sido ofrecido anteriormente para el becerro de oro! Aquel fue quemado, reducido a polvo y esparcido sobre las aguas (32:20). Podemos ofrecer sólo una vez lo que la gracia de Dios nos otorga. Lo que ponemos al servicio de la carne o del mundo, sea tiempo, sea energía, para satisfacer sus deseos, ya no podrá ser puesto al servicio del Señor. Más tarde podemos sufrir profundos pesares cuando medimos la pérdida espiritual que resulta de eso. Pero el tiempo que transcurre se vive una sola vez. Jacob se dio cuenta de esto con dolor al confesar que sus días habían sido “pocos y malos” (Génesis 47:9). Además, hay un tiempo para colaborar, pero llega un momento en el cual el servicio se termina (Éxodo 36:4-7). “Hay un tiempo para todo”, dice el Eclesiastés (3:17); no lo dejemos pasar.
En segundo lugar, leemos: “Tomad de entre vosotros ofrenda para Jehová” (Éxodo 35:5). David le dijo a Ornán, en cuanto al lugar de la era donde iba a edificar el altar: “dámelo por su cabal precio”, “efectivamente la compraré por su justo precio; porque no tomaré para Jehová lo que es tuyo, ni sacrificaré holocausto que nada me cueste” (1 Crónicas 21:22, 24). Poner aparte para el Señor lo que nos cuesta, renunciar a las cosas que están en el mundo para ser hallado fiel, para honrar a Aquel de quien somos testigos, implica muchas elecciones. Notemos que es más fácil poner de nuestro bolsillo que consagrarse personalmente al servicio del Señor, renunciando a nuestras comodidades. Cortar los lazos que ligan todavía nuestros corazones a las cosas que no aprovechan espiritualmente se sentirá como privación mientras nuestros afectos sigan repartidos. No obstante, éste es el precio de la aprobación del Señor y de la bendición que la acompaña. ¿Estamos dispuestos a renunciar a alguna cosa para el Señor? Él sabrá recompensar ricamente lo que se haya hecho para su gloria (Mateo 25:21, 23).
En tercer lugar, hallamos allí repetidas veces la expresión: “todo varón a quien su corazón estimuló, y todo aquel a quien su espíritu le dio voluntad” (Éxodo 35:21 etc.). De este capítulo, que se podría titular «La ofrenda del corazón» se desprende un perfume que volvemos a hallar al principio del libro de los Hechos. En los días primaverales del cristianismo, los creyentes tenían todas las cosas en común, vendían sus posesiones y sus haciendas, y las repartían a todos, como cada uno había menester (Hechos 2:44-45). El apóstol Pablo nos enseña que “el que siembra generosamente, generosamente también segará” (2 Corintios 9:6).
En cuarto lugar, ¿qué se traía? ¡Lo que estaba ordenado por Dios, nada más! Toda ofrenda estaba prescripta por Dios mismo (Éxodo 35:5-9). No basta ser activo, traer generosamente, importa ser obediente. Ahora bien, esta obediencia de los israelitas, atestiguada en los capítulos 39 y 40 del Éxodo por dieciocho menciones de que hicieron estas cosas “como Jehová le había mandado a Moisés” o “conforme a todo lo que Jehová le mandó”, era la condición para el descenso de la nube, para la presencia de la gloria de Dios en su morada. De la misma manera, hoy en día, la presencia del Señor en medio de los suyos congregados en su nombre implica el respeto de sus derechos sobre nosotros y sobre su casa. Una congregación realizada según los pensamientos humanos ¿puede contar con su presencia?
En quinto lugar, leemos que todo hombre que contaba con elementos que tenían alguna utilidad en la casa de Dios los traía (35:23). Esto deja pensar que tal vez no se hallaban en casa de todos. ¡Cuán afligente es no tener nada que traer a Dios para su casa! La madera que usaron los hombres que volvieron de la cautividad babilónica para artesonar sus casas, no podía ser traída a la casa de Dios (Hageo 1:4, 7-9).
También está dicho que las mujeres colaboraron, en su lugar, en su tienda, al enriquecimiento de la casa de Dios, hilando con sabiduría y dedicación las cortinas, los tapices (35:25-26), contribuyendo así a lo que habla del testimonio visible de la casa de Dios.
Esto subraya la estrecha relación que hay entre nuestras casas y la casa de Dios, en la cual se encuentra la calidad de lo que se teje en nuestras habitaciones.