Traer lo que contribuye a la edificación en la Iglesia
Ante todo, lo que traemos a la presencia del Señor es el estado de nuestros corazones. ¡Ojalá que la oración de David: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Salmo 51:10) sea también la nuestra! El Espíritu Santo sólo podrá obrar en nosotros y por nosotros en la medida que no esté contristado. Sólo por él recibimos lo que ha preparado para el gozo de nuestras almas (Juan 16:14), y podemos traer lo que es agradable al Señor y cumplir todo servicio. No obstante, en la vida de la iglesia ¿no adoptamos a veces una actitud pasiva? Venimos con la idea de recibir. Hasta puede suceder que nos quejemos de no recibir nada, en vez de preguntarnos si no somos nosotros mismos los que estamos llamados a traer lo que podrá contribuir a la edificación. Diremos entonces: «No tengo el don para la edificación»; puede que sea cierto, pero la Palabra nos dice que lo que edifica es el amor (1 Corintios 8:1). La sola lectura de algunos pasajes apropiados puede ser de gran bendición. Sin hacer largos discursos, cinco palabras pronunciadas con entendimiento espiritual pueden ser suficientes para enseñar, para animar (1 Corintios 14:19). ¿Qué dice el Señor a sus discípulos que le proponen despedir a la multitud para que compren de comer? “Dadles vosotros de comer”. ¿Qué tenían? Cinco panes y dos peces. ¿Qué es para una gran muchedumbre? Las palabras que el Señor expresa entonces son ricas en enseñanza y ánimo: “Traédmelos acá” (Mateo 14:16-18). Multiplicando lo que se le trae, saciará él mismo a la muchedumbre y sobrará. Lo poco que se le deposita a sus pies puede, por medio de su gracia, ser de bendición para todos. Así “todo el cuerpo... según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor” (Efesios 4:16).
El apóstol Pablo nos enseña en 1 Corintios 3 cuáles son los materiales que pueden ser traídos para construir sobre el fundamento del edificio, que es Cristo. En primer lugar, la naturaleza del fundamento impone condiciones en cuanto a la calidad de los elementos que se ponen encima de él. Luego tenemos una seria advertencia en cuanto a la manera de traer, de edificar: ¡“Cada uno mire cómo sobreedifica”! (v. 10). Lo que el siervo trae debe estar fundado sobre Cristo. Además, la edificación es un servicio individual, una responsabilidad personal: “Cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor” (v. 8). La iglesia no edifica, no enseña; ella es edificada, es enseñada mediante el ejercicio de los dones. Si el siervo pone sobre el fundamento elementos acordes con éste y que, por lo tanto, soportan la prueba del fuego, recibirá una recompensa, la aprobación del dueño.
Si, en cambio, lo que se trae es sin valor, no quedará nada del trabajo efectuado y el que lo cumplió sufrirá pérdida. En cuanto a sí mismo, no será consumido; “él mismo será salvo, aunque así como por fuego” (v. 15).
El mal trabajo del tercer obrero, que consiste en traer elementos corruptores o destructores, será seguido por un juicio particularmente severo. ¡Cuán grave es, en efecto, pensar que se puede construir la casa de Dios con elementos extraños! Las ordenanzas levíticas prescribían lo que no debía ser traído al altar de oro, a saber: ningún incienso extraño, ni holocausto, ni ofrenda, ni libación (Éxodo 30:9), ni tampoco fuego extraño (Levítico 10:1). ¡Velemos pues en lo que traemos a la iglesia!
Por el profeta Malaquías, Dios dirige a su pueblo palabras muy severas para reprocharle su desprecio. Éste se traducía, entre otras ofensas, por la ofrenda de pan inmundo, o de un animal cojo o enfermo. Por el hecho de no haber tenido a pecho darle gloria a Dios, de haber hecho tropezar así a mucha gente, de haber corrompido la alianza de Leví, y de haber robado a Dios en cuanto a sus derechos sobre su pueblo y en su casa, el Israel infiel conocerá el fuego purificador. No obstante, de él saldrá un remanente precioso a Su corazón, que traerá, en un día futuro, “la ofrenda en utensilios limpios a la casa de Jehová” (Isaías 66:20).
¡Que el Señor nos conceda la gracia de traerle lo que le glorifica, lo que edifica, frutos de corazones puestos a prueba que se humillan frente a su palabra y que temen a su nombre! (Malaquías 2:5).
Ninguno se presentará delante de mí con las manos vacías (Éxodo 23:15)
La repetición de esta advertencia (véanse Éxodo 34:20; Deuteronomio 16:16) subraya su importancia. Y, sin embargo, ¿no sucede que nos presentamos vacíos en la presencia del Señor, especialmente en la hora de la adoración?
Para concluir nuestro tema, señalemos algunos ejemplos de adoradores que se presentan delante de Dios, habiendo preparado lo que se habían propuesto en el corazón ofrecerle.
En Deuteronomio 26, el israelita, una vez que entró en el país de la promesa, lo poseyó y habitó en él, tenía que venir al lugar que Dios había escogido para hacer morar allí su nombre. Cargando una canasta llena de las primicias de todos los frutos de la tierra que le fue dada, tenía que entregarla al sacerdote, quien la ponía delante del altar de Jehová. Después de haber evocado su miserable origen y la opresión de los egipcios, los israelitas tenían que proclamar la liberación de Dios como contestación a su clamor y a su esclavitud, así como su introducción en un país que fluía leche y miel. Por el hecho de traer así la ofrenda que habían preparado, efectuaban un acto que es una figura de la adoración. Sin embargo, el tema de su alabanza tenía por objeto principal el agradecimiento por lo que Dios había hecho para ellos.
David, en su notable oración de 1 Crónicas 29:10-19, va más allá. Se alegra de ofrecer a su Dios la abundancia que ha preparado para edificar una casa para su nombre. En sus acentos de agradecimiento, evoca cinco atributos divinos dignos de alabanza: “la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor”. Esta acción de gracias incluye varios elementos que vuelven a encontrarse en la adoración cristiana: el recuerdo de la indignidad de aquel que se acerca y el favor que le es concedido de ofrecer voluntariamente, el hecho de que toda bendición tiene su fuente sólo en Dios, la esperanza de una morada que no está en este mundo, y, por último, el deseo de que los pensamientos del corazón del pueblo de Dios estén centrados en él.
En el Salmo 45, los hijos de Coré, quienes pueden acordarse de haber sido salvados del juicio que alcanzó a su padre, expresan proféticamente la alabanza del remanente futuro al ver al Libertador en el día de su aparición. En este salmo mesiánico, el salmista no habla de sí mismo, sino de aquel a quien ha contemplado y de quien ha discernido la hermosura. Su corazón rebosa; y su pluma, guiada por el Espíritu Santo quien lo inspira, transcribe su canto sin vacilar. Las perfecciones del Hombre Cristo Jesús lo hacen incomparable. Es el amado señalado entre diez mil, aquel de quien todo es codiciable. Lo atractivo de su hermosura es la gracia. “¡Cuánta es su bondad, y cuánta su hermosura!” (Zacarías 9:17). Ya no es la espada aguda que sale de su boca (Apocalipsis 19:15), sino la gracia que se derrama en sus labios, que pronuncia buenas palabras, palabras consoladoras (Zacarías 1:13). No solamente lo bendicen sus adoradores, sino que es bendito de Dios para siempre.
Aquí, la alabanza es aún más elevada. El adorador no habla más de sí mismo, no limita su adoración a lo que la bondad de Dios ha hecho para él, sino que exalta a Su persona. En el día en que la gloria de Dios entrará en la casa por la vía de la puerta que da al oriente, el remanente podrá ver al Cordero de pie sobre el monte de Sion. Sus ojos verán al Rey en su hermosura; verán la tierra que está lejos (Ezequiel 43:4; Apocalipsis 14:1; Isaías 33:17).
Llegamos a la escena de Betania, mencionada en varios evangelios. María viene, llevando “un vaso de alabastro de perfume de nardo puro de mucho precio” (Marcos 14:3). En su amor por su Señor, ha preparado su ofrenda. Instruida a los pies de su Maestro, discierne el momento en que tiene que traerlo. Sólo esta digna mujer hizo algo para la sepultura de Jesús. María Magdalena y sus compañeras, quienes también prepararon especias aromáticas para ungir el cuerpo del Señor, llegaron demasiado tarde (16:1-6). En Betania, mientras el rey está en la mesa, el nardo da su olor (véase Cantares 1:12). Es un acto de amor incomprendido y despreciado, censurado aun por los presentes, pero cuán apreciado por el Señor que lo aprueba en público. “Dejadla; —dice— ¿por qué la molestáis? Buena obra me ha hecho”. Y la memoria de este hecho se contará dondequiera que se predique el Evangelio.
En esta escena, no oímos ni una sola palabra de la adoradora. Se omite por completo. El tema de su alabanza es su Señor y el lenguaje de ella es el olor del perfume que llena la casa.
¡Que el Señor nos guarde de presentarnos con las manos vacías delante de él! ¡Ojalá que, al igual que estos adoradores, nos presentemos delante de su rostro con los corazones preparados, corazones que tienen algo que expresar a Aquel a quien han contemplado en el secreto de su comunión con él!
Le llevarán gloria y honor
Si desde el principio del libro del Génesis, hombres de fe sintieron la necesidad de ofrecer sacrificios y holocaustos a Dios; si durante la época de la ley, el sacerdocio constituía el servicio que Dios esperaba de su pueblo (Éxodo 19:6), y si en la época actual, el Señor ha hecho de los suyos “reyes y sacerdotes (o adoradores) para Dios, su Padre” (Apocalipsis 1:6), ¿terminará este servicio el día de su venida? Ciertamente que no. Cuando seamos introducidos en la casa del Padre, todos los anhelos del nuevo hombre estarán plenamente satisfechos. No tendremos ya nada que pedir, pero nuestras bocas estarán abiertas para expresar una alabanza perfecta, celestial y eterna.
Durante el reino milenario, las naciones de la tierra le “llevarán la gloria y la honra” (Apocalipsis 21:26), mientras, en la casa del Padre, la alabanza constituirá la actividad de los creyentes glorificados.
La Palabra menciona diferentes categorías de adoradores celestiales. En Apocalipsis 5, los veinticuatro ancianos cantan un nuevo cántico. Proclamando la dignidad del Vencedor, se postran delante del Cordero que está en medio del trono. Alrededor de ellos los ángeles, quienes no cantan, celebran a gran voz al Cordero que fue inmolado. Luego, “todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y… todas las cosas que en ellos hay” honran y dan gloria a Aquel que está sentado en el trono y al Cordero.
Así pues, traer alabanza, adoración ¡es el servicio por excelencia! Empieza en la tierra y seguirá en la eternidad. En ésta resonarán los acentos de un cántico siempre renovado.
Que al esperar este día, nuestros corazones, llenos del amor de Cristo, estén dispuestos a ofrecer, “siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15).