Abraham descendió a Egipto, Lot fue a morar a Sodoma, Jacob compró el campo en Siquem donde había plantado su tienda, David se entretuvo sobre el terrado de su casa, un hombre de Dios se sentó bajo una encina, Elías, desanimado, se sentó debajo de un enebro, Jonás se embarcó en una nave que iba en dirección contraria, Pedro se sentó cerca del fuego encendido por los enemigos de Jesús, Pablo se fue a Jerusalén. He aquí algunos ejemplos de hombres que fueron indudablemente varones de Dios, pero la Palabra nos los presenta yendo o encontrándose en lugares inadecuados. Discernimos fácilmente las faltas —a veces graves— que cometieron, y las malas consecuencias que resultaron. Tal vez somos menos conscientes que los motivos que los condujeron a tomar tales caminos o posiciones son muy a menudo los mismos motivos que actúan en nosotros para extraviarnos.
Ansiedad, ambición, corazones divididos, indolencia, contentamiento de sí mismo, desánimo, voluntad propia, temor, y hasta celo espiritual, he aquí algunos medios que Satanás emplea para hacernos caer. Contra los “dardos de fuego del maligno” no tenemos una real protección, sino sólo “toda la armadura de Dios” (Efesios 6:10-18). Vistámonos de ella completa y cuidadosamente.
Si analizamos los motivos ya mencionados, y que parecen haber dado origen a las faltas cometidas por estos creyentes en otro tiempo, vemos que muchos provienen del orgullo. Es lo que, en el hombre, responde a los engaños del Enemigo, el cual cayó precisamente por el orgullo. Nos es provechoso que estas cosas sean puestas al descubierto delante de nosotros, a fin de que podamos discernir estos motivos cuando están en acción en nuestros propios corazones, y juzgarlos despiadadamente.
Abram en Egipto (Génesis 12:10)
¿Quién no conoció algo de la ansiedad de Abram, no sólo para sí mismo, sino también para su familia, mientras que el hambre era grande en el país que Dios le había prometido? Se dejó conducir por sus ojos y, sin consultar a Dios, fue adonde veía que el alimento se hallaba. Fue un desfallecimiento de su fe. Dios, quien lo llevó al país, ¿no lo hubiera alimentado a pesar del hambre? ¿Vamos a quitar el lugar del testimonio de Dios a causa de nuestra aprensión del futuro, y buscar en otros prados que nos parecen más verdes? Ya sea a propósito de las necesidades materiales o espirituales, está dicho: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (Filipenses 4:6). Esto es lo que trae “la paz de Dios”. Al buscar afuera algún recurso que parece atractivo, seremos siempre decepcionados. Es cierto que hay pruebas severas de nuestra fe. Pero: “Sometida a prueba vuestra fe” es “mucho más preciosa que el oro” (1 Pedro 1:7). ¿Quisiéramos fracasar en estas pruebas y sufrir las consecuencias?
Lot en Sodoma (Génesis 19:1)
De este paso en falso, por lo tanto, Abram fue restaurado por completo: las atracciones de Egipto lo habían ilusionado sólo por un tiempo. Pero no fue lo mismo para Lot, quien lo había acompañado. El espíritu de ansiedad se transformó en ambición mundana. Se necesita que vivamos en la tierra, y esto implica varios constreñimientos materiales, pero ¡cuán numerosos son aquellos que han sido atrapados por la búsqueda de las ventajas terrestres y de una posición en este mundo! Tal vez Lot estuvo persuadido de querer buscar un mejoramiento de la situación de Sodoma, como varios cristianos se esfuerzan por mejorar el mundo, pero, ¿es honesto? Estaba sentado como juez en la puerta. ¿Habría osado decir que era realmente la mejora de Sodoma lo que buscaba, sin ningún interés en cuanto a sus propias circunstancias? ¡En realidad, no! Era ambicioso para sí mismo y lo perdió todo. ¡Qué advertencia para nosotros!
Jacob en Siquem (Génesis 33:18-20)
En Jacob, algo de este mismo espíritu era evidente, mientras estaba en Harán, trabajando duro para las necesidades de su casa. No obstante, no olvidaba que debía mucho a la gracia de Dios. Por esta misma gracia, Dios trabajó para restaurarlo por entero, y le dijo que volviese al país de sus padres, donde se encuentra Bet-el, la “casa de Dios” (Génesis 31:3, 13; 28:19). Pero Jacob se demoró en el camino, y, en Siquem, compró una porción de campo y se estableció. En lugar de dejar por completo el mundo, compró una pequeña parte de él, y el precio que pagó poco después fue mucho más alto que si hubiera amonedado con oro o plata. Cuán fácilmente, nosotros también, a causa de afectos compartidos nos detenemos en el camino en vez de estar en el lugar que Dios desea para nosotros: la “casa de Dios”. Aquí, en la familia de Jacob, los resultados fueron vergonzosos. Desconfiemos de un corazón dividido, en parte para el Señor y en parte para el mundo. Sepamos pedir con el salmista: “Enséñame, oh Jehová, tu camino; caminaré yo en tu verdad; afirma mi corazón para que tema tu nombre” (Salmo 86:11).
David sobre el terrado de la casa (2 Samuel 11:2)
Por otra parte, si aprendemos a rechazar las ambiciones mundanas, ¿significa esto que podríamos dejarnos llevar a una vida perezosa? ¿Cómo fue posible que tal pensamiento hubiera extraviado a David “en el tiempo que salían los reyes a la guerra”? Si no había ninguna necesidad de ganar nada para sí mismo, ¿olvidó que había mucho que ganar para Dios? La indolencia iba a conducirlo al pecado.David, hombre enérgico, el varón de Dios sacrificado como lo había sido, se encontró sin nada que hacer sino pasearse sobre el terrado de su casa, mientras que Israel había salido a la guerra. ¿Hay en nuestros corazones un verdadero empeño por los intereses de Dios, o nos aplicamos a una satisfacción egoísta? ¿Reservamos tiempo para ocupar nuestras almas en la verdad de la Palabra de Dios, y salimos para llevar un fiel testimonio del Señor Jesús como buenos soldados? Si dejamos lugar a la indolencia en nuestras vidas, el mundo tendrá muchos medios para estimular nuestros malos deseos, y conducirnos a cosas por las cuales, si estuviésemos realmente empeñados en los asuntos espirituales, no tendríamos tiempo ni ganas. El Dios de gloria, ¿no puede motivarnos lo suficiente para que ocupemos nuestro tiempo de manera provechosa? No busquemos excusas para no servirle.
El varón de Dios debajo de una encina (1 Reyes 13:14)
Encontramos aquí otro peligro que acecha hasta a aquellos que el Señor puede utilizar para un servicio fiel. El varón de Dios de 1 Reyes 13 había obedecido a la voz de Dios. Había dado un testimonio enérgico contra Jeroboam y su altar idólatra en Bet-el, y comenzaba dócilmente su viaje de vuelta, pasando por otro camino. ¿Por qué se detuvo para sentarse debajo de una encina? Es aquí donde fue engañado por el viejo profeta, y cayó en la trampa acerca de la cual la palabra de Dios le había advertido solemnemente. Y así fue muerto por un león. Si el horror del mal en Bet-el hubiese tenido toda su influencia moral sobre él, de acuerdo con el solemne mensaje de que había sido encargado, no se habría atrasado un solo instante. Pero, dándose un momento de descanso después de haber presentado fielmente la palabra de Dios, en lugar de sentir todavía la fuerza de esta palabra en su alma, volvió frágil, disponiéndolo todo para ser engañado.
¡Qué advertencia! Si dejamos establecer en nuestros corazones la menor satisfacción de nosotros mismos, nos exponemos también al engaño y a la desobediencia a la Palabra de Dios. Aunque el viejo profeta fuese enteramente culpable de su engaño deliberado, no obstante el varón de Dios era responsable de dejarse engañar, y fue él quien sobrellevó el juicio. Tomemos a pecho las palabras del Señor Jesús: “Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos” (Lucas 17:10).
Elías debajo de un enebro (1 Reyes 19:4)
La historia de Elías pone en evidencia otro peligro muy real para aquellos que están comprometidos en el servicio del Señor. Tenemos aquí otro varón de Dios que, después de profundos ejercicios de alma, se había mantenido firme para el Dios viviente, aparentemente solo frente a un pueblo grande. Había hecho descender fuego del cielo sobre el altar de Jehová, había destruido a los profetas de Baal, y su oración había hecho llover en el país asolado por la sequía. Por lo tanto, inmediatamente después, cuando huyó de delante de Jezabel, lo encontramos sentado debajo de un enebro, con un desánimo total, pidiendo a Dios que tomara su vida. Sin duda pensó que, ante el despliegue del poder de Dios, Israel tendría que haber vuelto a su Dios. Y entonces, debía constatar que los efectos morales y espirituales de este testimonio no se hubieron cumplido. Tenía la impresión de que sus esfuerzos no habían sido apreciados: se sentía menospreciado y solo. Cada siervo de Dios, ¿no ha sentido esto un día u otro, al menos en cierta medida? Pero, ¿puede el desánimo ser justo? ¡Jamás! Es Dios quien decide el valor del servicio para Él, no el hombre. Si el servicio fue hecho para el Señor, los resultados pueden ser dejados a Su consideración completamente. No es fácil para nosotros realizar esto con verdadera simplicidad de fe, pero debemos recordar que somos sólo siervos. La verdad de Dios por la cual Elías podía estar ante Acab era realmente suficiente para sostenerlo cuando fue rechazado y menospreciado por completo. Tengamos los ojos puestos en nuestro Señor, y el desaliento no nos abrumará. “Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano” (1 Corintios 15:58).
Jonás en la nave (Jonás 1:3)
Como si esto fuese poco, hay todavía un mal más grave que amenaza a un siervo del Señor —y hace falta no olvidar que hoy cada creyente es un siervo de Dios llamado a servirle, “agradándole con temor y reverencia” (Hebreos 12:28) —. Jonás mismo hace el relato en cuanto a sí mismo, y expone sus propios motivos. En lugar de ir a Nínive, adonde Dios lo enviaba, Jonás se embarcó hacia otra dirección, lo que finalmente lo condujo a la experiencia más angustiosa que podamos imaginar, al vientre de un gran pez. Él mismo revela la razón de su desobediencia al principio del capítulo 4. En efecto, presentía que, si iba y advertía a Nínive acerca del juicio decretado por Dios, esta ciudad podría arrepentirse. En este caso, el juicio quedaría nulo, pues Jonás sabía que Dios muestra gracia y es misericordioso. Cuando esto se produjo realmente, Jonás se enojó, probablemente porque pensaba que su reputación de profeta se vería afectada, o también porque amaba más ver a los gentiles padecer que arrepentirse. ¿Es posible que los motivos de un hijo de Dios puedan descender a un nivel tan bajo? Desgraciadamente sí. En vez de ser mejor considerados, podemos desear ver a los demás humillados. ¿Oramos con sinceridad por todos los hombres, hasta por los más viles? ¿Nos gozamos al pensar que los pecadores culpables se vuelven arrepentidos hacia Dios? ¡Que Dios nos dé un amor verdadero y activo por las almas! Entonces seremos preservados de la propia voluntad egoísta que hace lo que le place antes que obedecer a Dios. ¿No debía Jonás más bien haberse regocijado por el hecho de que su predicación iba a ser utilizada por Dios para llevar a toda una ciudad al arrepentimiento? Pero si nosotros mismos no conocemos nada de un espíritu de humillación, entonces el arrepentimiento de otras personas no llegará a conmover nuestros corazones.
Pedro delante del fuego (Lucas 22:55)
El caso de Pedro es todavía más común, y lo sabemos muy bien por causa de nuestra propia experiencia. En la hora en que su Maestro sufría la mayor crueldad del hombre, ¿cuál era la trampa en que había caído este discípulo tan ferviente? Sin duda, el temor del hombre, del cual la Escritura dice justamente que “pondrá lazo” (Proverbios 29:25). ¿Es posible que él, tan atrevido y valiente por naturaleza, pudiera retroceder y mentir cuando una mujer le dirigió una pregunta embarazosa? ¡Cuán débiles son nuestros corazones! Pero, ¿por qué tuvo miedo? Antes había afirmado al Señor que estaba listo para ir con él a la cárcel y a la muerte (Lucas 22:33). Luego, el Señor había llevado a sus discípulos con Él al huerto de Getsemaní, donde su alma “en agonía” dirigió a Dios las más ardientes súplicas, antes de los dolores de la cruz. Pero Pedro no había seguido el ejemplo de su Maestro; había descuidado esta preparación y se había dormido. ¡Qué lección para nosotros! En el testimonio cristiano, la energía natural no vale nada. Sólo el poder y la gracia divinos pueden sostenernos y preservarnos del temor. “En el día que temo, yo en ti confío” (Salmo 56:3). “Me aseguraré y no temeré” (Isaías 12:2). De manera muy patente, Isaías 51:12-13 muestra que el temor, no menos que los otros males que hemos mencionado, es un fruto del orgullo, y, en efecto, resulta de la alta estima del hombre, y del menosprecio a Dios: “¿Quién eres tú para que tengas temor del hombre, que es mortal, y del hijo de hombre, que es como heno? Y ya te has olvidado de Jehová tu Hacedor, que extendió los cielos y fundó la tierra”. ¿No es un severo y justo reproche proferido a nuestro insensato temor humano? Los resultados del temor de Pedro fueron en extremo humillantes. Al igual que él, todo lo que sembramos hemos de segar. Mientras tanto, la gracia divina restauró maravillosamente a Pedro, y ella constituye también nuestro recurso.
Pablo en Jerusalén (Hechos 21:25-26)
En contraste con el relato precedente, el temor no tiene ningún lugar en la decisión de Pablo de ir a Jerusalén, cuando el Espíritu de Dios le había advertido claramente que no fuese. Pero por más atrevido que haya podido ser, no estaba en buen lugar. En efecto, él fue motivado a actuar por un fuerte amor hacia Israel, su propio pueblo. Deseaba la salvación de sus hermanos carnales, y se sentía apresurado para llevarles el Evangelio. Ahora bien, el deseo espiritual más noble no podía reemplazar la dirección divina, y Dios sabía que el testimonio de Pablo en Jerusalén no sería recibido. Aquí hay una lección difícil para llevar a la práctica, una lección humillante y, por lo tanto, necesaria para los más calificados siervos de Dios. El hecho de que Pablo haya sido tan utilizado por Dios para la salvación de los gentiles en otros países, no era un indicativo de que él sería utilizado en Jerusalén en provecho de su propio pueblo. Podemos preguntarnos si no tenía algo de confianza en sí mismo en cuanto a su convicción de que podría persuadir a los judíos, aun cuando Dios le había dicho que no lo lograría (Hechos 22:18). Necesitamos la claridad de la Palabra de Dios para cada paso. No que el celo espiritual en sí mismo sea malo, al contrario, si nos dejamos dirigir por él, descubriremos que puede hacernos equivocar, y cosecharemos amargos frutos. Una comunión constante con Dios y la sumisión a su Palabra nos preservarán de resbalar en caminos tomados por propia voluntad, a los cuales nuestras mejores intenciones amenazan con llevarnos.
Conclusión
La Palabra de Dios contiene otros ejemplos de creyentes que se encontraron donde no debían haber estado. Sería de provecho considerar a Abraham yendo hacia Abimelec (Génesis 20:1), a Sansón haciendo compromisos con los filisteos (Jueces 14:1; 15:1; 16:1-4), a Elimelec y Noemí que descendieron a Moab (Rut 1:1), a David permaneciendo en Gat, y, más tarde, en Siclag (1 Samuel 21:10; 27:2-6), a Jonatán eligiendo estar en la corte de su padre Saúl cuando David fue rechazado (1 Samuel 20:42), a Josafat cuando visitó amistosamente a Acab, el rey malo (1 Reyes 22:2), y a Abdías, pensando ser a la vez siervo de Dios y de Acab (1 Reyes 18:3). Todas estas debilidades son serias advertencias. ¡Cuidémonos de utilizarlas para excusar nuestras caídas! Dios nos las da como señal de advertencia para que evitemos tales trampas, y para que busquemos en el Señor Jesús la fuerza y la gracia para enfrentarlas. ¡Que Dios nos conceda la gracia de encontrar en la fe en el Hijo de Dios, y en el amor por Él y por los demás, los motivos positivos de nuestra vida cristiana! “Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes” (Efesios 6:13).