1. Algunos principios generales
Introducción
Dios ha hablado. Se ha revelado a sí mismo en un libro que tenemos el privilegio de tener entre nuestras manos: la Biblia. “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo”, quien fue hecho hombre (Hebreos 1:1-2). El testimonio que dio, por sus obras y por sus palabras, fue consignado en este libro por la acción del Espíritu Santo. Además, fue añadido por la pluma de apóstoles inspirados, lo cual completa la revelación de Dios. Todo lo que debemos saber para ser salvos, para apegarnos a nuestro Salvador, para conocerle más íntimamente, para nutrir y fortalecer nuestra fe, para enseñarnos a caminar de una manera digna de Dios, para fijar nuestros ojos en la esperanza celestial, para consolar nuestros corazones en las penas y en las dificultades de esta tierra; todo esto y aún más se encuentra en este Libro único, que es nuestro gran tesoro.
Hacer partícipes a otros de lo que hemos recibido a través del libro de Dios es un gran privilegio que debiéramos tomar en serio. Esta actividad no está reservada sólo para algunos. Estas páginas tienen por objeto recalcar la gran responsabilidad asociada a este servicio y los recursos divinos que están a disposición de quienes lo cumplen.
El Señor ha confiado a varios de los suyos un servicio más o menos habitual de enseñanza de la Palabra, ya sea en la iglesia, o en cualquier otro lugar de la manera más diversa (escuela dominical, grupo de jóvenes, mensajes escritos, visitas, trabajo puerta a puerta, etc.). El Maestro forma a sus obreros y los dota con los dones necesarios para el cumplimiento de su servicio. Algunas de estas actividades implican otras cosas aparte de la enseñanza propiamente dicha —por ejemplo, ayudar, consolar, animar, advertir— pero todas ellas tienen como base las Escrituras.
Según las directivas claras de la Palabra de Dios, el servicio público ha sido confiado a los varones. “Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio” (1 Timoteo 2:12; 1 Corintios 14:34-35). Pero la Palabra misma reconoce todo el valor de la enseñanza de una madre a su hijo (Proverbios 1:8; 2 Timoteo 1:5 y 3:15) o de las “ancianas” a las “mujeres jóvenes” (Tito 2:3-4). La mujer casada es la ayuda idónea de su marido, incluso en su servicio (Hechos 18:26).
Los padres creyentes están encargados de la bella labor de enseñar la Palabra a sus hijos. Respecto a esto, recordemos la exhortación que hace Moisés: “Estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes” (Deuteronomio 6:6-7). Si las palabras de Dios están en el corazón, es un buen comienzo para que estén también en la boca. Y esto no es solamente cierto para los padres.
Pedro nos dirige esta exhortación a todos, aunque no hayamos recibido un don o servicio especiales: “Estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15). ¿Cómo lo haremos bien, si no es apoyándonos en la Palabra de Dios, que “mora en abundancia” en nuestros corazones? (Colosenses 3:16). Esto nos concierne a todos, aunque hay diferentes grados, en relación con la enseñanza de la Palabra de Dios.
Centraremos primero nuestra atención en dos responsabilidades que están unidas a la enseñanza de la Palabra de Dios: el respeto de esa Palabra y la solicitud por aquellos a los que se dirige (capítulo 1). Nos detendremos enseguida en los diferentes objetivos de esta enseñanza (capítulo 2); luego en el estado de corazón y la formación de quien enseña (capítulo 3), y finalmente consideraremos algunos puntos particulares relacionados con la enseñanza del Antiguo Testamento (capítulo 4).
Anunciar la Palabra de Dios en verdad
Dios, a través del profeta Jeremías, da una solemne advertencia: “Aquel a quien fuere mi palabra, cuente mi palabra verdadera. ¿Qué tiene que ver la paja con el trigo?” (23:28). Esta advertencia es dada con relación a los falsos profetas, hombres que pretendían dar un mensaje de parte de Dios cuando no hacían más que anunciar sus propios pensamientos. Pero el principio tiene una aplicación general. Tenemos la Palabra de Dios; anunciémosla en verdad y pureza, sin alterarla con elementos humanos. Tengamos mucho cuidado de no juntar “la paja con el trigo”. Los pensamientos humanos, aunque puedan tener semejanza con la Palabra de Dios, no llevan por sí mismos el verdadero alimento. No hacen más que despistar. ¡Que nunca se pueda decir que enseñamos “como doctrinas, mandamientos de hombres” (Mateo 15:9)!
El libro del Apocalipsis termina con una solemne advertencia de no añadir ni quitar a las palabras de este libro (22:18-19). El mismo principio es válido para toda la Escritura. Moisés dijo: “No añadiréis a la palabra que yo os mando, ni disminuiréis de ella” (Deuteronomio 4:2). El Señor hace también una advertencia al respecto en el Sermón del monte (Mateo 5:19). Y el libro de Proverbios nos advierte: “No añadas a sus palabras, para que no te reprenda, y seas hallado mentiroso” (30:6). La cristiandad ha faltado gravemente en este punto, bien añadiendo, bien quitando. Los unos han puesto palabras de hombres al mismo nivel que la Palabra de Dios; los otros han dejado caer lo que ellos audazmente han calificado como inaceptable o anticuado.
En cuanto al principio, estas llamadas de atención son aceptadas de corazón por todos aquellos que aman y respetan la Palabra de Dios. Pero siempre estamos expuestos, ya a esconder ciertas enseñanzas de la Escritura, ya a presentar elementos que no se encuentran en ella pero como si se encontraran. Por ejemplo, cuando comentamos el Antiguo Testamento, es perfectamente legítimo y útil presentar la enseñanza de las figuras de los relatos que nos son dados y extraer de ellas aplicaciones morales. Nuestro discernimiento espiritual debe ser ejercitado para descubrirlas y exponerlas, pero debemos guardarnos de lo que es fácilmente producido por nuestra imaginación. En todos los comentarios que, de alguna manera, extienden el sentido primario del texto, la sobriedad nos conviene.
“Pero tú sé sobrio en todo” dijo el apóstol Pablo a Timoteo (2 Timoteo 4:5). Y recomienda a Tito de presentarse “en todo como ejemplo de buenas obras; en la enseñanza mostrando integridad, seriedad, palabra sana e irreprochable” (2:7-8).
En la enseñanza dirigida a los niños, es evidente que uno deja de lado ciertas cosas que son demasiado difíciles para ellos. Les serán presentadas más tarde. Por otra parte, cuanto más pequeños son los niños, tanto más necesario se hace explicar e ilustrar las palabras o nociones bíblicas que les contamos. Ahora bien, los niños no siempre están en edad de distinguir lo que es estrictamente bíblico de lo que se les da como explicación o ilustración. Pero la enseñanza siempre se da en grados sucesivos. Los niños crecen, y poco a poco sentirán su responsabilidad de poner cada cosa en su sitio, y de aplicar su corazón a lo que es auténticamente bíblico.
Hacer ver lo que dice la Escritura
Quienes leen o escuchan un mensaje bíblico no tienen necesariamente un conocimiento profundo de las Escrituras. Así, a éstos les es útil que aquel que enseña cite explícitamente los pasajes que comenta. En la misma Palabra se encuentra el poder, y no en los comentarios que se hacen sobre ella.
Por eso, los lectores u oyentes que quieren sacar el máximo provecho del mensaje a menudo tienen su Biblia abierta ante sí, al menos donde las circunstancias lo permiten. Una verdadera fe es inseparable de la Palabra de Dios: “La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17). Así, muchos quisieran saber en qué pasaje nos basamos para afirmar esto o aquello. Las enseñanzas que contradicen o deforman las Escrituras abundan hoy en día, pero nuestros corazones necesitan saber en qué se apoyan.
Quien enseña debe procurar sustentar sus afirmaciones con referencias claras de la Biblia. De esta manera, la convicción de quien comprende y retiene la enseñanza estará fundada en la Palabra de Dios y no en las palabras de quien la enseña. Luego podrá decir: “Escrito está...”. Hacer ver lo que hay en la Palabra de Dios, constituye, pues, un servicio humilde y eficaz que debemos tomar en serio. El hombre podrá desaparecer, pero la Palabra de Dios permanecerá.
La Escritura es útil para redargüir
Las últimas recomendaciones del apóstol Pablo a su hijo Timoteo en vista de los “postreros días” y los “tiempos peligrosos” que ya se anunciaban, tienen un valor particular para nosotros. Este joven se había beneficiado de una enseñanza judía de buena fuente, de parte de su madre y de su abuela. Así, desde su infancia, él conocía “las Sagradas Escrituras”, los escritos del Antiguo Testamento (2 Timoteo 3:15). Llevado a la fe cristiana, él había sido formado para el servicio por el apóstol Pablo, pues había “seguido” la doctrina, conducta, propósito, fe... y todos los motivos profundos (3:10-11; compárese con Filipenses 2:19-20). Ya al final de su carrera, el apóstol anima a Timoteo a perseverar, a pesar de las dificultades exteriores que sólo aumentan sin cesar. “Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido” (2 Timoteo 3:14). Y le recuerda el valor permanente de las Escrituras —la Palabra inspirada— base infalible de la fe: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (3:16-17).
Esta Palabra, pues, es, entre otras cosas, útil “para redargüir (convencer)”. Quien la enseña no es dejado a sus propios recursos elocuentes o a su aptitud para elaborar razonamientos persuasivos. La Palabra misma producirá convicciones reales y profundas en los corazones. Por eso, el apóstol Pablo continúa: “Que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina” (4:2-3). Mientras la “sana doctrina” de la Palabra sea aceptada, no hay que dejar de enseñarla.
En la misma epístola, el apóstol le dice también: “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad” (2:15). Usar bien la Palabra de Dios —o, literalmente, «cortarla rectamente»— es una condición indispensable para que ella convenza los corazones. La Palabra presentada debe imponerse en el corazón y la conciencia del oyente (o del lector) como Palabra que proviene de Dios. Si la enseñanza deja la impresión de que el texto bíblico ha sido forzado, no convence y es estéril.
Los pensamientos humanos añadidos a la Palabra de Dios conducen naturalmente a divergencias de opinión y a objeciones. Por eso, el apóstol recomienda a Timoteo evitar cuestiones que engendran contiendas, porque “el siervo del Señor no debe ser contencioso” (2:23-24). La misma recomendación se le da a Tito: “Evita las... discusiones... porque son vanas y sin provecho” (3:9).
Ser comprensible
Decir que una enseñanza debe ser comprensible para aquellos a quienes está dirigida puede parecer fuera de lugar. Pero ocurre que los oyentes se ven frustrados porque la enseñanza de la que tenían sed, no llegó a sus orejas o pasó por encima de sus cabezas.
En Nehemías 8 tenemos un ejemplo instructivo al respecto. El libro de la ley fue leído “desde el alba hasta el mediodía, en presencia de hombres y mujeres y de todos los que podían entender”. Hombres “hacían entender al pueblo la ley... y leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura” (v. 3, 7-8). Lo que sigue en el capítulo muestra los magníficos resultados de una enseñanza como ésta: al principio “todo el pueblo se fue... a gozar de grande alegría, porque habían entendido las palabras que les habían enseñado” (v. 12); luego, el deseo de los jefes fue el de reunirse “para entender las palabras de la ley” (v. 13), y ponerlas en práctica (v. 14...). El capítulo termina mencionando una “alegría muy grande”, y con la lectura de la Palabra de Dios durante siete días (v. 17-18).
En la primera epístola a los Corintios, el apóstol condena formalmente las declaraciones hechas en una lengua que no es comprendida por las personas presentes, a menos que sean traducidas. Esto es mencionado respecto a las lenguas con característica de “señales” que se daban al comienzo del período de la Iglesia (14:18-25), pero se puede aplicar a todo lenguaje que resulte incomprensible a los oyentes.
Cuando se enseña a creyentes, se supone que hay cierto número de cosas conocidas. Pero, para hacerse comprender bien, es mejor no suponer demasiado conocimiento. Esto implica un cierto esfuerzo de quien habla: en particular deben evitarse expresiones demasiado figuradas, aunque pertenezcan a un lenguaje habitual de quienes tienen esas costumbres, y que le da al mensaje una cierta elegancia. Un lenguaje simple no implica necesariamente un descenso del nivel de la enseñanza. Por ejemplo, ¡qué simplicidad y qué profundidad encontramos en los escritos de Juan!
“Hágase todo para edificación” (1 Corintios 14:26). El objetivo es “que todos aprendan, y todos sean exhortados” (v. 31).
Enseñanza oral y escrita
En la época en que fue escrita la Biblia, eran pocos los que sabían leer; por tanto, la enseñanza, la mayoría de las veces, era oral. Pablo, durante su larga estancia en Éfeso, les anunció y enseñó “públicamente y por las casas”, no escondiendo “nada que fuese útil” (Hechos 20:20). Un servicio semejante tiene su lugar hoy en día, pero se añade la enseñanza escrita en sus diversas formas.
Podemos animarnos a sacarle a esto abundante provecho. Pero en la abundancia de escritos cristianos, o de aquellos que pretenden serlo, se necesita un serio discernimiento para escoger las enseñanzas sanas, y dejar de lado aquellas que llevan el sello de “las tradiciones de los hombres” y “los rudimentos del mundo” (Colosenses 2:8).
Por grande que sea el privilegio de tener una biblioteca llena de buenos libros, nada puede reemplazar la enseñanza dada en la iglesia reunida alrededor del Señor, en la cual el alimento apropiado puede ser proporcionado por la acción del Espíritu Santo según las necesidades que sólo Dios conoce.
Enseñar oralmente o por escrito implica ciertas responsabilidades análogas. No obstante, hay algunas diferencias que cabe mencionar. En la enseñanza que se da en la iglesia, particularmente en la reunión de edificación, según 1 Corintios 14, el lugar debe ser dejado a la libertad del Espíritu para que se enseñe de acuerdo con las necesidades de la iglesia. “Cuando os reunís, cada uno de vosotros tiene salmo, tiene doctrina...” (v. 26). “Los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen” (o disciernan) (v. 29). El temor a no tener mucho que aportar no debe cohibir a ningún hermano. Cinco palabras dichas a propósito están bien en su lugar (v. 19, 26). Para quienes son llamados a presentar la Palabra, la preparación adecuada es más bien la de corazón que la del propio mensaje. En otras palabras, es mejor prepararse para ser utilizado por el Señor que preparar un discurso.
En el caso de la enseñanza escrita, el texto puede ser preparado y corregido, y luego sometido a la revisión de varios hermanos. Los lectores esperan más precisión que los oyentes de un mensaje oral. Además, un mensaje escrito quizás será leído por un gran número de personas, o incluso varias veces. Un error puede tener consecuencias más graves que las que se cometen en una enseñanza oral. La responsabilidad del autor es aún mayor.