2. Objetivos de la enseñanza
Los numerosos y variados objetivos de la enseñanza dependen especialmente de las necesidades de aquellos a los que se dirige. Veamos algunos:
Unir las almas a Cristo
En la joven iglesia de Antioquía, Bernabé, “varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe”, “exhortó a todos a que con propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor” (Hechos 11:23-24). Unir las almas al Señor es uno de los objetivos prioritarios del ministerio. Para ello, hay que hablar de Cristo, ocupar los corazones y pensamientos en lo que le concierne a Él, poner en evidencia sus glorias y sus perfecciones. No solamente el Nuevo Testamento nos presenta a Cristo, sino también las figuras y profecías del Antiguo Testamento. “Escudriñad las Escrituras; porque... ellas son las que dan testimonio de mí”, nos dice el mismo Señor (Juan 5:39). El corazón de los discípulos de Emaús “ardía” cuando Aquel que se les arrimó en el camino les “abría las Escrituras” y les “declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:27, 32).
Para que la enseñanza una realmente las almas a Cristo, es necesario que el siervo desaparezca. “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe”, dijo el fiel siervo presentando a su Maestro (Juan 3:30). Todo lo que eleva al siervo tiende a desplazar al Maestro del lugar que le corresponde, en el corazón y espíritu de aquellos a quienes se dirige la enseñanza.
Hacer progresar
Los dones que el Cristo glorificado da a los suyos son “a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina” (Efesios 4:12-14). Este pasaje nos indica a grandes rasgos el objeto de la enseñanza cristiana: llevar a los niños pequeños en Cristo al estado de un varón perfecto, a una medida que no es sino “la estatura de la plenitud de Cristo”. Seguramente nunca llegaremos a alcanzar ese nivel, pero la Palabra no menciona otro más bajo.
El apóstol hubiese deseado dar “vianda” —alimento sólido— a los corintios, y no sólo “leche” (1 Corintios 3:2). Pero no era posible: eran aún “niños”. Su estado carnal había impedido su progreso. No obstante, les enseña de acuerdo con su estado, proporcionándoles la instrucción y la reprensión que necesitaban. Debe incluso decir, para su vergüenza: “Algunos no conocen a Dios” (15:34). Un correcto conocimiento de Dios les habría dado el discernimiento necesario para rechazar la mala doctrina y andar de una manera que honra a Dios.
El reproche que hace respecto a que son niños que tienen “necesidad de leche, y no de alimento sólido”, también se dirige a los cristianos judíos de los primeros tiempos (Hebreos 5:11-14). La razón se debió a que eran “tardos (perezosos) para oír”. El autor de la epístola hubiese tenido “mucho que decir, y difícil de explicar”, pero no pudo comunicarlo. Pero esto no le impidió escribirles esta larga epístola, para exhortarles e instruirles de acuerdo con sus necesidades.
Para “alcanzar madurez”, debemos interesarnos en el conjunto de las Escrituras, sin olvidar ninguna de sus partes. Ya sea que se trate de acontecimientos antiguos de la historia de Israel o de las naciones, o de acontecimientos futuros anunciados proféticamente, todo nos es dado para nuestra instrucción. Incluso por medio de aquellas cosas que no nos conciernen directamente, Dios nos enseña su manera de obrar, sus planes, sus pensamientos, y todo ello nos lleva a conocerle a él mismo.
Sin embargo, debemos guardarnos de estudiar las Escrituras como lo haríamos con cualquier material de estudio. En todo lo que Dios nos ha revelado, debemos buscar las aplicaciones prácticas para nosotros. Él nos ha dado su Palabra para acercarnos más a él, a su luz, y para conducirnos en un camino cada vez más digno de él. La enseñanza, pues, debe incluir este elemento práctico, de manera que cada uno esté concernido. Por ejemplo, podemos poner en evidencia las similitudes y contrastes entre las situaciones de los personajes bíblicos y nuestra situación actual. Podemos también procurar, con las normas que Dios proporciona, el carácter moral de las acciones y palabras de los hombres cuya historia se nos relata. Esto ejercita nuestro discernimiento espiritual (Hebreos 5:14).
Recordar lo que ha sido enseñado
Somos olvidadizos. Nuestro celo por el Señor puede debilitarse y el sueño espiritual ganarnos. Los diversos deseos o el orgullo pueden germinar en nosotros y desarrollarse de manera que nos hagan retroceder. La verdad divina que tenía el poder sobre nuestras almas en un momento de nuestra vida, desgraciadamente, puede perder su efecto. Necesitamos que nos sean recordados los mismos elementos fundamentales, y que el Espíritu Santo dote de poder nuestras almas.
Por otro lado, las circunstancias que atravesamos —estudios, formación profesional, pruebas, situaciones familiares particulares, etc.— necesariamente atraen más o menos nuestra atención hacia ciertos aspectos de la verdad y nos hacen dejar otros un poco de lado. Cuando estas situaciones cambian podemos, por la gracia de Dios, hallarnos en mejores condiciones de comprender otras enseñanzas a las cuales habíamos dedicado poca atención.
Por tanto, es necesario repetir una y otra vez, y el ministerio cristiano debe responder a esta necesidad. Aquellos que lo ejercen, siguiendo los ejemplos de Pablo y Pedro, pueden cumplir este servicio de corazón. El primero dijo: “A mí no me es molesto el escribiros las mismas cosas, y para vosotros es seguro” (Filipenses 3:1). Y el segundo: “No dejaré de recordaros siempre estas cosas, aunque vosotros las sepáis, y estéis confirmados en la verdad presente. Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación” (2 Pedro 1:12-13).
La diversidad de ministerios en la iglesia es muchas veces un medio del cual Dios se sirve para ayudar a los cristianos a asimilar la verdad. Repetidas de varias maneras, las mismas cosas pueden llegar a ser mejor comprendidas.
No obstante, la repetición no debe cansar ni irritar a los oyentes —lo cual tendría el efecto contrario al que buscamos—, ni quitarle el lugar a una enseñanza que haga progresar en el conocimiento de los pensamientos de Dios. Los creyentes necesitan una alimentación completa y variada. Pablo, durante su larga estancia con los efesios, no rehuyó anunciar “todo el consejo de Dios” (Hechos 20:27).
¿Enseñar cosas nuevas?
En este mundo, se obtiene el título de «doctor» sólo cuando se aportan elementos nuevos a la ciencia, contribuyendo así a hacerla progresar. Pero no es lo mismo en las cosas de Dios. Para aquellos que enseñan la Palabra, y especialmente para aquellos que son “maestros”, la seducción de seguir el ejemplo del mundo es particularmente perjudicial.
Desgraciadamente, el deseo de querer hacerse valer por una enseñanza nueva e inesperada corresponde bien al orgullo latente de nuestro pobre corazón. ¡Que Dios nos guarde en humildad y sobriedad!
Si se trata de sacar a la luz enseñanzas de la Escritura que han sido olvidadas o abandonadas —o quizás aun ignoradas durante siglos— esta «novedad» no es otra cosa que el evidente trabajo del Espíritu Santo. Es lo que sucedió en la historia de Israel en tiempos de Josías y Nehemías, y en la Iglesia cuando surgió la Reforma y luego el despertar del siglo XIX. Hoy en día, a pesar de que tenemos la inmensa heredad de lo que ha sido reencontrado en el último despertar, debemos tomar con precaución las cosas nuevas. Sea como fuere, quienes escuchan o leen hacen bien en seguir el ejemplo de los bereanos, “escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hechos 17:11).
En la época de Eliseo, en un tiempo de hambre, uno de los “hijos de los profetas” creyó correcto cocer una olla de potaje de “calabazas silvestres”, frutos que “no sabía lo que era”. El resultado fue “¡muerte en esa olla!” (2 Reyes 4:38-41).
No obstante, si bien debemos ser prudentes con las enseñanzas nuevas, ello no significa que debamos cultivar el empleo de palabras o expresiones anticuadas. Al contrario, podemos animarnos a presentar de manera viva y actual la verdad permanente de la Palabra de Dios, sin alterar el texto ni su espíritu. Esforcémonos en hablar de una manera que sea comprensible a las generaciones jóvenes, pero con toda la dignidad que merecen estos temas.
La rápida evolución de este mundo a menudo nos pone en situaciones que nuestros padres o abuelos no conocieron. Pero la Palabra de Dios es “viva y eficaz” (Hebreos 4:12), contiene todo lo que necesitamos para conducirnos, aún hoy. Si buscamos la voluntad de Dios en humildad y sumisión, él nos la revelará.
Amonestar, alentar, consolar
“Os rogamos, hermanos, que amonestéis a los ociosos, que alentéis a los de poco ánimo, que sostengáis a los débiles, que seáis pacientes para con todos” (1 Tesalonicenses 5:14). Aquí se trata de una actividad pastoral hacia las ovejas que tienen dificultades o que están expuestas a peligros particulares. La exhortación se dirige a todos: “os rogamos, hermanos”.
Por boca de Ezequiel, Dios debe reprochar a los pastores de Israel por apacentarse a sí mismos y dejar de lado el rebaño, de modo que las ovejas llegaron a ser “presa de todas las fieras del campo” (Ezequiel 34:1-10). Pero Dios mismo intervendría como el Buen Pastor cuidando de sus ovejas: la descarriada, la perniquebrada, la débil (v. 11-16). Él juzgará también entre oveja y oveja, dando un cuidado particular a aquellas que estén flacas y débiles (v. 17-22).
Amonestar
El atalaya (o centinela) es responsable de advertir cuando ve venir el peligro (Ezequiel 3:16-22).
Este principio se aplica no solamente a la predicación del Evangelio, sino también al servicio que de-bemos cumplir hacia los creyentes particularmente expuestos a los ataques del enemigo. La función de “anciano” u “obispo” (literalmente: supervisor), aunque en sí misma no es una actividad de enseñanza, requiere que quien la cumpla “también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen”, y aun si hace falta, “tapar la boca” a ciertas personas (Tito 1:9-11).
El apóstol escribe a los gálatas: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (6:1).
Pablo recuerda a los ancianos de Éfeso: “Por tres años, de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno” (Hechos 20:31). El servicio de amonestación es un deber particular de los padres cristianos hacia sus hijos: “Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4).
Alentar
¡Cuántas veces vemos a Dios, a lo largo de las Escrituras, animar a los suyos en momentos difíciles! Podemos pensar en Moisés o en Josué al principio de su servicio, en Gedeón en el día del combate, en Elías desanimado, en Jeremías o en Pablo en su prisión (Éxodo 4:1-17; Josué 1:1-9; Jueces 7:9-14; 1 Reyes 19:1-9; Jeremías 33; Hechos 23:11). A veces, un ángel se encarga de cumplir esta misión; otras, Dios se sirve de un hombre. El apóstol Pablo envió a Timoteo a los tesalonicenses para afirmarlos y animarlos en su fe, temiendo que ellos se hubiesen inquietado por las tribulaciones que sufrían (1 Tesalonicenses 3:2-3). Tomemos en serio esta exhortación: “Fortaleced las manos cansadas, afirmad las rodillas endebles” (Isaías 35:3).
Consolar
Dios es el “Padre de misericordias y Dios de toda consolación” (2 Corintios 1:3). Él es quien “consuela a los humildes” (7:6). Él sabe cada uno de nuestros dolores y, si cree conveniente no responder a nuestras súplicas cuando le pedimos que nos quite el sufrimiento, nos da la fuerza para soportarlos. “El día que clamé, me respondiste; me fortaleciste con vigor en mi alma” (Salmo 138:3).
Dejando a los suyos experimentar sus consolaciones, Dios los prepara para que lleven consuelo a otros. En circunstancias extremadamente difíciles, el apóstol Pablo puede dar este testimonio: Dios “nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios” (2 Corintios 1:4).
Advertencia contra las falsas enseñanzas
Muchas epístolas fueron escritas porque una enseñanza errónea se daba a los cristianos, y se necesitaba restablecer la verdad en toda su pureza. En todos los tiempos, falsos pastores se ocuparon de comprometer a los creyentes y alejarlos del Señor. La verdad cristiana no soporta la mezcla con los pensamientos de los hombres. Los “rudimentos del mundo” corrompen la verdad de Dios (Colosenses 2:8).
Cuando aparecen los errores en la enseñanza, rápidamente se ven molestas consecuencias en la marcha de los cristianos. ¿Debemos dejar, bajo el pretexto del amor, que el mal se desarrolle? Recordemos el severo reproche que debe hacer el Señor a la iglesia de Tiatira: “Tengo... contra ti: que toleras...” (Apocalipsis 2:20).
A veces, el ministerio cristiano debe tener el carácter de un combate. Judas dice al comienzo de su epístola: “Amados, por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (v. 3). Preferiríamos estar ocupados de lo que edifica y regocija el corazón, pero también debemos dedicar tiempo y energía a destruir “fortalezas” (2 Corintios 10:3-5). Se trata de destruir tanto los “argumentos”, como también “toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios”, y de llevar “cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo”. Si somos llamados a esto, tengamos cuidado de no tomar armas “carnales” para el combate, sino aquellas que vienen directamente de Dios, aquellas que son “poderosas en Dios” (v. 4). El razonamiento es, en sí mismo, un arma humana, porque los pensamientos de Dios no se someten a los límites de los pensamientos humanos. Así, no se trata de oponer los argumentos verdaderos a los falsos, sino de tomar “la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios” (Efesios 6:17). Y para utilizar eficazmente esa espada, evidentemente debemos conocerla.
Las epístolas a los Corintios, a los Gálatas y a los Colosenses poseen claramente esa característica de combate por mantener la sana doctrina.
El espíritu con el cual debemos combatir está descrito en las palabras de Pablo a Timoteo: “El siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad” (2 Timoteo 2:24-25). Cuando se demuestra que “los que se oponen” no encuentran el camino del arrepentimiento, la severidad para con ellos crece y el servicio de enseñanza se limita al fortalecimiento de aquellos que han sido sus víctimas.