Será de provecho espiritual considerar algunas mujeres del Antiguo Testamento que, por su personalidad o por el carácter de su unión, constituyen bellas figuras de la Iglesia. La Palabra de Dios hace revivir así ante nosotros esposas tales como Eva, Rebeca, Asenat, Séfora, Abigail y Rut, algunos de cuyos rasgos evocan a la vez al remanente fiel de Israel y a la esposa celestial. Sus vidas estuvieron estrechamente ligadas a hombres de fe que son, al mismo tiempo, imágenes de Cristo. De este modo, nuestras miradas se dirigirán más allá de esas prefiguraciones de la Iglesia, hacia Aquel que es “el más hermoso de los hijos de los hombres”, el Amado del Salmo 45, el Señor Jesús.
Eva (Génesis 2:18-25)
Esposa de Adán, imagen de Cristo, quien tiene autoridad sobre todo el universo creado, como primogénito de la primera creación
(Colosenses 1:15)
Dios la saca del mismo Adán, y forma1 así un ser femenino, diferente, y, sin embargo, semejante al hombre. Se halla estrechamente unida a él, es su complemento en todos los planos de la vida humana.
A este respecto se nos da el pensamiento divino: “Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Génesis 2:24; Mateo 19:5). Estas dos expresiones: “se unirá” y “una sola carne”, expresan, en la lengua hebrea, un pensamiento mucho más profundo que la mera unión corporal: es la unión de dos seres completos con su personalidad, sus sentimientos, su espíritu. Eva se convierte en la esposa de Adán por efecto de la perfecta sabiduría de Dios, que quería dar a éste una ayuda idónea. Y, en su enseñanza, el Señor Jesús se remonta a lo que era al principio (Mateo 19:8).
De este modo, la pareja cristiana tiene el inmenso privilegio de poder comprender el significado profundo del matrimonio. La unión llevada a cabo para el tiempo de la tierra es la imagen tan bella, aunque siempre imperfecta, de la unión espiritual de Cristo y de su Iglesia (Efesios 5:31-32). En este capítulo 2 de Génesis, entonces, contemplamos a Eva como tipo de la Iglesia. Según el propósito eterno de Dios, Cristo debía tener una esposa perfectamente idónea (compárese con Romanos 8:29; 1 Juan 3:2).
El nacimiento de la Iglesia es una de las consecuencias de la muerte de Cristo, de la cual el sueño profundo de Adán es la imagen (Génesis 2:21). Allí es donde el amor de Cristo por su Iglesia se expresó de un modo supremo, en la cruz, cuando “se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25). La resurrección de Cristo (seguida de su exaltación y del envío del Espíritu Santo) viene a completar el cuadro de esos planes divinos acerca de la formación de “la desposada, la esposa del Cordero” (Apocalipsis 21:9). ¿Sabemos apreciar lo suficiente ese amor de Cristo por su Iglesia, a la cual pertenecemos por pura gracia? Cuanto más gocemos de ese amor, tanto más tendremos conciencia de estar íntimamente unidos a Cristo, puesto que hemos sido sacados de él y “somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Efesios 5:30).
En el momento de su unión, Adán dominaba sobre la totalidad de la primera creación (soberanía que Satanás conseguirá arrebatarle al hacer de él su esclavo tras la caída). Cristo es la Cabeza de toda la creación, “el primogénito” (Colosenses 1:15), lo que expresa su supremacía sobre todo aquello que ha sido creado, su preeminencia. Además, por medio de su victoria en la cruz, arrebató al usurpador los derechos que se había apropiado; ¡retomó, como Hombre, la herencia de las cosas creadas que Adán había dejado caer de sus manos!
Eva había sido asociada a Adán para gozar, en la inocencia, de las bendiciones de Edén con él, antes que su desobediencia introdujese en el mundo todo el cortejo de las consecuencias del pecado. De todos modos, la Iglesia goza ya, por la fe, de las bendiciones celestiales que tenemos en Cristo, en el “paraíso de Dios” (Apocalipsis 2:7). ¡Y cuán hermosa es la esperanza que tiene la Iglesia de estar pronto con Cristo, cuando se presentará la Iglesia a sí mismo “gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante... santa y sin mancha”! (Efesios 5:27). Compartirá su gloria en el reino milenario y, después de esto, en una eternidad de luz y paz (Apocalipsis 21:2; 22:5).
Asenat (Génesis 41:45)
Esposa de José, rechazado por sus hermanos, imagen de Cristo rechazado por Israel en cuanto a su persona, pero exaltado en el cielo a la diestra de Dios.
Asenat se une a José al momento de su glorificación, sin haber compartido los sufrimientos de su rechazo. De hecho, en Génesis 41, José se halla en la cumbre de la gloria (v. 40-44). Faraón lo pone sobre todo el país de Egipto; le hace subir en su segundo carro y pregonan delante de él: “¡Abrek!”, es decir, “¡doblad la rodilla!”. Representa a alguien mayor que él, Cristo establecido como Señor sobre todo el universo después de su resurrección y ascensión, una vez que Dios le dio toda potestad en el cielo y en la tierra (Mateo 28:18; Hechos 2:36).
La esposa que Faraón le dio a José, constituye, de este modo, una bella imagen de la Iglesia que, moralmente, participa ya de la gloria de Cristo a la diestra de Dios. Esta gloria actual de Jesús como Hijo del hombre nos es dada, por decirlo así, por adelantado (Juan 17:22). Corresponde al versículo 30 de Romanos 8 y a los capítulos 1 y 2 de Efesios. Somos glorificados en él a la espera de serlo con él.
Cuando José recibió a Asenat, pronto había de reanudar sus relaciones con sus hermanos en un espíritu de gracia (Génesis 45). Igualmente, el Señor Jesús, tras el arrebatamiento de la Iglesia y las bodas del Cordero (Apocalipsis 19:7), se manifestará en gloria a sus hermanos, los judíos creyentes del remanente. Mirarán a aquel “a quien traspasaron”, en humillación y arrepentimiento sinceros (Zacarías 12:10-14). Pero antes de ese momento que introducirá el reino milenario (prefigurado por el capítulo 47 de Génesis), la Iglesia —sacada de las naciones al igual que Asenat lo fue de su familia egipcia— comparte su gloria celestial actual. La mujer de José le da dos hijos cuyos nombres evocan el consuelo que obtiene al adquirir esa posteridad (Manasés significa “el que hace olvidar”, y Efraín “doble fructífero”) cuando todavía se halla separado de su padre y rechazado por sus hermanos. ¡Cuánto el Señor anhela poseer, mientras su pueblo terrenal lo tiene por muerto, una esposa y una nueva familia que regocijen su corazón! ¡Qué gracia para nosotros poder formar parte de aquellos que reinarán con él después de haber compartido su rechazo! (2 Timoteo 2:11-12).
Rebeca (Génesis 24)
Esposa de Isaac, imagen de Cristo resucitado y exaltado (Colosenses 1:18), cabeza de la nueva creación.
En Génesis 22 el sacrificio de Isaac representa de un modo muy emotivo la muerte y la resurrección de Cristo. Luego, en el capítulo 23, la muerte de Sara es una figura de Israel y de las promesas terrenales dejados de lado actualmente, para dar lugar a las bendiciones celestiales de la Iglesia. Inmediatamente después, en el capítulo 24, tenemos el relato de la actividad de Abraham para buscar la esposa que destina a su hijo, imagen de la actividad divina en favor de la Esposa para el Hijo. Después de pasar por la muerte, toma una posición celestial y recibe a la Iglesia por Esposa.
La Iglesia, en la figura de Rebeca, no es vista como sacada del mundo, sino como preparada para Isaac.2 En todo este capítulo 24, el criado más viejo de la casa de Abraham es una imagen del Espíritu Santo. De la misma manera, todavía hoy, el Espíritu Santo conduce a aquellos que forman la Esposa hacia el lugar en que estarán eternamente unidos a Cristo en la gloria. El criado discierne en Rebeca unos rasgos de particular belleza. No sólo ella responde con presteza a su petición de un poco de agua, sino que va mucho más allá al sacar agua para los camellos (v. 20).
Hay que resaltar una diferencia entre los tipos prefigurados por Eva y por Rebeca. En Eva tenemos la formación de la esposa mediante un acto soberano de Dios, sin que ella intervenga en nada; en Rebeca vemos la respuesta inteligente de la fe bajo la acción del Espíritu en el corazón de la Esposa, que manifiesta los rasgos de la verdadera piedad.
En el versículo 53, el criado muestra los presentes que le fueron confiados, alhajas de plata y de oro, y vestidos. Así, el Espíritu Santo nos hace gozar ya por anticipado de las inescrutables riquezas de Cristo (Efesios 3:8), de todas las bendiciones espirituales que tenemos en él en los lugares celestiales (1:3). Al gozar del beneficio de la redención (representada por la plata), y al haber sido hechos aceptos en el Amado (1:6-7) (cuyas glorias divinas se hallan representadas por el oro), seamos dichosos, en la imagen de Rebeca, de exhibir el carácter de Aquel con quien la gracia nos ha desposado (los vestidos). Él es Aquel a quien el Padre ha dado todo cuanto tiene (Génesis 24:36; Juan 3:35).
Como Isaac en el pozo del Viviente-que-me-ve, Cristo espera en el cielo el momento de sus bodas. La Esposa se ha puesto en camino guiada por el Espíritu Santo, que habla a su corazón de Aquel a quien ella ama (1 Pedro 1:8). Pronto terminará el largo viaje. Al alzar los ojos, la Esposa puede contemplar al divino Isaac (2 Corintios 3:18). Rebeca se cubre, como señal de sumisión. ¡Qué bella imagen de la Iglesia que se prepara para el momento maravilloso en que verá a su Esposo sobre la nube, para estar unida a él por la eternidad! (Apocalipsis 19:7).
Séfora (Éxodo 2:21; 4:24-26; 18:2)
Esposa de Moisés, figura de Cristo rechazado por Israel en cuanto a su misión como Libertador.
Se halla unida a Moisés durante el tiempo en que es rechazado por Israel y mora en Madián. Es probable que le acompañase en la travesía del desierto, a partir del capítulo 18 de Éxodo, después de la roca golpeada en Refidim, mientras Israel sufre por cuarenta años las consecuencias de su incredulidad.
Séfora, al comienzo de su historia, es una imagen de la Iglesia unida a Cristo cuando se halla rechazado como Mesías por Israel. Parece que tuvo su parte de responsabilidad en el hecho de que su hijo Gersón no hubiera sido circuncidado, de acuerdo con la señal del pacto divino hecho con Abraham y sus descendientes. Pero Dios castiga a Moisés, responsable de su familia. Entonces, en presencia de la terrible realidad del gobierno de Dios, ella se da cuenta de su falta y se somete a la voluntad divina (Éxodo 4:25). Así, el Señor declara a la iglesia en Laodicea: “Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete” (Apocalipsis 3:19). Y en el seno de la Iglesia responsable que ha fallado mucho (Apocalipsis 2 y 3), el que tiene oídos es exhortado con insistencia (siete veces) a oír lo que el Espíritu dice a las iglesias.
En Éxodo 18, podemos ver en la llegada de Jetro, suegro de Moisés, una imagen de la introducción de las naciones en las bendiciones del reino milenario. La Iglesia, esposa de Cristo, representada aquí por Séfora, aparecerá igualmente sobre la escena y será entonces manifestada como “la gran ciudad santa… que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios” (Apocalipsis 21:10). Entonces será la luz de las naciones y recibirá gloria y honor de los reyes de la tierra (v. 24).
Abigail (1 Samuel 25)
Esposa de David, imagen de Cristo, el Rey que sufre y es menospreciado.
Esta mujer humilde y sabia (v. 3) discierne por la fe la grandeza del ungido de Dios, cuando es objeto de las burlas de Nabal, su impío marido (v. 10, 25), y del odio de Saúl, el rey que Dios desechó (16:1). Nabal representa, por una parte, a Israel que cometió la locura de no conocer a su Mesías y, por otra, a todos aquellos incrédulos que menosprecian hoy a Jesús, el Hijo de Dios, y se colocan de este modo bajo el juicio divino (Juan 3:36). Este espíritu de apostasía crece más y más en el seno de la cristiandad, entre aquellos que “convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios, y niegan a Dios el único soberano, y a nuestro Señor Jesucristo” (Judas 4).
Vemos a Abigail postrarse ante David; lo espera todo de su gracia y anticipa el día de su ascenso al trono (v. 23, 28-31). ¡Es un modelo para nosotros, cristianos, en relación con nuestro Señor Jesucristo, por su piedad, su humildad y la confianza sin reserva que tiene en aquel que llama “su señor”!
Tras la muerte de Nabal, herido por Dios mismo, y después de su unión con David (v. 42) Abigail se convierte en una figura de la Iglesia como esposa de Cristo. En adelante compartirá la existencia de un David proscrito y perseguido por las montañas de Judá, abandonando por él el goce de sus bienes terrenales. Así, la Iglesia puede estimar “por mayores riquezas el vituperio de Cristo” que los tesoros del mundo (Hebreos 11:26). La promesa divina es para nosotros una certeza, como lo era para el apóstol Pablo. Al final de su carrera, escribió: “Por tanto, todo lo soporto por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna. Palabra fiel es esta: Si somos muertos con él, también viviremos con él; si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Timoteo 2:10-12).
Rut
Para terminar, añadamos algunas líneas acerca de la bella imagen de Rut, en el libro que lleva su nombre.
Las analogías con el porvenir del pueblo de Israel son llamativas; en especial, el hecho de que un remanente creyente de ese pueblo, consciente de haber perdido todo derecho a las promesas terrenales (por eso es representado por una mujer extranjera, como Rut), será recibido en gracia para entrar en el reino milenario con Cristo.
Sin embargo, existen similitudes entre la historia de Rut y la de la Iglesia. Ésta se halla formada predominantemente por creyentes de las naciones que estaban —como Rut— “alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa” (Efesios 2:12). La inmensa bondad de Booz, imagen de Cristo redentor, hace vibrar nuestros corazones cuando pensamos en el precio que pagó para adquirir a su esposa, a la cual pertenecemos. Ese precio es infinitamente grande: es “la sangre preciosa de Cristo”, es el don de su propia vida (Hechos 20:28; Efesios 5:25; 1 Pedro 1:18-19). Pronto las bodas del Cordero se celebrarán en el cielo (Apocalipsis 19:7). Como Rut, bien podemos postrarnos ante el divino Booz y decirle: “¿Por qué he hallado gracia en tus ojos para que me reconozcas, siendo yo extranjera?” (Rut 2:10).
- 1Literalmente edificar, expresión que evoca de un modo notable Mateo 16:18.
- 2Por otra parte, podemos observar que Isaac no tuvo que sufrir para adquirir a Rebeca, mientras que Cristo “amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25), y tuvo que atravesar las horas terribles de la cruz para adquirirla.