Abraham, padre de todos los creyentes

La historia de Abraham es la historia de la fe. En ella vemos cómo Dios la produce, la forma y la prueba, para que más tarde sea “hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (1 Pedro 1:7).

En el capítulo 22 del Génesis encontramos la razón por la cual Dios actuó así con Abraham. Su llamamiento, en el capítulo 12, contenía el germen de todos los designios de Dios para con él. Dios quería bendecirlo, pero Abraham debía aprender que sólo Él quería hacerlo, que todo provenía de Él. No lo entendió al principio de su carrera. Dios le había dicho: “Vete… a la tierra que te mostraré… y te bendeciré” (v. 1-2). Era la obra de Dios. Pero, a menudo el hombre necesita mucho tiempo para comprenderlo: se apega a las cosas prometidas, a la bendición, y al propio Dios sólo le queda un pequeño lugar en el corazón y en los pensamientos.

Cuando el Señor vino a los discípulos andando sobre el mar, le dijo a Pedro: “Ven” (Mateo 14:29-30), y Pedro se puso a andar con cierta confianza en el Señor y con franca intención de ir hacia Él, pero también con mucha confianza en sí mismo y tal vez con el secreto deseo de distinguirse. Cuando vio el fuerte viento, tuvo miedo. “Vio el… viento”, no las olas, como se dice a menudo; a las olas las había visto desde la barca, pero se dio cuenta de la fuerza del viento que las encrespaba sólo cuando estuvo fuera de ella y lo sintió directamente sobre sí. Jesús no detuvo el viento para facilitar el camino a su discípulo. Pedro, en vez de aferrarse a la palabra del Señor que le dijo: “ven”, fijó su atención en el obstáculo, luego en sí mismo, y así terminó hundiéndose. Es verdad que tenía cierto grado de confianza en el Señor, porque en su angustia clamó a Él, pero no tenía la confianza necesaria para andar en plena comunión con Él en un camino en el cual sólo Su poder podía sostenerlo, y no llegó hasta la meta. A menudo ocurre lo mismo con nosotros: después de haber comenzado en un camino de fe, nos debilitamos al toparnos con obstáculos, y el Señor no es glorificado.

Así se mostró Abraham después de su llamamiento. Su corazón se apegó más a la bendición que a Dios mismo, quien hizo las promesas. A causa de esto, faltó en fe y obediencia, y se puso bajo la dirección de Taré, su padre, que pasó a ser el conductor de la expedición, tomando a Abram y a toda su familia, mientras que el llamamiento de Dios había sido dirigido a Abram solo (Génesis 11:31; 12:1). Por eso, cuando Taré se detenía, todos se detenían. Andaba por vista, y se asentó con los suyos en el país de Harán, en Mesopotamia superior, tierra fértil, pero que no era el país prometido a la fe. Abram permaneció allí sin ninguna comunión con Dios hasta la muerte de su padre. Fue tiempo perdido: cuando se puso en marcha según la orden de Dios, fue registrada su edad (12:4) como para mostrar que la vida de fe comenzaba realmente allí, mientras que los años precedentes fueron años perdidos. Hubo absoluta parálisis en la vida espiritual.

Aquí vemos el secreto de una marcha que no responde a los pensamientos de Dios. No es el abandono evidente de la fe, sino la mezcla de pensamientos carnales con la fe, que impiden que ésta se manifieste.

Pero la Palabra divina actuó directamente sobre su corazón (v. 4) y se fue, salió de Harán, reanudó lo que había empezado cuando salió según el llamamiento de Dios, “de Ur de los caldeos, para ir a la tierra de Canaán” (11:31), y que había interrumpido por su estadía en Harán. Entonces Dios le habló de lo que quería hacer para él. Encontramos en esto —y seguimos encontrándolo a lo largo de toda la historia de Abraham—, un principio de inmenso alcance. Cada vez que daba un paso en el camino de la fe, Dios le daba una confirmación de Sus promesas. La daba después del paso. A menudo deseamos una señal antes de obedecer. Vemos así que las multitudes pedían al Señor una señal del cielo (Lucas 11:16), pero esto era una prueba de su maldad e incredulidad, porque una señal que responde a la inteligencia humana no necesita fe. La fe cree lo que Dios dice, y actúa en consecuencia, sin comprender cómo ni por qué ni la meta de Sus caminos. Sin duda es necesario que comprendamos las palabras que Dios nos hace entender, y allí la inteligencia espiritual es útil. Se produce en el alma por el Espíritu Santo, pero la fe se pone en marcha sin comprender el sentido completo de lo que Dios dijo.

En el capítulo 15 encontramos de nuevo a Abraham ocupado más bien en las bendiciones que en Dios mismo. Dios le dijo: “Yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande”. Abraham respondió: “¿Qué me darás...?” (v. 1-2). Si tengo un amigo y, cada vez que voy a verlo, le pregunto “¿qué me darás...?” terminará por pensar que lo amo por las buenas cosas que me puede dar y no por él mismo. Entonces, Dios le dijo a Abraham que mirara las estrellas, porque su descendencia sería así. No le explicó todo, pero el efecto práctico de esta palabra era acostumbrarlo a mirar hacia los cielos. Llegó a ser un hombre celestial, al poner en práctica el carácter que le fue dado en Hebreos 11: buscaba una ciudad y una patria celestial, y llegó a ser extranjero y peregrino sobre la tierra, no sólo con respecto a su país de origen que había dejado, sino también a Canaán (v. 13-16). Por medio de estas palabras que seguramente no comprendió en todo su alcance, encontró «su casa» en el cielo. Era el resultado de la fe. Llegó a ser “padre de todos los creyentes”, según Romanos 4:11; en él la fe encontró el ejemplo más notable. “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (v. 3, 11). Podría haber razonado: «¡Aunque yo viviera tanto como Matusalén, no podría tener una posteridad tan numerosa como las estrellas del cielo. Me voy sin hijos…!». Pero Abraham cree a Dios. Dios lo dijo, y Él lo hará. Y a partir de ese momento, los cielos le interesaron.

El hecho de creer lo que Dios dijo produce un efecto sobre la marcha, los pensamientos, los afectos, aunque no comprendamos todo lo que Él dice, ni cuando ni cómo cumplirá sus promesas. De esta manera se forma la comunión entre el alma y Dios. Él quiere que experimentemos el gozo que se encuentra en el hecho de amarlo. Si usted ama a alguien, no se apega solamente a lo que pueda recibir de él, sino a la persona misma. Encontrará la satisfacción de estar en su compañía, estará feliz de tener sus pensamientos y de comunicarle los suyos; en una palabra: tener comunión con él.

El punto central del llamamiento de Abraham no era “Tu galardón será sobremanera grande”, sino: “Te bendeciré”. El corazón demanda la intimidad, el afecto, y se satisface solamente al tener comunión con su objeto.

Por otro lado, si Dios dio un hijo a Abraham, su deseo fue que todo el trabajo fuera de Él. Por esta razón no cumplió su promesa hasta que no hubo ninguna esperanza humana del lado de Abraham. Dios dijo: «Yo quiero hacerlo todo; no es, tú un poco y yo lo que queda». Cuando Abraham llegó a viejo y perdió toda esperanza según la naturaleza que se cumpliera la promesa, Dios intervino. Abraham era de edad de noventa y nueve años cuando Dios le apareció y le anunció que había llegado el momento del hijo de la promesa (cap. 17). El hecho de que Abraham se riera en ese momento fue una expresión de gozo, mientras que en el caso de Sara, en el capítulo siguiente, fue una expresión de incredulidad.

Y llega Génesis 22. El hijo del cual Abraham había gozado durante tantos años debía serle quitado. Dios dijo: «dámelo». Lo designó de cuatro modos diferentes, que recuerdan a Abraham los ejercicios y momentos sucesivos de su vida de creyente.

Primero le dijo “tu hijo”, lo que le hacía pensar en el milagro del nacimiento, en la intervención de Dios para cumplir la promesa. En segundo lugar, “tu único”, le recordaba su falta de fe de la cual resultó el nacimiento de Ismael, quien no era el hijo de la promesa; éste no contaba, porque en Isaac se concentraban las promesas. Luego, “Isaac”, el heredero de todo, la descendencia prometida. Por último, “a quien amas”: los afectos de Abraham se habían apegado a aquel que Dios le había dado como cumplimiento de esas promesas. Es como si Dios hubiese dicho: «No olvido nada de lo que este hijo es para ti; todos los ejercicios de fe del cual fue objeto, todo lo que es para tu corazón, todo está delante de mí, pero te pido que me des ese hijo…». Sin razonar, sin pedir explicaciones, Abraham obedeció. Esto es la fe.

Se puso en marcha, con el hijo y los siervos. Esto se hizo públicamente; los criados podían pensar lo que quisieren, pero había que obedecer a Dios. Abraham tomó todo lo necesario para el sacrificio, con el firme propósito de hacer todo lo que Dios mandó. A menudo hemos pasado al lado del camino de la fe porque quisimos garantías de antemano, así como explicaciones de parte de Dios para andar en el camino que Él abría delante de nosotros. Abraham podía haber dicho: «¡Dios no puede pedirme que sacrifique este hijo, puesto que todas las promesas dependen de él; tal vez este sacrificio sea una figura, y Dios quiere que yo ofrezca otra víctima en lugar de Isaac y en favor de Él!». No, nada de esto. Lo que Dios dijo, había que hacerlo. Es el ejemplo más extraordinario de fe y de obediencia que encontramos en la Palabra. Abraham dejó todo en manos de Dios de quien había recibido todo. ¿Qué le quedaba si le quitaban a Isaac?: Dios solamente.

Ahora vemos lo que le faltaba a Abraham al principio: renunció a las bendiciones y se apegó a Dios solamente. “Mi porción es Jehová, dijo mi alma” (Lamentaciones 3:24). No buscó explicaciones fuera de lo que Dios le reveló. Es de suma importancia que, en nuestras dificultades, no nos apartemos de los límites trazados en la Palabra. No me incumbe sugerir a Dios lo que debe hacer conmigo. El hijo pródigo quiso indicar a su padre cómo debía tratarlo, como un jornalero, pero después del beso con el que fue recibido, fue el padre solamente quien habló y actuó (Lucas 15:20-24).

A la pregunta de Isaac, Abraham respondió: “Dios se proveerá” (Génesis 22:8). No había nada más que responder ya que Dios no dijo más. De esta manera, Dios encontró un corazón obediente hasta en las condiciones más extremas, que no deja para más tarde el momento de obedecer, y que lo hace enteramente. Esto es a causa de que Dios pudo hacerlo entrar en una comunión completa con Él, en sus más gloriosos pensamientos, y hacerle comprender lo que tenía ante Sí con el sacrificio de Isaac. Es como si dijese a Abraham: «Lo que sufriste cuando ataste a tu hijo sobre el altar, es lo que sufriré cuando deberé sacrificar a mi Hijo; has sido librado de hacerlo, pero para mí no habrá reemplazo, deberé sacrificar a mi único Hijo…». A través de ese hijo, los pensamientos de Dios y los de Abraham se centran en un objeto que es mayor, del cual Isaac era sólo una figura.

De esta manera, Abraham fue hecho capaz de entrar plenamente en los pensamientos de Dios en lo que se refiere a Cristo. Es lo más elevado de la comunión. Es el cielo en la tierra. “Abraham… había de ver mi día; y lo vio, y se gozó” (Juan 8:56). En Mateo 1:1, Cristo es hijo de Abraham, y en Marcos 1:1 es Hijo de Dios: sus ojos se posan sobre el mismo objeto: Cristo. La promesa de la bendición recordada en Génesis 22 es hecha a la simiente de Abraham, y Gálatas 3:16 nos dice que esta “simiente... es Cristo”.

¡Qué lección para nosotros! A menudo, aunque nuestra vida esté en orden en cuanto a las cosas exteriores, es posible que nuestros corazones no estén en la práctica en el estado descrito en el salmo 16: “A Jehová he puesto siempre delante de mí” (v. 8). Podemos buscar la bendición, como Abraham lo hizo al principio, sin buscar a Dios mismo, y Dios no lo desea así. Él quiere conducirnos por el camino de las pruebas y dificultades hasta Él, y hacernos comprender que las bendiciones que Él nos da no deben ser más que escalones que han de llevar nuestros corazones a la intimidad de su presencia. Si las utilizamos de buena manera, Dios se convertirá en el objeto principal del corazón, y es el cielo vivido en la tierra. Porque en el estado eterno Dios será todo en todos. Entonces, la prueba de nuestra fe, que nos parece a veces tan amarga, será “hallada en alabanza, gloria y honra” (1 Pedro 1:7).