2. La ofrenda vegetal (Levítico 2; 6:14-23)
En la ofrenda vegetal, no se trata de una víctima degollada, de sangre derramada, de propiciación ni de pecado. La ofrenda no es ofrecida para “ser aceptada”.
Este capítulo, pues, no nos habla de la muerte del Señor Jesús, sino de su vida, de su perfecta humanidad. Se trata de la perfección personal de Cristo, objeto y alimento de nuestro corazón, pero, ante todo, de una ofrenda de olor fragante que sube hacia Dios quien encontró en Él todo su contentamiento. Es la absoluta devoción a Dios de todas las facultades de un hombre que vivió en la tierra, con todo su ser ofrecido a Dios, a lo largo de una vida de entera obediencia.
La ofrenda vegetal era ofrecida junto con el holocausto (véase por ejemplo Números 28 y 29). Consciente de haber sido aceptado (en relación con el holocausto), el adorador puede llevar la ofrenda vegetal, es decir, presentar a Dios la perfecta vida de Cristo, hombre en la tierra, y alimentarse de Él. Considerar la vida de Cristo en sus diversas perfecciones y compararla con la nuestra, sería desmoralizador. La diferencia es infinita… Pero, con la seguridad de haber sido “aceptados en él”, «tenemos derecho a olvidarnos de nosotros mismos, a olvidar nuestros pecados y a olvidarnos de todo lo que no sea Jesús» (J.N.D.). Considerarlo así, en la perfección de los detalles de su vida, se convierte entonces en un profundo gozo para el alma y, para con Dios, en un tema de adoración siempre renovado.
En Israel, cada mañana y cada atardecer se ofrecían el holocausto y la ofrenda vegetal (Números 28:4). ¿No podemos nosotros, al principio y al final de nuestras jornadas, dar gracias a Dios por la persona del Señor Jesús y no sólo por todas las bendiciones que con él nos ha dado? Pero recordemos siempre que la ofrenda vegetal era “cosa santísima de las ofrendas que se queman para Jehová” (Levítico 2:3) y debía “comerse en lugar santo” (6:16). Todo lo que concierne a la persona de Cristo, ya sea respecto de su divinidad o de su humanidad, siempre debe ser considerado con gran reverencia, sin mezclar ninguna otra consideración que provenga de nuestro propio corazón.
1 Pedro 2:21-24 nos muestra esta unión de la perfecta vida de Cristo, modelo para nosotros, y de su muerte expiatoria. Una no puede ir separada de la otra, como muchos quisieran hacerlo, queriendo ver en Jesús un modelo a imitar, pero apartando cualquier idea de expiación en su sacrificio.
Tales pensamientos son totalmente ajenos a la Palabra de Dios.
Elementos de la ofrenda vegetal
La flor de harina
La flor de harina representa la humanidad de Cristo, perfecta en todos sus detalles, tal como él fue en la tierra para perfecta satisfacción de Dios, en su vida, muerte y resurrección. En la flor de harina, todo es fino, puro, blanco, igual. En el Cristo-hombre todo era armonía y ninguna de sus cualidades predominaba sobre otras, como a menudo ocurre con nosotros. Podía a la vez usar de gracia y reprender el mal; sabía consolar y corregir; sabía cómo comportarse en la casa del fariseo y en el hogar de Betania.
Nos hace falta aprender a mirar a la persona de Jesús, como Juan Bautista quien “mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios” (Juan 1:36).
Los relatos de los evangelios hacen resaltar algunas de estas perfecciones de la vida de Cristo en la tierra. Jamás podremos contemplar suficientemente la vida de “Jesús de Nazaret”, y “cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hechos 10:38).
En los Salmos aprendemos a conocer las perfecciones íntimas de su ser, sobre todo en el primer libro, el cual nos lo presenta como hombre en la tierra; afligido y pobre, pero siempre poniendo a Dios delante de él; encontrando su complacencia para los santos, para los íntegros que están en la tierra (Salmo 16:3); perseverando en su servicio; “no ocultó su misericordia y su verdad en grande asamblea”; “ha publicado su fidelidad y su salvación” (Salmo 40:10). Vemos al hombre obediente, dependiente, lleno de confianza en Dios, enteramente consagrado para su gloria.
El aceite
La ofrenda era amasada con aceite y untada con aceite, así como el Señor Jesús fue engendrado del Espíritu Santo, y luego ungido del Espíritu Santo cuando Juan lo bautizó, y lleno del Espíritu Santo al empezar su ministerio (Mateo 1:20; Lucas 3:22; 4:1, 14). Sobre los discípulos, en el día de Pentecostés, el Espíritu bajó como lenguas de fuego. Si el Espíritu debía constituir en ellos el poder para el servicio y El que les guiaría a toda la verdad (Juan 16:13), también debía ser El que juzgaría y purificaría muchas cosas en ellos.
¡Cuántos pensamientos, concepciones erróneas, costumbres deben ser consumados en nosotros por el fuego del Espíritu! Nada de esto tuvo lugar en Cristo. Por eso el Espíritu bajó sobre él como paloma, símbolo de la inocencia, como convenía al Hombre perfecto.
El incienso
El incienso que se vertía sobre la ofrenda vegetal era completamente quemado sobre el altar. Éste representa toda la satisfacción que Dios encontró en la vida de su Hijo en la tierra. “Tu nombre es como ungüento derramado” (Cantar de los cantares 1:3; Juan 12:3). Todo lo que él hacía, era para Dios y no para los hombres. «Cuanto más fiel era Cristo, cuanto más despreciado y contradicho; cuanto más manso, tanto menos se lo estimaba. Pero el recibimiento que encontraba, no producía en él ninguna alteración, porque todas las cosas las hacía únicamente para Dios. Ante la multitud, o con sus discípulos, o en presencia de sus inicuos jueces, nada alteraba la perfección de sus designios, porque en todas sus circunstancias, todo lo hacía para Dios. El incienso de su servicio, de su corazón y de sus afectos, era para Dios y subía continuamente ante él» (J.N.D.).
Bajo la acción del fuego
“Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (Isaías 53:10). ¿Qué significan esas palabras? ¿Por qué Dios quiso quebrantarlo? Éstas son las profundidades inescrutables del misterio divino: Dios ha dado a su Hijo unigénito. Pero, además, Cristo debía ser manifestado perfecto en el sufrimiento. Si durante su infancia, completamente sumiso, durante su ministerio, lleno de compasión, no hubiera encontrado sufrimiento ni oposición, habríamos podido decir: «Es muy fácil ser perfecto cuando todo va bien». Lo sabemos por experiencia: vivir con personas comprensivas y agradables, facilita mucho las cosas; pero tener que encontrarse día tras día con personas desagradables, pone a prueba al cristiano más consagrado.
La ofrenda vegetal debía, pues, ser sometida a la acción del fuego, y eso de tres maneras: en horno, sobre la sartén, y en cazuela.
El horno nos habla de los sufrimientos secretos que padeció el Señor Jesús en su vida. ¡Qué no sintió a la vista del mal, de la muerte! Lloró. “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos” (Isaías 53:3).
¿Nos damos cuenta de lo que debió sentir el Señor cuando fue rechazado por su pueblo? Cuando sacrificamos parte de nuestro tiempo —que empleamos para nuestras actividades personales—, a fin de poder visitar a un enfermo y llevarle un simple regalo, ¿cuál sería nuestra reacción si rehusara recibirnos diciendo: «¡Ese visitante no me gusta!»? ¡A cuánto más renunció el Señor de gloria para venir a los suyos, y qué bendición infinitamente mayor traía! “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11). Son los sufrimientos del amor desconocido: “Pelearon contra mí sin causa, en pago de mi amor me han sido adversarios” (Salmo 109:3-4).
Y ¿qué decir de la incomprensión de sus discípulos? “Comenzó” a hablarles de su muerte; después, en el camino, intentó de nuevo enseñarles a ese respecto; subiendo a Jerusalén, les habló una última vez por el camino de lo que le esperaba, pero ellos no comprendían (Marcos 8:31; 9:30-31; 10:33). En Getsemaní, tomó a los tres discípulos más íntimos —a los que habían visto su gloria, y asistido a la resurrección de la hija de Jairo— y les pidió que velaran una hora con él, pero se durmieron, y con voz triste debió decirles: “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?” (Mateo 26:40). Su corazón, sin encontrar respuesta, se cerraba dolorosamente sobre sí mismo (Salmo 102). Como también testifica el Salmo, sintió profundamente la traición de Judas (Salmo 41:9; 55:13). Vemos en el evangelio de Lucas 22:61 la pena que sintió cuando Pedro le negó: La mirada que le dirigió, mientras recordaba al discípulo el inalterable amor de su Maestro, dijo todo lo que tenía que decir sobre el sufrimiento de éste.
Como hombre experimentó dolorosamente la cortadura de la muerte en medio de su vida: “Él debilitó mi fuerza en el camino; Acortó mis días. Dije: Dios mío, no me cortes en la mitad de mis días” (Salmo 102:23-24). “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora?” (Juan 12:27). Y también en Getsemaní, cuando “en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra”, oraba “diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa” (Lucas 22:42-44).
La sartén nos habla de las pruebas públicas que el Señor conoció. Lo vemos como hombre cansado, sentado sobre el pozo de Sicar, o durmiendo en la barca, a pesar de la tempestad. De vuelta a casa, agobiado de trabajo, con sus discípulos “ni aun podían comer pan” (Marcos 3:20), pues la multitud de nuevo se reunía. Pero todavía más; durante todo su largo camino, sufrió la “contradicción de pecadores contra sí mismo” (Hebreos 12:3), la enemistad de los fariseos quienes llegaron hasta a injuriarlo, diciendo: “Por el príncipe de los demonios echa fuera los demonios” (Mateo 9:34). Luego le dieron golpes y le escupieron en la cara; lo azotaron y lo crucificaron.
La ofrenda cocida en la cazuela (quizá corresponde al holocausto de aves) parece presentar una comprensión más imprecisa y menos clara de los sufrimientos de Cristo, pues penetramos menos en esa esfera, aunque algunos más que otros.
Sea cual fuere la ofrenda presentada sobre el altar, se la hacía “arder… para memorial”; y era siempre “ofrenda encendida de olor grato a Jehová” (Levítico 2:2, 9). Dios aprecia todo lo que es de su Hijo; por más débil que fuere la comprensión que tenga el adorador, la ofrenda, sin embargo, conserva todo su valor, a través de todo lo que habla de Él.
La parte de Dios en la ofrenda
“Tomará el sacerdote su puño lleno de la flor de harina y del aceite, con todo el incienso” (Levítico 2:2). Durante toda su vida, Cristo era una ofrenda a Dios. Adán, en su inocencia, había gozado de los favores de Dios. Le daba o debería haberle dado gracias, pero en sí mismo él no era una ofrenda a Dios. Precisamente, la esencia de la vida de Cristo era una ofrenda a Dios, santo, separado de todo lo que lo rodeaba, consagrado a Dios, viviendo en el poder del Espíritu.
La parte de los sacerdotes
Todo lo que quedaba era para ellos. Podían nutrirse de esta perfecta ofrenda, pero debían hacerlo en un lugar santo, aparte de los pensamientos y de los ruidos del mundo, siempre recordando que “es cosa santísima” (v. 3, 10).
Estar ocupado en Cristo nos santifica y transforma a su imagen. Todo alimento forma el ser interior; asimilado en nosotros, marca la entera personalidad. Hemos encontrado hombres o mujeres en los cuales se ve a primera vista que viven en la inmundicia; al nutrirse y encontrar la satisfacción de su ser interior, poco a poco su aspecto, su cara, su actitud se van caracterizando de ello. ¿No puede ocurrir lo mismo con el cristiano? Cristo está en su corazón, ¿no manifestará el gozo y la paz sobre su rostro? “Mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen” (2 Corintios 3:18); no sólo la gloria del Señor en el cielo, sino ante todo la gloria moral que brilló durante su vida en la tierra. No se trata de observar reglas y ordenanzas, sino de ser “transformados por medio de la renovación de nuestro entendimiento” (Romanos 12:2; Efesios 4:23): una obra interior producida por el alimento que tomamos, bajo la acción del Espíritu que toma de lo que es de Cristo y nos lo comunica.
En el desierto, cada mañana, el pueblo recogía el maná: Representaba a Cristo, el pan vivo descendido del cielo, alimento de su pueblo en el camino, para su estímulo y su fuerza. En el santuario, los sacerdotes se alimentaban de la ofrenda vegetal, perfecciones de la vida de Cristo, con el fin de ser hechos capaces de ejercer su servicio para Dios.
El mismo sumo sacerdote debía continuamente presentar, a la mañana y a la tarde, una ofrenda vegetal particular, totalmente quemada sobre el altar: todo su servicio estaba como impregnado por la perfección de Cristo, señalado con su sello (Levítico 6:17-23).
La levadura y la miel
Ambas estaban excluidas de la ofrenda vegetal.
La levadura nos habla de la hinchazón de la importancia personal, del orgullo, de la hipocresía que quiere aparentar lo que no es. Es el mal que levanta la masa a la cual corrompe. No había ninguna levadura en Cristo, pero él podía desenmascarar la de los fariseos y la de los saduceos. Ninguna levadura debía formar parte del memorial de la ofrenda ofrecida sobre el altar. Pero incluso lo que los sacerdotes comían, no debía ser cocido con levadura (Levítico 6:17). ¡Con qué facilidad se mezcla la importancia personal en nuestra apreciación de la vida perfecta de Cristo: creer que sabemos más que otros, o el peligro de parafrasear, de decir más de lo que sentimos, de repetir cosas que hemos leído pero no asimilado!
La miel nos habla de los afectos naturales, de los sentimientos amables del hombre que pueden existir sin la vida de Dios. Tales sentimientos santificados por la gracia son deseables, incluso necesarios entre nosotros, pero no forman parte del sacrificio; el sentimentalismo en particular debe ser excluido de la adoración; y en el servicio para el Señor, motivos mezclados (como, por ejemplo, el deseo de encontrarse con éste o con aquélla) no tienen nada que hacer en él. Todo aquello que ocupa su debido lugar en la vida privada, nada tiene que hacer en el santuario.
La sal del pacto
La sal representa ante todo la fuerza preservadora de lo que es divino, el poder santificador que nos mantiene separados de la corrupción. La sal no faltaba en la vida de Cristo. También exhorta a sus discípulos a tener sal en sí mismos. Muy diferente será el ambiente en el que se encuentren dos o tres creyentes que no temen mostrar a Quién pertenecen y dar testimonio en favor del bien y en contra del mal. Mientras estén presentes, no se atreverán a comportarse como cuando están ausentes. “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada uno” (Colosenses 4:6).
Pero la sal del pacto nos hace también pensar en la fidelidad que requieren las relaciones que Dios ha establecido con los suyos en la época en que se encuentran. La vida debe ser puesta en armonía con la ofrenda. Es necesario tener el deseo de reflejar a Cristo, y no —a causa de nuestro andar—, contradecir nuestras palabras y nuestras alabanzas respecto a él. Sin duda, siempre sentiremos lo lejos que estamos de la verdadera ofrenda vegetal, pero lo que cuenta es la decisión del corazón. ¿Cómo podemos hablar con bellas frases de toda la devoción de Cristo por los intereses de su Padre, de su obediencia a su voluntad, de sus compasiones y de su bondad, y, un instante más tarde, mostrarnos duros y viles con nuestros hermanos, y buscar exclusivamente nuestros intereses personales? “No harás que falte jamás de tu ofrenda la sal del pacto de tu Dios” (Levítico 2:13).
¡Que podamos nutrirnos verdaderamente de esta ofrenda vegetal! Se les enseña a los niños los relatos de los evangelios; se les narra los milagros del Señor y las parábolas que pronunció; todo tiene su lugar, pero alimentarse de él en su perfecta vida es otra cosa. Hace falta verlo con los ojos del corazón; hace falta sentir en nuestra propia alma algo de lo que él sintió; hace falta, en alguna medida, ahondar en la comunión de los sufrimientos del “varón de dolores”.