3. Los sacrificios por el pecado y por la culpa (Levítico 4 a 6:7; 6:24 a 7:7)
Los sacrificios por el pecado y por la culpa no eran librados al discernimiento del israelita; eran ofrendas obligatorias cuando se había cometido alguna falta: “Cuando alguna persona pecare… traerá por su ofrenda…” (Levítico 4:2, 28). No es cuestión, pues, de un adorador que viene al altar con el deseo de ser aceptado o dar gracias, gozar de la comunión con Dios y alimentarse con los sacrificios; sino que se trata de alguien culpable que se acerca a fin de ser perdonado.
No hay otro medio que el sacrificio para abolir el pecado. El Salmo 49:7 nos dice: “Ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate”. Ni nuestras lágrimas, ni nuestros hechos de contrición, ni los de nuestros hermanos por nosotros, pueden borrar el pecado a los ojos de Dios. “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión… Pero ahora… (Cristo) se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Hebreos 9:22, 26).
La confesión (Levítico 5:5-6) y la restitución (5:16; 6:4) no lo eran todo; eran necesarias en las faltas previstas en este capítulo, pero de ninguna manera suficientes. Así pues, en el capítulo 6:6, además de la restitución al prójimo con el agregado de la quinta parte, debía traer “a Jehová” su sacrificio por la culpa.
La gravedad del pecado
Dios no deja pasar nada por alto. Puede perdonar y purificar todo, pero no puede dejar pasar nada. El pecado, escondido a los ojos de aquel que lo ha cometido, no está oculto a los ojos de Dios. Moisés declara a las dos tribus y media que si no van a la conquista del país de Canaán: “Sabed que vuestro pecado os alcanzará” (Números 32:23). Los hermanos de José creyeron durante veinte años que su padre ignoraría su crimen, pero Dios lo reveló. Acán creyó haber escondido bien en su tienda el manto babilónico y por debajo, la plata y el oro, pero fue descubierto por su pecado (Josué 7). Habacuc 1:13 declara: “Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio”. Dios nada ignora, y el mal, por bien escondido que pueda estar entre nosotros, siempre es el mal para él. “Todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:13).
«Dios no juzga el pecado según nuestra propia estimación, sino según lo que conviene ante él. Es necesario, para que él nos haga felices con su presencia, que juzgue el mal, todo el mal, según esta presencia, para excluirlo totalmente. ¿Hará falta que haga a otras personas infelices, que haga completamente imposible todo gozo santo, incluso en su presencia, para dejar perpetrarse el mal impunemente? No, eso es imposible; Dios juzga todo» (J.N.D.). En su gobierno, puede dejar las cosas sin castigo durante largo tiempo, pero en nuestras relaciones con él, ninguna comunión es posible si el mal no está juzgado, confesado y perdonado.
Pecados y culpas
Levítico 4 nos habla de los pecados contra uno de los mandamientos de Dios. Podía tratarse del sacerdote ungido (v. 3-12), de toda la congregación (v. 13-21), de un jefe (v. 22-26) o de alguna persona del pueblo (v. 27-35).
En los dos primeros casos, los cuales interrumpían el servicio de Dios, era necesario llevar un becerro y la sangre de la víctima era presentada en el lugar santo, la cual se rociaba siete veces ante Dios, hacia el velo del santuario; la sangre también estaba puesta sobre los cuernos del altar de oro, donde se ofrecía el incienso, y todo lo demás era vertido al pie del altar del holocausto. El animal entero era quemado, no sobre el altar del holocausto, sino que (después de haberle quitado la grosura, la cual sólo se hacía quemar sobre el altar del holocausto) la piel del becerro, toda su carne con su cabeza y sus piernas con sus intestinos y su estiércol, eran quemados fuera del campamento. Jesús padeció fuera de la puerta; no había en el campamento (Jerusalén) sitio para él, incluso como sacrificio por el pecado. Por eso los creyentes deben salir hacia él, fuera del campamento (véase Hebreos 13:15), fuera de todo lo que, religiosamente, reniega de su sacrificio por el pecado.
Cuando un jefe o alguna persona del pueblo habían pecado, debían llevar un macho cabrío o una cabra. La sangre era puesta sobre los cuernos del altar del holocausto y el sacrificio era comido por el sacerdote.
En el libro del Levítico encontramos tres clases de sacrificios por el pecado:
- El sacrificio del día de la expiación (cap. 16), el cual establecía el fundamento de las relaciones de Dios con su pueblo, lo que le permitía ejercer su paciencia y soportar los pecados de un año entero. La sangre era llevada al lugar santísimo, sobre el propiciatorio. En virtud de este sacrificio, Dios moraba en medio de ellos. Es una figura del sacrificio de Cristo, ofrecido una vez para siempre, pero que conserva eternamente su valor ante Dios. También, en cierto sentido, es figura de una persona que ha sido llevada al Señor y que comprende que Cristo ha quitado sus pecados. El nuevo nacimiento o la conversión no se efectúan dos veces. Es cierto que nuestro conocimiento del valor de la obra de Cristo irá en aumento, pero sólo una vez somos hechos hijos de Dios. Si pecamos después de haber creído, no es necesario restablecer la relación, sino la comunión con Dios. Un hijo desobediente sigue siendo Su hijo, pero ya no goza de la relación que lo une a Dios.
- El sacrificio por el pecado del sacerdote ungido o de todo el pueblo: el servicio de Dios era interrumpido, la comunión de todo el pueblo. Por eso la sangre debía ser llevada hacia el velo, donde era rociada, no una vez, sino siete veces, y sobre el altar del incienso aromático. La víctima era quemada fuera del campamento. Sólo así podía restablecerse el servicio del santuario.
- El sacrificio por el pecado de un individuo, jefe o simple israelita: la comunión personal era interrumpida. La sangre era puesta sobre los cuernos del altar del holocausto y rociada al pie de este altar; la misma víctima era comida por el sacerdote. Es el caso de un creyente, de un hijo de Dios, que ha pecado, y cuya comunión con el Señor ha sido interrumpida. Esta comunión es restablecida por el servicio fiel del Señor como Abogado, quien hace que la Palabra actúe en la conciencia; el culpable es así llevado a confesar su pecado; llegado el caso, él reparará el daño causado a su prójimo; y, sobre todo, volverá a tener conciencia del valor del sacrificio de Cristo, la propiciación por nuestros pecados, siempre eficaz delante de Dios.
En todos los casos (nueve veces seguidas en estos capítulos) está declarado expresamente que tendrán perdón.
La responsabilidad es proporcional a los privilegios recibidos
En efecto, si el sacerdote ungido o toda la congregación habían pecado, era necesario llevar un becerro. Un jefe presentaba un macho cabrío; una persona del pueblo llevaba una cabra; en otros casos, si los medios no alcanzaban para adquirir un cordero, se llevaban dos aves o incluso la décima parte de un efa de flor de harina. Cuanto mayor es la responsabilidad —por haber recibido más del Señor, o por haber hecho progresos en las cosas de Dios—, tanto mayor es la apreciación de la obra de Cristo que trae consigo la restauración. Un “jefe” es alguien que había tomado a pecho el orden en el pueblo de Dios, o que ha estado ocupado con el servicio del Señor. De inmediato comprendemos que su responsabilidad es mayor que la de un simple creyente. Pero este ejemplo de ninguna manera debe ser un motivo para que un hijo de Dios se mantenga atrás cuando se trata de los intereses del Señor, ya sea en el servicio o en la iglesia. Si el Señor llama, su gracia proveerá y responderá a la creciente responsabilidad.
No se trata de tener previamente un largo período de arrepentimiento. No se nos dice que el sumo sacerdote debía llorar a causa de sus faltas durante seis meses, un jefe durante tres meses, o alguna persona del pueblo durante un mes, y después llevar la ofrenda. No, desde el momento que uno se siente culpable, se debe venir con el sacrificio. El verdadero juicio de sí mismo consiste, no en el hecho de pasar mucho tiempo pensando en el propio pecado (aunque esto también tenga su lugar, según el Salmo 51:3), sino en considerar delante de Dios cuánto le ha costado a Cristo tomarlo sobre sí y quitarlo. El apóstol Juan nos habla en su epístola de tres clases de creyentes: los hijitos, los jóvenes y los padres; un padre, cuando ha faltado, tendrá una percepción más profunda de la obra de Cristo, acompañada de un verdadero juicio de sí mismo, percepción que un hijito no podrá tener.
En el caso de un jefe o de un simple israelita, el sacrificio no era quemado fuera del campamento, sino comido por el sacerdote. «En un sentido, es el corazón de Cristo el que toma nuestra causa cuando caemos. Él se ocupa de sus ovejas. El sacerdote no había cometido el pecado, pero se identificaba completamente con él. Cristo hizo suyo nuestro pecado; el sacrificio y la sangre rociada son hechos cumplidos, que jamás se repetirán; pero constituyen el fundamento de su servicio actual de intercesión como nuestro abogado delante del Padre (1 Juan 2)» (J.N.D.).
En otro sentido, también es la porción «de los suyos como sacerdotes, por la comunión del corazón y por la simpatía, identificarse con el pecado de otro, o antes con la obra de Cristo por el pecado. Sólo podemos hacerlo bajo el carácter de sacerdotes y con el sentimiento de la gravedad del pecado, puesto frente a la obra para lo cual fu e cumplida» (J.N.D.). ¡Cuánto ha costado a Cristo quitar el pecado! Y el pecado de mi hermano puede producirse también en mí, fruto de lo que yo mismo soy en la carne: “Considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gálatas 6:1).
Pecados específicos
Levítico 5:1 nos presenta la falta del testigo. Podemos callar un mal que debería ser puesto en conocimiento de los demás. No se trata de denigrar ni de relatar las faltas de nuestros hermanos, pero hay casos particulares en los cuales, habiendo “sido llamado a testificar”, hace falta hablar.
Es mucho más frecuente no dar testimonio del bien, de lo que se ha visto o se ha sabido. 1 Pedro 3:15 dice: “Estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros”. ¿No hemos faltado a menudo a esta voz de «llamamiento a testificar»? ¿Cuántas veces hemos tenido la oportunidad de ayudar a una persona, o la posibilidad de dar testimonio de Cristo, pero nos hemos retraído de hacerlo? Si el caso era claro y nos hemos rehusado, la palabra del Levítico se aplica también a nosotros: “él llevará su pecado”.
Los versículos 2 y 3 presentan los casos de impureza, de falta de separación, ya sea fuera o dentro de casa. Cuántos contactos inútiles con el mundo nos contaminan, participando de actividades en las que no tenemos nada que hacer, o permitiendo que las cosas del mundo penetren en nuestro hogar: amistades en el mundo, asociaciones con los incrédulos (2 Corintios 6:14-16); libros y revistas o imágenes impuras; especulaciones intelectuales contrarias a la Palabra de Dios. Es la contaminación de carne y de espíritu (2 Corintios 7:1). “Si después llegare a saberlo, será culpable”. Todo esto interrumpe nuestra comunión con Dios; si bien a veces nos sentimos poco inclinados a orar o no gozamos de la Palabra, ¿no son tales faltas, aunque “no lo echare de ver”, las que hacen que contristemos al Espíritu Santo? Él busca que tomemos conciencia, a fin de que sean juzgadas y perdonadas.
El versículo 4 condena las palabras ligeras, inconsideradas: “jurar... hacer mal”, es decir, proferir amenazas sin que las ejecutemos. ¡Hubiese sido mejor callarse, incluso en la educación de los niños, o no prometer hacer bien y no cumplir la promesa, ya sea con niños o con hermanos! Ante todo, la falta está en la ligereza. “Todos ofendemos muchas veces. Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto” (Santiago 3:2).
¿Qué hacer en semejantes ocasiones? “Cuando pecare en alguna de estas cosas, confesará aquello en que pecó” (Levítico 5:5). Tal es la enseñanza de 1 Juan 1:9: no simplemente pedir perdón al Señor de haber difamado a alguien, o de haber faltado a mi responsabilidad de darle testimonio, o de habernos asociados con la impureza, sino confesar ante Él lo que hemos hecho, dar cuenta de nuestra falta en su luz, ser llevados a comprender la gravedad de la situación. Pero no hay que quedarse con eso: “Y para su expiación traerá a Jehová por su pecado que cometió” (v. 6). Se trata de volver a tener conciencia del valor del sacrificio de Cristo, de su muerte en la cruz sin la cual este pecado que acabamos de confesar no podría ser perdonado.
Levítico 5:14-16 concierne a la falta en las cosas santas. No se le dio a Dios lo que le era debido, sino que uno se había apropiado de la cosas santas. Para los israelitas, se trataba particularmente de los diezmos, de la décima parte de sus cosechas, que ellos no habían llevado al santuario. En Malaquías 3:8-12, vemos cómo el pueblo robaba a Dios y cómo recaía sobre ellos su maldición; mientras que si hubiesen llevado los diezmos al santuario, habría habido alimento en su casa, y la bendición de Dios habría descansado sobre ellos. ¡Cuánto faltamos en este campo de actividad! El Señor nos da veinticuatro horas al día. Algunas de éstas son dedicadas al sueño, a la alimentación, al trabajo; pero él desea que cada día pongamos un momento aparte para estar a sus pies. ¿Acaso no le robamos a menudo en ese ámbito, empleando para nuestra distracción, o incluso para trabajar más de lo necesario, el tiempo que debería ser apartado para él? ¿Y qué decir del domingo, primer día de la semana, día del Señor, en el que, particularmente, él nos invita a tomar la cena y a recordarle en su muerte y a “velar con él una hora”?
El israelita debía dar la décima parte de su renta. En el Nuevo Testamento, sin que sea cuestión de prescripciones legales, varias veces somos exhortados a llevar a cabo ese “sacrificio” para hacer bien y para los siervos del Señor (Hebreos 13:15). ¿Jamás nos hemos apropiado para nosotros mismos lo que a él le correspondía?
Y en la esfera espiritual, ¡cuántas riquezas hemos recibido! ¿Sabemos hacer que la casa de Dios se beneficie de ellas? ¿Llevar a la iglesia, ya sea en alabanzas, en exhortaciones, en oraciones, el “diezmo” que sería de bendición?
¿Hay para Dios, en nuestras casas y en nuestro trabajo, la porción que le corresponde?
Si se interrumpe la bendición de Dios en la familia, en la iglesia, en nuestra actividad o en nuestro servicio, ¿no será porque hemos faltado en llevar “el diezmo”?
¿Qué hacer en tales casos? “Traerá por su culpa a Jehová”. Tomar conciencia de nuevo del sacrificio del Señor quien se entregó por nosotros, que dio todo para rescatarnos; luego “pagará lo que hubiere defraudado de las cosas santas, y añadirá a ello la quinta parte”. No sólo debemos lamentarnos de no haber sabido apartar para el Señor los momentos necesarios, sino que, a partir de entonces, ¡debemos tomar el tiempo adecuado e incluso añadir una quinta parte! Y si se ha guardado demasiado para sí de la propia renta (independientemente de cuál fuere la amplitud, pues el Señor apreció más las dos blancas de la viuda que lo que sobra de los ricos; Marcos 12:41-44), ¿no conviene restituirle lo principal con la quinta parte por encima?
Levítico 6:1-7, por fin, considera los daños causados al prójimo, en particular las cosas robadas u obtenidas por engaño: se guarda lo que pertenece a otro, o lo que nos fue confiado por otros. En el ámbito material, se trata de objetos robados, o pedidos prestados y no devueltos; trabajo retribuido insuficientemente. En el ámbito espiritual —en el cual el Señor nos ha confiado muchas verdades de la Palabra claramente expuestas, ya sea para los suyos, o para la evangelización— se guarda egoístamente ese “buen depósito” (2 Timoteo 1:14), en lugar de ponerlo a disposición de aquellos a los que está destinado.
En este caso, primero era necesario devolver el objeto robado o lo que se había confiado en depósito, añadir una quinta parte por encima y, después, traer el sacrificio por la culpa. ¡Cuántas personas se han vuelto infelices por no devolver a otros lo que de ellos se habían apropiado! La confesión al Señor no es suficiente, como tampoco tener conciencia de su sacrificio; se demanda la reparación.
La restauración
“Cuando alguna persona pecare…”, hemos visto en el Levítico. Casi la misma expresión se encuentra en 1 Juan 2:1-2, seguida por estas palabras: “…abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados”. Así, el “sacrificio” siempre está a nuestra disposición. No se trata de probar corregirnos en primer lugar para luego venir a él, sino que hay que venir a él tal como somos, con nuestro pecado, confesarlo y de nuevo comprender que él es la propiciación por nuestros pecados.
Una vez consciente de su pecado, el israelita debía traer su ofrenda. Ese mismo hecho manifestaba a la vez su falta y su apreciación del valor del sacrificio. Alguien del pueblo se encaminaba a través del campamento hacia el tabernáculo llevando una cabra, o incluso el sacerdote ungido llevando un becerro; todos sabían que habían pecado, pero todos sabían también que ellos tenían conciencia de estar provistos de una ofrenda que cubriría la falta.
La apreciación moral de la obra de Cristo varía. Como lo hemos visto, uno llevaba una cabra, otro sólo dos aves, otro, en fin, la décima parte de un efa de flor de harina. En todos los casos, se trataba de una ofrenda perfecta, la cual habla de Cristo, quien solamente tiene valor a los ojos de Dios. El malhechor en la cruz no hubiese podido explicar lo que Jesús estaba llevando a cabo, ni el valor de su sangre. Su fe comprendía muy poco, aunque él dijera a Jesús: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (Lucas 23:42). Pero tenía conciencia de estar justamente crucificado, recibiendo el castigo de los males que había cometido; en cuanto a Cristo, declaró: “Éste ningún mal hizo” (v. 41). Tenía la certidumbre de la perfección de Aquel que sufría a su lado, perfección que ponía en evidencia “la décima parte de un efa de flor de harina”. Eso fue suficiente para que el Señor le declarara: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (v. 43).
Al llegar a la entrada del tabernáculo, el culpable, como en el holocausto, debía poner su mano sobre la cabeza de la víctima. Con ese gesto, declaraba que si él, pecador, no podía ser aceptado por Dios, el sacrificio lo sería en su lugar. Ponía su pecado sobre la cabeza de la ofrenda, la cual era sin defecto, a fin de que fuese expiado: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas… mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6). Poner mi mano sobre la cabeza de la víctima, es tener profunda conciencia de que mi pecado ha sido puesto sobre Cristo.
Luego, el mismo culpable degollaba al animal; no era asunto del sacerdote. Es decir: esto es lo que yo merecía; por mí él tuvo que morir: “El Hijo de Dios… me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). La sangre estaba puesta sobre los cuernos del altar de bronce (1 Juan 1:7); la grosura ardía “en olor grato”: incluso en el sacrificio de Cristo por el pecado (y no sólo en el holocausto) Dios encontró su entera satisfacción. Los pecados específicos debían ser confesados; los perjuicios reparados. Pero después, nueve veces se declara expresamente que serán “perdonados” (4:20, 26, 31, 35; 5:10, 13, 16, 18; 6:7). “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Se trata de creerlo. Una vez confesado el pecado, una vez que tenemos conciencia del precio pagado por Cristo por ese pecado, no hay que insistir más en esta falta, sino abandonarla. Llenos del amor de Cristo y de la grandeza de su sacrificio, habiendo vuelto a encontrar el gozo de nuestra salvación, podemos seguir el camino humildemente, sabiendo que la misma gracia que nos ha restaurado, podrá guardarnos vigilantes y fieles si permanecemos cerca de Él.
Dios declara expresamente en cuanto a sí mismo: “Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (Hebreos 10:17). En cuanto a nosotros, el Salmo 103 recuerda: “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones” (v. 12).
Lo mismo ocurre con la Cena. Más de un joven se abstiene de participar porque está preocupado de sus faltas y de su indignidad. Sin embargo, qué representa la Cena, sino el cuerpo de Cristo dado por nuestros pecados, la sangre de Cristo que nos purifica de ellos. Comprendiendo por la fe que Dios nos ve en Cristo, que no se acuerda más de nuestros pecados, ni de nuestras transgresiones, podemos acercarnos sin temor al memorial de la muerte del Señor, sin “conciencia de pecado” (Hebreos 10:2). No decimos esto sin reverencia, puesto que es primordial discernir siempre el cuerpo y la sangre del Señor. No somos dignos de estar a su Mesa, sino que él es digno de que nos acerquemos; y podemos olvidar nuestra indignidad y nuestras faltas con el sentimiento de que la gracia ha respondido plenamente. “Pruébese cada uno a sí mismo, y coma así” (1 Corintios 11:28). “Así”, es decir con el sentimiento de no tener nada en uno mismo para Dios, pero sabiendo que la gracia, por la obra de Cristo, ha provisto para todo lo que soy así como para todo lo que no soy.