Capítulo 3
“Después de estas cosas el rey Asuero engrandeció a Amán hijo de Hamedata agagueo”. Éste era un miembro de la familia real de Amalec. Asuero engrandeció a este hombre vanidoso, “y puso su silla (o su trono) sobre todos los príncipes que estaban con él”. “Todos los siervos del rey que estaban a la puerta del rey se arrodillaban y se inclinaban ante Amán, porque así lo había mandado el rey” (v. 1-2). El propósito que perseguía Satanás, este “Lucero, hijo de la mañana”, era el de ser “semejante al Altísimo” (Isaías 14:12-14). Nada extraño era que sus esclavos, entre los que estaba Amán, fueran gobernados por el mismo orgullo.
Pero ante Amán, “Mardoqueo ni se arrodillaba ni se humillaba” (v. 2; véase Daniel 3:12; 6:13). Todos se asombraban de esta actitud, insensata según ellos. Le preguntaban a Mardoqueo cada día, pero él no los escuchaba. Finalmente, éstos lo denunciaron a Amán “para ver si Mardoqueo se mantendría firme en su dicho; porque ya él les había declarado que era judío” (v. 4).
La delación es frecuente en este mundo. Y, a causa de ello, el temor puede hacer que los hijos de Dios se retraigan de confesar abiertamente a Cristo, ya sea en la escuela, en el trabajo o en el vecindario. Nuestra conducta debería mostrar a nuestro entorno que somos cristianos (Hechos 11:26). Pero, ¿estamos dispuestos a sufrir como tales? (1 Pedro 4:16).
Para comprender los motivos de la actitud de Mardoqueo, hay que recordar que Dios, al principio de la marcha de Israel en el desierto, había declarado: “Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación” (Éxodo 17:16). Más tarde, había dicho a su pueblo: “Acuérdate de lo que hizo Amalec contigo en el camino, cuando salías de Egipto; de cómo te salió al encuentro en el camino, y te desbarató la retaguardia de todos los débiles que iban detrás de ti, cuando tú estabas cansado y trabajado; y no tuvo ningún temor de Dios”. Israel debía borrar la memoria de Amalec de debajo del cielo: “No lo olvides” (Deuteronomio 25:17-19; 1 Samuel 15:3). Estos preceptos divinos impedían a un fiel israelita mostrar la mínima señal de deferencia hacia un enemigo de Dios y de su pueblo. Como Daniel (Daniel 6:10), Mardoqueo deseaba obedecer la palabra de Dios, sin preocuparse de las consecuencias. Ésta debería ser nuestra actitud, dictada por nuestro afecto hacia Cristo (Hechos 5:29).
Aún en la actualidad, el Señor también advierte a los suyos: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros” (Juan 15:18).
Pero, ¿tiene el mundo verdaderamente motivos para aborrecernos? Con frecuencia nos parece haber olvidado que no somos del mundo, ese sistema organizado sin Dios, cuyo jefe es Satanás. Y el mundo nos atrae más bien por sus principios y por su manera de vivir, seductores para la carne (Juan 16:11).
Amán estaba herido en su orgullo. Estaba lleno de furor, pero le parecía despreciable poner la mano sólo sobre Mardoqueo. Por eso iba a intentar destruir a todos los judíos que vivían en el reino, “el pueblo de Mardoqueo” (v. 5-6). Halagó hábilmente a Asuero: “Si place al rey…” (v. 9). En su declaración, involuntariamente dio un buen testimonio con respecto al pueblo disperso entre todas las provincias del imperio. Efectivamente, expuso al rey que: “sus leyes son diferentes de las de todo pueblo, y no guardan las leyes del rey” (v. 8; Hechos 16:20-21). Amán sabía que ningún soberano desearía tener en su reino a personas susceptibles de perturbar el orden público.
¿Cuál fue la conclusión de Amán? Al rey nada le beneficia ese pueblo, ¡que sean destruidos! Generoso cuando se trataba de ayudar al mal, se declaró dispuesto a dar para ese propósito diez mil talentos de plata, una cantidad enorme. Propuso traerlos a los tesoros del rey (v. 9). Sin ofrecer resistencia, ni buscar informarse, el rey le dio su anillo a Amán el agagueo, el enemigo de los judíos. Éste entonces tenía «plenos poderes» (compárese con Génesis 41:42). El rey incluso añadió: “La plata que ofreces sea para ti, y asimismo el pueblo, para que hagas de él lo que bien te pareciere” (v. 11). Vemos cuál es la maléfica influencia de este agente de Satanás sobre el rey. Creía triunfar, ¡pero acababa de firmar su propia condena! (Salmo 10:2).
Supersticioso, como muchos incrédulos (Ezequiel 21:21), y, desgraciadamente, como algunos creyentes también, Amán quiso buscar un día favorable para ejecutar su funesto designio. Entonces se confió en la suerte para decidir la fecha de la matanza: sería el día trece del duodécimo mes, en el mes de Adar. Pero ignoraba que si bien “la suerte se echa en el regazo… de Jehová es la decisión de ella” (Proverbios 16:33). Este largo plazo (once meses) iba a permitir el cumplimiento de los designios de Dios en gracia para con los suyos, por más que al presente fuesen “Lo-ammi”, es decir, “no pueblo mío” (Oseas 1:9).
Para satisfacer la mortífera locura de Amán, el edicto fue rápidamente preparado y firmado en nombre de Asuero. Según las leyes de Media y Persia, como también lo recordaron los enemigos de Daniel, el edicto no podía ser revocado (8:8; Daniel 6:8, 12).
Luego, los correos reales “salieron… prontamente por mandato del rey” y lo llevaron hasta las lejanas provincias del imperio. El edicto ordenaba “destruir, matar y exterminar a todos los judíos, jóvenes y ancianos, niños y mujeres” y, además, apoderarse de sus bienes (v. 13-15).
Sabemos cuál ha sido el perpetuo odio de Satanás, sus inauditos esfuerzos, sirviéndose de diversos instrumentos, para destruir enteramente —si eso hubiese sido posible— a los judíos, el pueblo del Mesías. El enemigo teme, y con razón, el advenimiento de Cristo, el que sellará definitivamente su derrota.
Mientras que una vez más el rey y Amán estaban sentados bebiendo, la ciudad de Susa, en la cual se encontraban muchos judíos, estaba conmovida (v. 15). Pero, tales periodos de prueba ¿no son permitidos para que cada uno se examine y tenga una apreciación más justa de su anterior conducta? “Al que ordenare su camino, le mostraré la salvación de Dios” (Salmo 50:23).
Capítulo 4
Mardoqueo supo todo lo que se había hecho. Rasgó sus vestidos y se vistió de cilicio y de ceniza. Luego, salió por la ciudad y clamó con grande y amargo clamor. ¿Cómo esconder su dolor ante tan diabólico plan? Este gran duelo era compartido por todos los judíos. Estaban dispersos, pero, objetos de los cuidados providenciales de Dios, no se habían mezclado con los pueblos en medio de los cuales se encontraban; habían conservado su identidad (v. 1-5).
Aquí parece evidente, como en el tiempo de la gran tribulación que seguirá al arrebatamiento de la Iglesia, que no había ningún rayo de esperanza. Pero Dios se había reservado la esfera de lo imposible.
Ester, ya reina desde hacía casi cuatro años, ¿no podría interceder ante su esposo? Esta dramática circunstancia iba a constituir la ocasión de mostrar la audacia de su fe.
Más tarde, haría falta la crucifixión para que José de Arimatea se atreva a darse a conocer como discípulo, pidiendo a Poncio Pilato el cuerpo de Jesús (Juan 19:38). No olvidemos las palabras del Señor: “El que se avergonzare de mí y de mis palabras… el Hijo del Hombre se avergonzará también de él” (Marcos 8:38).
Ester aceptó cumplir una misión importante en el plan de Dios a favor de los suyos. Su ejemplo debe animarnos a seguirlo al costo que fuere. No nos dejemos vencer por lo que parece un pesado obstáculo o un sacrificio demasiado grande: obedezcamos al Señor. Su poder se perfeccionará en nuestra debilidad (2 Corintios 12:9). Dios puede cambiar en bien lo que, al principio, parecía ser una tragedia (compárese con Génesis 50:20).
Encerrada en el palacio, sin contacto con el mundo exterior, Ester ignoraba el genocidio que se preparaba. Pero sus doncellas la advirtieron y “la reina tuvo gran dolor” (v. 4). Intentó que Mardoqueo aceptara los vestidos que le enviaba, pero los rechazó. Entonces, le envió un eunuco, Hatac, y se enteró de manera más precisa de lo que había ocurrido. Incluso recibió de Mardoqueo una copia del decreto real hecho con el propósito de destruir a los judíos.
Su padre adoptivo le encargó “que fuese ante el rey a suplicarle y a interceder delante de él por su pueblo” (v. 4-8). La primera reacción de Ester fue más bien negativa. Hizo decir a Mardoqueo que nadie podía entrar en la presencia del rey “sin ser llamado”. Porque la ley prescribía darle muerte, a menos que el rey le extendiera el cetro de oro para que viviera. Para motivar sus reticencias, y hacer sobresalir todo el riesgo que implicaba este procedimiento, Ester añadió: “Y yo no he sido llamada para ver al rey estos treinta días” (v. 11).
Éstas eran las razones que ella adelantaba. También la “esposa” de los Cantares esgrimía razones para no abrir a su Amado: “Me he desnudado de mi ropa; ¿cómo me he de vestir? He lavado mis pies; ¿cómo los he de ensuciar?” (Cantares 5:3).
El sacerdote y el levita igualmente tenían razones para pasar de largo por aquel camino, en lugar de aproximarse y cuidar de un hombre medio muerto, lleno de heridas, despojado por ladrones (Lucas 10:31-32). Incluso eran razones de orden religioso. Debían velar para no contaminarse. Así cada uno es capaz de encontrar razones pertinentes para evadir las buenas obras que Dios prepara de antemano para que andemos en ellas (Efesios 2:10).
No obstante, algunos elementos iban a alentar a la reina para que diese ese paso decisivo. Mardoqueo hizo decir a Ester: “No pienses que escaparás en la casa del rey más que cualquier otro judío. Porque si callas absolutamente en este tiempo, respiro y liberación vendrá de alguna otra parte para los judíos; mas tú y la casa de tu padre pereceréis” (Ester 4:13-14).
Mardoqueo no faltaba de fe, ni de discernimiento, ni de firmeza. Recordaba a su protegida que sus indecisiones y sus temores no impedirían la intervención de la Providencia. Ester debía comprender cuánto su posición de reina aumentaba su responsabilidad. “¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?” (v. 14). Estas advertencias también nos conciernen: Cada uno de nosotros debe tener claro que Dios lo ha puesto en el lugar donde está con un propósito preciso. Como David, está llamado a “servir a su propia generación según la voluntad de Dios” (Hechos 13:36; Efesios 2:10). Si somos tentados a permanecer pasivos, debemos recordar a Ester. Retengamos esta solemne exhortación: “Libra a los que son llevados a la muerte; salva a los que están en peligro de muerte. Porque si dijeres: Ciertamente no lo supimos, ¿acaso no lo entenderá el que pesa los corazones? El que mira por tu alma, él lo conocerá, y dará al hombre según sus obras” (Proverbios 24:11-12). Como Ester, seamos conscientes de que si rehusamos asumir nuestras responsabilidades, otro será llamado a ocupar nuestro lugar en el servicio, pero sentiremos una pérdida. Sea como fuere, el propósito de Dios siempre se cumplirá.
Otro punto ha tenido ciertamente una influencia capital sobre Ester. Mardoqueo le recuerda que los judíos eran su pueblo; y ella debía interceder ante el rey a favor de ellos (v. 8). Entonces, se hizo audaz, porque sintió fuertemente los lazos que tenía con este pueblo sobre el cual pesaba esta terrible amenaza.
Al tomar algunas expresiones del Nuevo Testamento, podemos decir que Ester estaba dispuesta en adelante a “poner su vida por los hermanos” (1 Juan 3:16). Priscila y Aquila, también Epafrodito, en su tiempo “expusieron su vida” (Romanos 16:3-4; Filipenses 2:30) por la vida del apóstol Pablo. Hermanos y hermanas en Cristo, que podamos decir en verdad con Pablo: “Yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas” (2 Corintios 12:15).
Firmemente decidida, Ester necesitaba una preparación particular antes de acercarse al rey. Y no se trataba aquí de atavíos, como al principio (Ester 2:9). Pidió a Mardoqueo que todos los judíos de Susa ayunaran por ella, durante tres días y tres noches. Por su lado, ella haría lo mismo con sus doncellas (v. 15-16). Ayunar es, o debiera ser, la señal de una gran humillación ante Dios (Isaías 58:3, 5-6). Hay que aprender a obrar sin precipitación. Daniel constituye un bello ejemplo a este respecto (Daniel 2:12, 17-19, 23, 27-29). Hoy, cuando las circunstancias son apremiantes, la iglesia puede reunirse para orar (Hechos 12:12).
Pero, ¡qué contraste entre este Asuero inabordable y Aquel que siempre está dispuesto a compadecerse de nuestras debilidades! “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:15-16). Ester consideraba con mucho valor las posibles consecuencias de su acción: “Y si perezco, que perezca” (Ester 4:16; Hechos 20:24).
Capítulo 5
El tercer día, vestida con su vestimenta real, Ester se presentó en el patio interior de la casa del rey. Tan pronto como Asuero la vio, obtuvo gracia ante sus ojos (v. 2). Le extendió el cetro de oro y ella lo tocó. Entonces le dijo: “¿Qué tienes, reina Ester, y cuál es tu petición? Hasta la mitad del reino se te dará” (v. 3).
La respuesta de Ester sorprende: “Si place al rey, vengan hoy el rey y Amán al banquete que he preparado para el rey” (v. 4). Asuero aceptó y mandó que con rapidez llamaran a Amán.
Mientras bebían vino, el rey volvió a preguntar a Ester: ¿Cuál es tu petición? Pero en vez de responder de inmediato, se contentó con volver a invitarlos y prometió: “Mañana haré conforme a lo que el rey ha mandado” (v. 6-8). Ese día, Amán salió contento y alegre de corazón. Tenía vértigo en su espíritu cuando consideraba la rapidez de su ascenso, lo que respondía a sus más alocados deseos. Pero cuando pasaba, ese miserable Mardoqueo, sentado a la puerta del rey, no se levantaba ni se movía de su lugar (v. 9). ¡Era verdaderamente intolerable! Y de nuevo Amán se llenó de furor contra Mardoqueo.
Se refrenó y volvió a su casa. Ahí, contó con complacencia a sus amigos y a su mujer, el número de sus hijos, la importancia de sus riquezas y todos los honores de los cuales era objeto (Proverbios 18:12). Contó cómo la reina Ester incluso lo invitó a él solo al banquete que ella había ofrecido al rey. ¡Era, además, el único invitado para el nuevo banquete, el día siguiente! (v. 9-12).
Pero fue incapaz de esconder el odio que llenaba su corazón respecto de Mardoqueo, y afirmó: “Pero todo esto de nada me sirve cada vez que veo al judío Mardoqueo sentado a la puerta del rey” (v. 13; compárese con 1 Reyes 21:4-7). En su boca, la expresión “al judío” se trataba de un epíteto despectivo. Este mismo epíteto, tomará después, en este mismo libro, un significado muy diferente, triunfal (8:7; 9:29, 31).
En la cumbre de los honores de este mundo, este hombre estaba constantemente roído interiormente por el odio. Qué sorprendente escena de las insospechadas profundidades del corazón del hombre natural (Jeremías 17:9-10). ¡Que el tal no prevalezca! Su mujer y su entorno le aconsejaron preparar una horca de 50 codos de altura (cerca de 23 metros) para colgar a Mardoqueo en ella. ¡Su suplicio tendría así un carácter más humillante y se vería desde lejos!
Esto recuerda la cruz de nuestro Señor Jesucristo, levantada por los hombres en ese lugar llamado la Calavera, ante la cual toda la multitud estaba presente, atraída por el espectáculo (Lucas 23:48).
Estaba determinado; Amán iría a hablar al rey por la mañana temprano. Con seguridad, después de haberlo autorizado tan fácilmente a exterminar a todo el pueblo judío, Asuero no tendría ninguna dificultad en aceptar el inmediato suplicio de este judío insolente y despreciable. Su mujer, al desempeñar el papel cerca de él como Jesabel cerca de Acab, añadió: “Entra alegre con el rey al banquete”. La proposición agradó a los ojos de Amán e hizo preparar la horca… pero no sería para el judío (v. 14; 7:10).
Ester había sido dirigida por la “sabiduría que es de lo alto” (Santiago 3:17) empezando por invitar al rey a esos dos banquetes consecutivos. Nuestra manera de obrar es a menudo muy diferente. Buscamos ser liberados lo más rápidamente posible de lo que nos oprime. Hay un evidente contraste entre la calma y determinada actitud de Ester y todo lo que, en este libro, se hace de prisa.